MOSCU SIN BRUJULA

Los defensores de la Bastilla (XXVIII)

Los defensores de la Bastilla (XXVIII)
Los partidarios de Yeltsin ponen barreras a los tanques, el 19 de agosto de 1991.

Dos semanas después de los tumultuosos incidentes del 19, 20, 21 y 22 de agosto de 1991, todavía permanecían en Bulvarnoya Kolsto los restos de las barricadas.

En el húmedo asfalto, entre las flores, alguien había plantado una pancarta estremecedora: «¡Paseante! No olvides jamás que estos 16 jóvenes han muerto por ti y que tú no estabas aquí para ayudarles».

El cartel, los fragmentos de trolebús y los claveles, que los moscovitas renovaban cada mañana, estaban dedicados a Vladimir Ussov, Ilya Kritchevski y Dimitri Komar, los tres muchachos muertos a primera hora de la madrugada del 21 de agosto junto al Parlamento ruso

Vladimir, el que fue decapitado por las cadenas del carro blindado número 536, tenía 37 años y era contable.

Dimitri, el que cayó abatido de un balazo cuando se encaramó al tanque, tenía 23 años y era veterano de la guerra de Afganistán.

Ilya, herido mortalmente por las ráfagas que disparó un asustado oficial, era judío, arquitecto y tenía 28 años

De los tres, a los que Gorbachov nombró ‘Héroes de la Unión Soviética’ y Yeltsin,Salvadores de Rusia’, se sabe casi todo.

Vladimir Ussov, Ilya Kritchevski y Dimitri Komar, muertos por la democracia en Rusia.

Se conocen sus rostros, sus parientes, sus truncadas biografías.

Del resto, de los defensores del Parlamento que aquella noche memorable formaron un escudo humano en torno al blanco edificio, de los que aguantaron bajo la lluvia decididos a dejarse aplastar por los blindados, apenas se sabe nada.

Si no hubiera habido un avispado fotógrafo que, armado de una tela roja, montó un improvisado estudio en una esquina y pasó la noche haciendo retratos, probablemente los ‘Defensores del Parlamento’ habrían quedado para siempre en el anonimato.

En los anales, en las crónicas periodísticas e incluso en los manuales de Historia, figurarían como «el pueblo de Moscú» y poco más.

Los sellos hechos en conmemoración de Vladimir Ussov, Ilya Kritchevski y Dimitri Komar.

Es curioso cómo se han diluido en la masa, en las grandes categorías sociológicas o políticas, los protagonistas concretos de algunas de las grandes gestas populares.

Se sabe que el pequinés que se plantó frente a los tanques y forzó en 1989 a la columna blindada a detenerse se llamaba Wang Weilin, y era un estudiante de 19 años. También, que la bala con la que lo ejecutaron posteriormente fue pagada por su familia, pero de la inmensa mayoría de los que fueron masacrados el 5 de junio en la plaza china de Tiananmen son desconocidos

El primer alemán oriental que vimos avanzar a la carrera bajo la Puerta de Brandemburgo y franquear el Muro de Berlín era joven y llevaba una cazadora de cuero, pero no conocemos su nombre, ni los de los que iniciaron con él la gran evasión en la madrugada del 9 de octubre de 1989.

La caída del Muro de Berlín.

La Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia comenzó con el sordo impacto de las porras policiales contra las cabezas de los estudiantes la noche del 17 de noviembre de 1989, pero no ha quedado registrada la identidad concreta de los que se atrevieron a concentrarse en la Plaza Wenceslao.

De los turbios hechos que rodearon la caída del dictador Nicolás Ceaucescu, sólo hay un acto de rebeldía, de inaudito valor, grabado para siempre.

Fue el protagonizado por el actor Colm Nemes, cuando se plantó en mitad de la calle, se despojó de sus ropas y esperó desnudo, a pie firme, los balazos de los soldados.

Resulta paradójico que, en contraste con todas estas epopeyas recientes, la efectuada hace dos siglos por los habitantes de París que tomaron la Bastilla se conozca con toda meticulosidad.

La revolución de Terciopelo, en Checoslovaquia.

Se sabe incluso el número exacto de los que asaltaron la fortaleza-prisión.

Para distinguir a los que, por su bravura, más habían contribuido a la gesta que simboliza la Revolución Francesa, se otorgó el título de «Vencedores de la Bastilla» a 954 personas.

Los receptores de la condecoración tuvieron que llenar un formulario en el que figuraban su nombre, origen social, regional y profesional.

Estas involuntarias biografías permiten saber, por ejemplo, que entre los asaltantes había cuatro burgueses que vivían de sus rentas, un mayorista de cerveza, nueve tintoreros, 80 militares y 48 ebanistas.

La Toma de la Bastilla.

También que la inmensa mayoría era gente nacida fuera de la capital.

Uno de los datos más llamativos es que ninguna de las grandes personalidades que controlaron posteriormente el poder político o participaron en los enconados debates de la Asamblea Constituyente o de la Convención, figuraba entre los «Vencedores de la Bastilla».

En ese aspecto la gesta del Parlamento ruso es radicalmente diferente. En la Casa Blanca no sólo estaba el presidente Yeltsin.

La larga noche del 21 de agosto de 1991 también se aproximaron a las barricadas, compartieron el miedo y la tensión, eminencias tan notables y dispares como el violoncelista Rostropovich o el ex ministro Shevardnadze.

No hay una relación exhaustiva, comparable a la que existe de los asaltantes de la Bastilla, pero gracias a la asombrosa galería de retratos que hizo Stevens Nurnberg, resulta evidente que eran jóvenes, que el porcentaje de estudiantes fue notable y que entre los que se arriesgaron a salir de sus casas después de escuchar en la radio que había sido decretado el toque de queda, pululaba un elevado número de «nuevos ricos».

Rostropovich el 21 de agosto de 1991, en Moscú.

Fueron muy pocos moscovitas los que, a las 07.00 de la mañana del 19 de agosto de 1991, vieron en sus pantallas de televisión a un presentador almidonado recitar como una letanía el comunicado de los golpistas anunciando que Guenadi Yanaev, 53 años, aparatchik comunista sin brillo, ocupaba a partir de ese momento la plaza de Gorbachov.

En cualquier otro contexto, unos meses antes, el golpe de Estado hubiera funcionado.

La población, castrada políticamente por décadas de feroz represión, se habría escondido en sus hogares esperando pacientemente a que se asentase la polvareda tras el arreglo de cuentas entre las distintas camarillas de la nomenklatura, como hizo cuando Breznev destronó al reformista Kruschev.

El fraternal beso comunista entre Leonid Brezhnev y el presidente de Alemania Oriental President Erich Honecker.

En esta ocasión, sin embargo, estaban el ambicioso Yeltsin y un reducido grupo de ciudadanos decididos a plantar cara y hacerse oír.

Dirigidos por el general retirado Konstantin Kobets, nombrado in situ ministro de Defensa de Rusia, se organizaron en escuadras de cien militantes.

Cada grupo tenía su nombre, su jefe y su misión. Hubieran sido barridos en segundos por los comandos Alpha o los paracaidistas, pero los militares se negaron a atacar y al amanecer del 22 de agosto, cuando depositaban las primeras flores sobre los manchones de sangre dejados por Vladimir, Ilya y Dimitri, los «Defensores del Parlamento» ya habían vencido.

 

No eran todavía plenamente conscientes, pero la más poderosa ideología del siglo xx, el sistema del estalinismo, la Guerra Fría y el «Gulag», se había desmoronado bajo el efecto combinado de una dosis de valor juvenil, el desastre económico, la rebelión de las repúblicas bálticas y la inaudita torpeza de un puñado de aparatchiks viejos, amargados y estúpidos.

La caída de la URSS y el fin de la Guerra FríaPD

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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