El borracho se dejaba conducir sin forcejear demasiado, pero cada dos pasos frenaba, daba media vuelta, hacía ademán de retornar hacia el muro de la sede central del KGB y se echaba mano a la bragueta.
«A mi padre lo tuvieron ahí quince días y veinte años después de la muerte de Stalin bastaba que alguien susurrara en su oído la palabra Lubianka para que se cagase en los pantalones», balbuceaba el hombre tratando de parecer razonable.
«Si él se cagaba, ¿por qué yo no les voy a mear en la puerta a estos cabrones?»
En Moscú proliferan los beodos y la guarrería, pero no se ve nunca gente orinando en plena calle.
Ese espectáculo, habitual en Madrid, del taxista aliviándose en la vía pública con la dudosa cobertura de la puerta del vehículo, es impensable.
Hay quien sostiene burlón que no se trata de pudor, higiene o buenas maneras, sino del temor atávico de los rusos a la congelación del pene, pero lo cierto es que nadie osa sacarlo a la intemperie.
Sentados en los alféizares de los ventanales de la planta baja y en las escaleras del portón principal, unos cuantos muchachos contemplaban divertidos la escena del meón, mientras un representante del Parlamento ruso intentaba convencer a la multitud para que cejase en sus intentos de derribar el monumento a Félix Dzerzhinski, el fundador de la CHEKA, la siniestra organización que posteriormente se convertiría en el KGB.
Hasta hace muy poco, muchos ciudadanos soviéticos ni siquiera se atrevían a cruzar la plaza Lubianka. Una idea bastante asentada, que en nuestros años universitarios difundían sobre todo los militantes trotskistas, es que la represión de Dzerzhinski contrariaba la voluntad de Lenin.
Todas las pruebas apuntan en dirección contraria. Lenin redactó la totalidad de los decretos fundamentales y el despiadado Félix de ‘Hierro’ fue siempre su criatura. En 1918, cuando por razones de seguridad, Lenin trasladó el Gobierno de Petrogrado a Moscú, ordenó personalmente ocupar el edificio de una gran compañía de seguros que se levantaba en la plaza Lubianka.
Allí se construyó una «prisión interna» destinada a los sospechosos políticos. A partir de ese momento, la CHEKA fue un departamento oficial, subordinado directamente a Lenin y la fuente de pesadillas cotidiana de millones de personas.
El 22 de agosto de 1991, al término del «Mitin de los Vencedores», poco después de vitorear a Boris Yeltsin, los manifestantes subieron en tropel hacia el Kremlin, recorrieron la Plaza Roja enarbolando una antigua bandera rusa con el águila de los zares, lanzaron feroces insultos contra la sede del Comité Central del PCUS y se encaminaron hacia los edificios del KGB.
Al principio sólo dieron gritos. Después, uno de los más osados echó mano de un bote de pintura roja y escribió en el sólido monumento una sola palabra: «¡VERDUGO!»
Envalentonados, otros grabaron en la pared del nuevo edificio del KGB la palabra «PUTAS» y en la del antiguo cruzaron con una cruz gamada la placa de bronce dedicada a Yuri Andropov, el fugaz secretario general del PCUS que dirigió la organización durante veinte años y fue el principal protector de Mijail Gorbachov.
Más tarde trajeron una grúa, cables de acero y una escalera, pasaron un lazo por el cuello de la estatua y se pusieron a tirar.
El monumento tenía más de diez metros de altura, es de hierro macizo, pesaba 11 toneladas y, como los edificios que lo rodeaban, siempre ha estado envuelto de una tenebrosa leyenda.
Durante décadas, los moscovitas solían decir que los bolcheviques habían escondido bajo el pedestal el oro de los zares y que en los subterráneos que atraviesan la plaza había incontables esqueletos.
Lo del oro no parece cierto, pero en las mazmorras de la Lubianka han sido torturadas, enterradas en vida y bárbaramente asesinadas decenas de miles de personas.