MOSCÚ SIN BRÚJULA

Letonia: el primer embajador (XXXIV)

Letonia: el primer embajador (XXXIV)
Manifestación por la independencia en Letonia. IM

El pequeño embajador ladeó ligeramente la cabeza y pausadamente, con una voz demasiado grave para su menudo cuerpo, dijo:

«Le traigo a usted y al pueblo de Letonia los mejores saludos de la reina Margarita II de Dinamarca.»

El presidente letón, Anatolias Gorbunovs, alargó el brazo para recoger el documento que le mostraba el danés Otto Borch.

Después, henchido de satisfacción, enseñando más dientes que una pescadilla, musitó dos veces: «Gracias, gracias.»

Ni siquiera había transcurrido una semana desde el ingreso en prisión del comunista Kriuchkov y su banda de viejos golpistas. Gorbachov perseveraba ciegamente en el error aquel caliente y turbulento agosto de 1991.

Anatolias Gorbunovs.

Con Vadim Bakatin como nuevo jefe del KGB, el aturullado Gorbachov seguía hablando de la URSS y enalteciendo el espectro de Lenin, pero el Imperio Soviético se desmoronaba y a una velocidad que nadie hubiera podido prever.

Para ser exactos, casi nadie. En 1976, el disidente Andrei Amalrik publicó un premonitorio y brillante ensayo bajo el título «¿Sobrevivirá la Unión Soviética en 1984?»

La pregunta, que suscitó en Occidente un cortés y divertido asombro y en su país el olvido reservado a los «traidores» despojados hasta del derecho a la existencia, recibió respuesta formal en Letonia, el 27 de agosto de 1991.

Al mediodía, poco antes de que los ministros de Exteriores de la Comunidad Europea empezaran a debatir a brazo partido en Bruselas la conveniencia de reconocer la independencia de las tres repúblicas bálticas, el embajador de Dinamarca presentó credenciales en Riga.

Dinamarca y Letonia.

La ceremonia tuvo como escenario el Saeima, el palacio de aire neoclásico construido en 1863 donde desde 1940 celebraban sus soporíferas sesiones los comunistas del Soviet Supremo de Letonia y que por aquel entonces se convirtió en sede del flamante Parlamento letón.

En enero, cuando las autoridades de Moscú despacharon tropas hacia la región, con la esperanza de aplacar a tiros y culatazos las ansias independentistas de los habitantes de las tres repúblicas bálticas, los letones montaron en torno al Saeima un impresionante muro de bloques de hormigón, en el que pintaron con grandes letras la frase: «RED ARMY GO HOME.»

Con los aires que corrían en el Kremlin tras el fracaso del golpe neocomunista, resultaba impensable un asalto, pero el muro seguía allí, con sus estrechos pasadizos en forma de «L» y su portón metálico vigilado por unos soldados en uniforme de camuflaje, que recordaban extrañamente a los muchachos de la Guardia Nacional croata.

Lo razonable era esperar que ante la llegada del embajador danés —medio siglo después de que Ribbentrop, en nombre de Hitler, y Molotov, en nombre de Stalin, firmaran un pacto inicuo que selló la anexión de las repúblicas bálticas a la URSS—, los ciudadanos de Riga estuvieran exultantes, pero la presencia del primer diplomático occidental no generó la mínima conmoción.

La firma del Pacto Ribbentrop-Mólotov.

A las 07.30 de la mañana, cuando bajamos del tren, la gente formaba algunas colas, pero no frente a las panaderías como en Moscú, sino ante los kioskos para comprar periódicos.

Los ciudadanos iban ordenadamente al trabajo y ni siquiera en las callejuelas de la Ciudad Vieja, donde estaba enclavado el Parlamento, había animación.

No se veía más vigilancia policial de la habitual, como si fuera un día normal y no una jornada memorable para Letonia, Europa y la ONU, que muy pronto iba a tener que ampliar la lista de socios.

El embajador Otto Borch llegó al Saeima poco antes del mediodía, en un ZIL blindado, una de esas descomunales limusinas negras que utilizaban los altos jerarcas del Partido Comunista.

A las doce, puntual como un reloj, penetraba en la Sala Blanca donde le esperaban el presidente Gorbunovs y medio centenar de periodistas, la mitad de ellos daneses.

Riga la capital de Letonia.

Bajo el dorado artesonado, durante un cuarto de hora, el emisario danés se dedicó a pronunciar frases para la Historia, salpicadas con los ampulosos cumplidos inherentes al lenguaje diplomático, mientras el presidente letón escuchaba atentamente, con las cejas alzadas como si en cualquier instante fuera a interrumpirle con una objeción.

«Letonia entra ahora en Europa», dijo Borch.

«Una Europa muy distinta de la que dejó a la fuerza en 1940. Entra en una Europa en plena expansión política y económica. Entra en una Europa democrática.»

Después comenzó la rueda de prensa, en la que el embajador anunció rumboso la próxima repetición del «acontecimiento» en Vilna y Tallin, capitales respectivas de Lituania y Estonia.

«Dinamarca ha sido la primera en reestablecer relaciones diplomáticas porque estamos cerca, formamos parte de los países bálticos, tenemos lazos comunes profundos y deseamos que el mar Báltico deje de ser un mar de división y se convierta en un mar unificador.»

Se le olvidó añadir algo tan evidente como las buenas perspectivas de inversión o la seguridad de conseguir nuevos mercados para los productos daneses.

Gorbachov intentando convencer a los civiles que lo mejor para todos es seguir unidos dentro de la URSS.

Cuando le preguntamos si no resultaba contradictorio mantener simultáneamente relaciones diplomáticas con la URSS y tres «entidades» que el Kremlin seguía considerando oficialmente parte de su territorio, el diplomático, que fumaba en pipa y se parecía al emperador Hiro-Hito, se encogió de hombros.

«Por lo que yo sé, ni siquiera ha habido una protesta formal de las autoridades soviéticas», repuso sin pestañear, añadiendo que las autoridades de Copenhague habían previsto enviar también a su ministro de Medio Ambiente.

«A todos nos preocupa que el Báltico sea un mar limpio.»

Soldados del Ejército de Letonia.

Más adelante, hizo hincapié en el carácter democrático de los nuevos regímenes bálticos y alguien arguyó capciosamente que no parecía «un buen comienzo democrático» prohibir el Partido Comunista y clausurar los periódicos de ideología comunista.

«Vivimos tiempos turbulentos», masculló el embajador, ajustándose las gafas y sacando el pañuelo del bolsillo para ganar tiempo.

Se limpió los labios, miró la tela blanca con atención, como si esperase encontrar sangre en ella y añadió:

«Ciertos arreglos para un periodo corto pueden ser… necesarios.»

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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