MOSCÚ SIN BRÚJULA

Estonios de ida y vuelta (XXXIII)

Estonios de ida y vuelta (XXXIII)
Rusos de Estonia protestan contra las reformas educativos, que intentan asimilarlos, en la república báltica. IGOR MIHALEV

Con las heroicas imágenes del Parlamento ruso todavía palpitando frescas en la retina, esperábamos hallar en Tallín, la capital de Estonia, un hervidero de pasiones nacionalistas y nos dimos de bruces, en aquel otoño de 1991, con una ciudad apacible, con rótulos escritos en alfabeto latino en lugar de cirílico, donde los nombres parecían finlandeses, abundaban las iglesias protestantes y, a diferencia de Moscú, ni siquiera se habían tomado la molestia de bloquear el cuartel del siniestro KGB para evitar que los ‘malos’ huyeran con los archivos.

Frente a la sede del Partido Comunista montaban guardia cuatro fornidos hombretones, con pinta de marineros y unos brazaletes amarillos sobre los que aparecían un águila, tres leones y las letras KL. Eran los nuevos policías estonios.

Las puertas del edificio estaban selladas desde el martes, 20 de agosto, cuando las autoridades acusaron a los comunistas locales, casi todos emigrantes rusos, de respaldar la intentona golpista.

En la imputación había cierta base, pero también una buena dosis de xenofobia.

Tallin, la capital de Estonia.

El 3 de marzo de 1991, imitando a sus combativos vecinos lituanos, los nacionalistas estonios convocaron un referéndum.

El 78 % de los habitantes de la república votó en favor de la segregación de la URSS y el 22 % en contra.

La inmensa mayoría de los que se opusieron eran personas de origen ruso, descendientes de las familias que desde tiempos de Stalin se fueron instalando en el nordeste de la república.

Acostumbraban a trabajar en las grandes fábricas levantadas en la zona con dinero de Moscú y, como les pasaba a los ruso-parlantes de Moldavia, a los chechenos de Georgia y a tantos otros pueblos del ex Imperio Soviético, veían con zozobra y extrema desconfianza la independencia de un territorio en el que eran minoría.

Manifestaciones por la independencia de Estonia.

Antes también lo eran, pero percibían la situación de forma radicalmente distinta: el ruso era lengua oficial, la república en cuestión era un mero apéndice de la URSS y ellos formaban parte del grupo nacional que dominaba abrumadoramente las instituciones y la vida social del conjunto.

Bastantes rusoparlantes mantenían su afiliación al PCUS, no por lealtad ideológica, sino como reacción defensiva, y durante la intentona golpista, cuando Kriuchkov y Yanaev daban la impresión de ir ganando, los más decididos protagonizaron incidentes violentos.

Cuando llegamos a Tallin todo estaba en calma, pero no se podía descartar un estallido de furia y esa misma tarde, en cuanto Igor Mihalev y yo logramos acceder al despacho de Edgar Savisaar, el primer ministro estonio, fue lo primero que preguntamos.

Tanques rusos y manifestantes independentistas en Estonia, en 1991.

Expusimos el ejemplo de la ensangrentada Croacia, donde los serbios sólo representaban el 20 % de la población y se habían alzado en armas.

En Estonia los rusos sumaban casi el 40 % y el peligro de una explosión a la yugoslava o a bestiales masacres étnicas como las que desgarraban ya Armenia y Azerbaiján era evidente.

«La realidad y la historia son muy distintas. Hasta 1940, Estonia tenía una sociedad homogénea. La llegada masiva de rusos ha tenido lugar de forma artificial, promovida desde el poder soviético, en los últimos 50 años. El que desee convertirse en ciudadano, será ciudadano estonio. El que desee marchar, se puede marchar y el que desee quedarse con otra nacionalidad también podrá hacerlo.»

Savisaar tenía aspecto de fraile tragón, gafas de aumento y rondaba entonces los 45 años.

Edgar Savisaar.

Su trayectoria personal se parecía como un calco a la de buena parte de los hombres que ocupaban cargos relevantes en las tres repúblicas bálticas.

El gordo primer ministro había sido historiador, monitor de campamentos de verano para niños y miembro del Partido Comunista. En 1988, después de consultar con su mujer, decidió que había llegado la hora de romper con el PCUS y con un puñado de arriesgados creó el Frente Popular de Estonia.

«Ni Estonia, ni Letonia, ni Lituania somos países nuevos. Occidente nunca reconoció la anexión de nuestras naciones a la URSS y ahora todo se limita legal-mente a restablecer los lazos que fueron bárbaramente cortados y enviar embajadores».

Eso afirmaba Savisaar de corrido, sin tomar aliento, como si leyese las respuestas en un formulario.

No parecía preocuparle que Gorbachov siguiera siendo el presidente soviético y estuviera resistiéndose, como gato panza arriba, a aceptar la independencia de las repúblicas bálticas.

«El presidente ruso, Boris Yeltsin, ya se ha manifestado a favor y la URSS no puede ignorar la posición de Rusia. Con su actuación durante la intentona golpista de la pasada semana, Yeltsin se ha convertido en el centro del poder y Gorbachov no puede ignorarlo. Ya no tiene ni fuerza ni autoridad para hacerlo.»

Bustos de Lenin y Stalin.

Lentamente iban desapareciendo, pero hasta hacía muy poco era imposible encontrar en la URSS una plaza, una escuela, una fábrica, una aldea o un despacho, en el que no hubiera un retrato, un busto o una talla de cuerpo entero de Lenin.

Algunas de las obras tenían cierta calidad artística, pero la inmensa mayoría eran tan feas que, sin ayuda de la placa identificadora, resultaba imposible reconocer al homenajeado.

La principal estatua de Lenin en Tallin se alzó durante cuatro décadas en el modesto parque que hay frente a la antigua sede del Partido Comunista local.

Todo lo que restaba del monumento era un montoncito de escombros y dos diminutas rosas.

El cementerio de estatuas de Lenin, en Tallin.

A diferencia de lo que ocurría esos días en Moscú, no se veían apenas banderas o carteles. En 1988, cuando rebrotó el adormecido movimiento nacionalista, las manifestaciones eran frecuentes, pero a finales de agosto de 1991 Tallin parecía una balsa de aceite.

«Los moscovitas están viviendo ahora momentos similares a los que nosotros, los estonios, atravesamos hace muchos meses», explicaba en plan doctoral Toomas Liiv, el corresponsal político del periódico Ptievaleht, el diario más importante de la república.

«La intentona golpista fue un sobresalto, pero todo lo demás, incluido el reconocimiento internacional, aparece a los ojos de la gente como algo normal, espera-do. Por eso no hay mítines, ni pancartas, ni gritos.»

Los únicos signos de tensión eran las barricadas montadas en torno al Parlamento, donde al igual que en el resto de las repúblicas ex soviéticas tenían antaño su sede las autoridades comunistas locales.

La Plaza de la Libertad de Tallin, en Estonia.

El bello edificio, ocupado por los ministerios y el Gobierno de Estonia, está en lo alto de Tallin, en la parte noble de la ciudad vieja.

Desde enero de 1991, cuando Mijail Gorbachov se plegó descaradamente a las exigencias de los «comunistas duros» que seis meses después conspiraron contra él, todos los accesos a la ciudadela gótica: los pasadizos bajo la muralla, las callejuelas de adoquines y las calzadas asfaltadas, permanecían bloqueados con ciclópeos bloques de piedra.

Estos parapetos no hubieran sido suficientes para detener los tanques. Si en enero, Gorbachov hubiera despachado hacia Tallin a los comandos Alpha, como hizo en la televisión de Vilna, o dado vía libre a los musculosos soldados de OMON, la resistencia del Parlamento habría sido liquidada en un santiamén.

Los líderes nacionalistas estonios, como los lituanos o los letones eran plenamente conscientes de su vulnerabilidad, pero erigieron aparatosas barreras para dejar patente ante Moscú y el mundo, que estaban dispuestos a luchar e incluso morir por recuperar la independencia.

 

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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