MOSCÚ SIN BRÚJULA

Tres días que conmocionaron al Mundo (V)

Tres días que conmocionaron al Mundo (V)
Yeltsin, Gorbachev, Brezhnev, Kruschev, Stalin, Lenin. EP

En Madrid, la primera noticia del golpe la escuchamos en la radio, al alba del lunes, pero la maquinación había arrancado bastante antes.

A las 10.00 en punto de la mañana del domingo 18 de agosto de 1991, Kriuchkov había puesto ya en alerta el KGB. Los altos oficiales fueron convocados a la Lubianka, la sede central, y se suspendieron sin explicación alguna vacaciones y permisos.

En uno de los sótanos se alistó un bunker especial, con teléfonos, ordenadores, camas, comida y sofisticados sistemas de comunicación, previendo la eventualidad de que el golpe derivara en enfrentamientos violentos.

A primera hora de la tarde del domingo, un avión gubernamental azul y blanco despegó del aeropuerto moscovita de Vnukovo y puso rumbo al sur, hacia una base militar de la península de Crimea.

Mijail Gorbachov descansaba desde hacía unos días en una dacha de Foros, a orillas del mar Negro, reponiéndose de sus crónicos dolores de espalda y juntando fuerzas para la agotadora pugna que barruntaba iba a desatarse en Moscú, con la firma del crucial Tratado de la Unión prevista para ese martes 20 de agosto.

Yeltsin y Gorbachov.

El primer indicio de que algo extraño estaba ocurriendo se produjo poco después del mediodía del do-mingo, cuando cuatro de los treinta y dos guardaespaldas presidenciales intentaron abandonar la villa y fueron obligados a dar media vuelta, a punta de fusil, por los agentes uniformados del KGB que vigilaban el perímetro de la finca.

Camino de la dacha, los estupefactos guardaespaldas observaron extrañados barreras de alambre de espino en los accesos y que tres buques de guerra se habían sumado a la solitaria lancha que habitualmente patrullaba la costa.

A las 16.50 de la tarde, antes de que los agentes pudieran contactar con sus superiores para aclarar el misterio, los cinco miembros de la delegación golpista, despachada en avión desde Moscú, se presentaron en el portón.  Los centinelas les dejaron pasar inmediatamente, tranquilizados al ver que uno de los integrantes del grupo era el general Yuri Plejanov, jefe del servicio de guardaespaldas del KGB.

Irritado, sorprendido y cada segundo más suspicaz, antes de recibir a los visitantes, Gorbachov trató de telefonear a Moscú y descubrió horrorizado que la línea estaba cortada.

Lo lógico es que el presidente dispusiera en su dacha veraniega de un circuito telefónico exclusivo, blindado contra cualquier sabotaje, pero inexplicablemente no lo tenía.

Atisbando lo que se avecinaba, el presidente convocó a Raisa y a sus fieles más íntimos y les anunció que no estaba dispuesto a compro-miso alguno con los «intrusos».

Después cruzó a su estudio, donde aguardaban silenciosos y en pie los visitantes. El presidente no pudo evitar que sus ojos relampaguearan con ira al encontrar entre ellos a su propio jefe de gabinete, Valeri Boldin, y al general Valentín Varennikov, comandan-te de las tropas de tierra soviéticas.

Erich Honecker, líder de la Alemania comunista, saluda ‘cariñosamente’ al ruso Leonid Brezhnev.

Educadamente, pero con firmeza, los cinco presentaron a Gorbachov un ultimátum: aceptar la imposición inmediata del estado de emergencia o dimitir alegando razones de salud. Rojo de rabia, Gorbachov señaló con el brazo extendido la puerta de la habitación y les conminó a gritos a abandonar la estancia.

«¡Fuera! ¡Yo soy el presidente legal y ustedes unos traidores!»

Boldin se encogió asustado y enfiló cabizbajo hacia la salida, pero el general Varennikov no se arredró. Antes de girar sobre sus talones y alejarse, contempló a Gorbachov con marcado patetismo, como si estuviera en presencia de un enfermo incurable, y repitió dos veces:

 «¡Piénselo bien, camarada Mijail Serguevitch! ¡Piénselo bien!»

El general y sus cuatro camaradas habían entrado en la dacha confiando en que Gorbachov les respaldaría. Durante las semanas anteriores, el presidente soviético había manifestado reiteradamente la necesidad de imponer en el caótico país «medidas extraordinarias» y esas palabras indujeron a los duros a pensar que el secretario general bendeciría un «giro de timón».

Durante las dos horas de viaje en avión, más de uno insistió en que, en el peor de los casos, Gorbachov reaccionaría como lo había hecho Nikita Kruschev 27 años antes.

En 1964, cuando Kruschev, que también veraneaba en Crimea, fue convocado a Moscú e informado por los altos aparatchiks comunistas de que habían votado unánimemente en su contra, el hasta entonces amo supremo del Kremlin aceptó mansamente el veredicto.

Nikita Kruschev: Primer secretario del Comité Central delPCUS de la URSS, del 3 de septiembre de 1953 al14 de octubre de 1964.

Ahora todo se complicaba. Iba a ser necesario efectuar un «moderado» despliegue de fuerza. Cuando los conjurados abandonaban el recinto, se sumó a ellos Vadim Medvedev, el alto y calvo jefe de seguridad del presidente, quien en el último instante decidió partir con los golpistas hacia Moscú.

El resto de los guardaespaldas cerró filas en torno a Gorbachov y se aprestó para el sacrificio. Sólo portaban armas ligeras y estaban cercados por dos cinturones de especialistas del KGB armados hasta los dientes, pero para su sorpresa nadie intentó desarmarlos ni ocupar la dacha.

La única orden recibida por los sitiadores era evitar que alguien pudiera entrar o salir de la finca. Esa noche, apenas tomar tierra en el aeropuerto de Vnukovo, los cinco se dirigieron al Kremlin, donde esperaban ansiosos los demás líderes golpistas.

La reunión tuvo lugar en el despacho del primer ministro Pavlov, en el edificio del Consejo de Ministros y, como había ocurrido la víspera, Kriuchkov presidió el encuentro. Hubo un detalle revelador, enormemente simbólico.

Nadie se atrevió a ocupar la plaza de Gorbachov, al extremo de la gran mesa de fieltro verde, y el sillón permaneció vacío. El siniestro director del KGB explicó a los asistentes cómo deberían presentar los hechos ante la opinión pública para que, aunque no importara, pareciera que todo era constitucionalmente correcto: Gorbachov estaba enfermo, los reaccionarios capitalistas intentaban desestabilizar el país y ante la crítica situación de la URSS no quedaba otro remedio que entregar temporalmente el poder a un Comité de Emergencia.

PD

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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