MOSCÚ SIN BRÚJULA

Un milagro llamado bistec (XXXVII)

Un milagro llamado bistec (XXXVII)
Un filete T-bone de carne de vacuno. PD

El día del invierno de 1991 que visitamos la Escuela Técnica Profesional número 41, donde 600 rusos se preparaban para ser ‘restauradores’, la lección en la clase de cocina era algo que la inmensa mayoría de los habitantes del ex Imperio Soviético sólo habían visto en el cine el ‘Steak Strogonof’.

La profesora, una matrona gorda con mofletes relucientes y gafas de presbicia, permanecía en pie, explicando a los alumnos de último año cómo preparar el bistec de vaca.

La mujer sostenía entre los dedos índice y pulgar de la mano izquierda lo que parecía un perfecto corte de carne e iba desgranando lentamente los detalles y secretos de una buena cocción.

En apariencia todo era perfecto, con una pequeña salvedad: el filete era falso.

Escasez en los mercados soviéticos de la URSS.

En la ETP 41, ante el riesgo de que alumnos o profesores hicieran desaparecer los alimentos, hacía mucho que todo lo devorable, desde los bistecs a los guisantes, pasando por el esturión, los aros de cebolla o el pollo, es de plástico, cera, madera o escayola.

En España es célebre esa frase de que los experimentos ‘se efectúan con gaseosa y no con champán’, pero a nadie se le hubiera ocurrido a finales del Siglo XX enseñar a hacer la tortilla española sin patatas o una paella valenciana con arroz de goma.

En el hambriento Moscú de finales de 1991, a nadie le extrañaban esas cosas.

Colas ante en enero de 1990 ante el primer McDonald’s que se abrió en Mioscú.

Los jerarcas del régimen comunista siempre comieron de forma pasable, porque accedían a tiendas exclusivas, pero durante más de siete décadas, a los acerados ojos de esos aparatchiks, los alimentos destinados a la ciudadanía soviética fueron más un carburante con el que mantener en marcha a las masas trabajadoras, que algo susceptible de ser saboreado y disfrutado.

Hasta hacía muy poco, los programas de centros como el ETF 41 no incluían platos apetitosos o recetas de cocina internacional.

Ni siquiera muchas de las antiguas delicias culinarias rusas, ucranianas o caucásicas.

Cuando Igor Mihalev, a bordo del coche del tártaro Rafik, y yo fuimos a hacerles un reportaje, incluían en sus clases un variado menú, pero los profesores se enfrentaban a la casi insuperable dificultad de tener que enseñar a cocinar platos que nunca habían paladeado y, lo que es más grave, con ingredientes inexistentes.

El arte comunista de hacer cola en la URSS.

En la ETP 41, el día de nuestra visita, observamos máquinas de pelar patatas, freidoras, cuchillos, ensaladeras, cacerolas y delantales blancos, pero con la excepción de las inmaculadas piezas de tela, no se usaba nada.

La oronda profesora de la clase de ‘Steak Strogonof’ comentó con gesto apesadumbrado que en raras ocasiones les hacían llegar productos desde una factoría alimentaria cercana, pero los precios se habían disparado de tal manera que el canijo presupuesto de la escuela no permitía ya esos lujos.

“Debido a las adversas circunstanc1as, lo que hacemos es enseñar a los alumnos a cocinar, dando por supuesto que algún día podrán entrar en un mercado y comprar la carne, el Jerez, las especias o los espárragos y las alcaparras que figuran en las recetas que aprenden»

Una chica soviética buscándose la vida entre los turistas y esquivando a la policía cerca d el Plaza Roja de Moscú.

Y añadía la contrita la profesora:

“No es lo mejor, pero no nos queda otro remedio”

Una de las funestas consecuencias de este peculiar sistema de enseñanza era que los nuevos restaurantes que empezaban a abrir en Moscú huían de los chefs soviét1cos como de la peste negra

“A efectos prácticos da igual salir a la acera y con tratar al primero que pase, que ir a buscar personal en esas escuelas», solía decir socarrón Bernard, el francés que ejercía como chef supremo en TrenMos, el local de moda en el invierno de 1991.

«La única ventaja que tienen es que están profesionalmente acostumbrados al arte de la sustitución. Cuando no hay patatas, echan mano de los nabos, y si falta pollo ponen conejo, gato o cualquier otra cosa. El hambre aguza el ingenio.»

Los ‘fachas’ españoles solían decir que la URSS era el paraíso de los trabajadores, porque en la práctica nadie daba golpe y mucho había de verdad en el chascarrillo.

«El que no trabaja, no come», socorrido aforismo de Lenin al parecer plagiado del apóstol San Pablo, fue interpretado por los ciudadanos comunistas también en sentido inverso y como realmente no tenían gran cosa que llevarse a la boca, tampoco se preocupaban de laborar. Ni poco ni mucho.

Niños soviéticos en una zona minera de la URSS.

El ex Imperio Soviético gozaba del dudoso honor de poseer no sólo los peores restaurantes del mundo, sino también el servicio más lento, triste y deficiente del planeta.

Por un lado, estaba la natural desidia de los empleados, a los que les importaba un bledo lo que uno consumiera y a los que parecía fastidiar más que un orzuelo que entrasen clientes en el establecimiento.

Por si eso fuera poco, para empeorar las cosas, los comedores se solían regir por el sistema más lunático, burocrático y estúpido que puede imaginar una mente humana.

Había contadas excepciones, pero al entrar el primer obstáculo era casi siempre un individuo parsimonioso, sucio y malcarado que se encargaba de asignar mesa y de hacer esperar a la gente hasta que se hinchaban los pies, aunque hubiera centenares de plazas vacías.

Cuando por fin tomaban nota de la comanda, el camarero de turno se dirigía a la cocina.

Trabajadoras de un hospital de Moscú, a la hora del almuerzo en 1991.

Allí trasmitía el encargo a una mujer-hipopótamo que se movía en cámara lenta y tardaba en preparar los platos una eternidad.

Cuando todo estaba listo, el camarero recogía la comida y, en lugar de partir raudo hacia la mesa, se encaminaba a una cajera que, en vez de caja registradora, calculadora u ordenador, montaba guardia a medio pasillo armada con un primitivo ábaco.

Allí, a veces, se llegaba al despropósito de pesar las raciones y siempre hacían que el camarero pagase por adelantado los alimentos o rellenase complejos formularios.

Cuando la amarillenta sopa de col aterrizaba en la mesa estaba más helada que el río Moskova en invierno.

 

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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