En una esquina de la abigarrada Calle Arbat, entre los vendedores de antigüedades, los cambistas de dólares y los pintores, acostumbraba apostarse uno de esos predicadores alucinados que desde tiempos inmemoriales recorren Rusia anunciando con voz de ultratumba y ojos espantados la llegada del Apocalipsis.
El santón, un tipo enjuto, desgarbado, con larga barba y aspecto rasputiniano, llevaba años asegurando a gritos que la mancha roja que Mijail Gorbachov luce en la frente era «la señal definitiva».
Ante la indiferencia de moscovitas y turistas, el presunto profeta juraba enfebrecido que la Biblia predice la aparición de un hombre «marcado», quien reinará siete años, será derrocado, y cuya caída abrirá las compuertas de una riada de desastres y terribles destrucciones.
El 25 de diciembre de 1991, a punto de cumplir siete años desde su entronización como secretario general del todopoderoso Partido Comunista de la URSS y dueño y señor del Kremlin, el presidente Gorbachov, el hombre «marcado», presentó su dimisión.
Ese día, además del barbudo santón de la Calle Arbat, había bastantes en Moscú firmemente convencidos de que la segunda parte de la profecía, la que habla de espantosos sufrimientos, llamas pavorosas y ríos de sangre, no tardaría mucho en hacerse también realidad.
Uno de los detalles más chocantes, para nosotros que habíamos observado la fascinación de Occidente por el personaje, fue la absoluta falta de consideración de la gente.
Cuando un avejentado Gorbachov apareció por fin en televisión para comunicar a la atribulada ciudadanía su rendición ante Yeltsin, nadie o casi nadie parecía sentir la más mínima piedad por este hombre que tuvo todo el poder en sus manos y desde hacía diecisiete días deambulaba como un fantasma por los pasillos del Kremlin, aferrándose al poder e intentando impedir lo inevitable.
La larga agonía del presidente Gorbachov comenzó el domingo, 8 de diciembre, cuando repiqueteó el teléfono del Kremlin y al otro lado de la línea apareció Stanislav Shushkevich para anunciarle que Bielorrusia, Ucrania y Rusia acababan de fundar la CEI, la Comunidad de Estados Independientes.
El jueves 5 de diciembre de 1991, Gorbachov había tenido el presentimiento de que Yeltsin tramaba algo. Cinco días antes se había celebrado un referéndum en Ucrania, donde el 90 % había votado en favor de la independencia, y el presidente soviético volvió a pedir al presidente ruso que estampase su firma al pie del Tratado de la Unión.
Estaba convencido de que, si Rusia se sumaba a su proyecto, Ucrania y el resto de las repúblicas no tendrían más remedio que hacerlo.
Yeltsin le dio largas. Dejó caer de pasada, aparentando no darle importancia, que el 7 de diciembre planeaba viajar a Minsk, para entrevistarse con el presidente bielorruso, Stanislav Shushkevich.
Añadió que pensaba sugerir que se invitase también a Leonid Kravchuk, el obstinado y vanidoso presidente ucraniano. Gorbachov comentó que era una oportunidad excelente e instó a Yeltsin a aprovechar la reunión para convencer a Kravchuk de que Ucrania debía seguir en la Unión.
El presidente ruso le miró con marcado patetismo, como si estuviera en presencia de un enfermo incurable. Después esbozó una enigmática sonrisa, que no encontró paralelo en sus fríos ojos y se limitó a apuntar en tono de forzada broma que, si no podían convencer a Ucrania, tendrían que pensar en «otra cosa».
Esa «cosa» era el entierro político de Gorbachov, quien a juicio de Yeltsin llevaba cuatro meses cavando concienzudamente su propia tumba.
El presidente soviético había dado el primer golpe de pico el 22 de agosto, recién llegado de su arresto domiciliario en Crimea, cuando afirmó:
«Voy a luchar hasta el fin por el renacimiento del Partido Comunista.»
El «piloto de la perestroika» había perdido la brújula y el sentido de la realidad. El hábil timonel de la apertura, el experto marxista-leninista, no se daba cuenta de que el comunismo estaba agonizando en la patria de Lenin.
Era incapaz de percibir que el grotesco fracaso de los contrarrevolucionarios iba a provocar una súbita y dramática aceleración del proceso de cambios.
Dos días después dimitió como secretario general del PCUS, pero, como en muchas otras ocasiones, su gesto llegó demasiado tarde.
Llevaba más de un año sin dar una respuesta, que no fuera la represión, a las aspiraciones independentistas de las repúblicas bálticas y sin adoptar decisiones para enderezar la economía.
Ni siquiera había intentado sanear el PCUS, apostando abiertamente por los reformistas. En política los errores se pagan caros, pero no hay nada irremediable.
Superado el sofocón del golpe, Gorbachov intentó corregir el rumbo. Lentamente fue tejiendo una red, utilizando a las repúblicas periféricas para presionar a la Rusia de Yeltsin y maniobrando para restaurar el poder del Kremlin.
Yeltsin decidió pararle los pies.
Como consecuencia de la negativa de las repúblicas, encabezadas por Rusia, a financiar el centro, las arcas de la Unión estaban vacías.
El 30 de noviembre, Yeltsin declaró que Rusia garantizaría los salarios de todos los funcionarios y el 5 de diciembre, el día de la misteriosa sonrisa, firmó un decreto prometiendo pagar a los oficiales del Ejército Rojo y anunciando una espectacular subida de sueldos. Se había garantizado el apoyo de los funcionarios y el respaldo de los militares.
La ofensiva final se vio enormemente facilitada por la inoportunidad de Gorbachov.
Poco antes del referéndum de Ucrania y a pesar de que los sondeos pronosticaban un «sí» masivo, hizo un llamamiento al electorado ucraniano para que demostrase «sentido común» y votase «no».
Una vez efectuado el recuento, todavía argumentó tozudamente que el 90 % favorable a la independencia no significaba un mandato para la secesión.
Cuando el domingo, 8 de diciembre, descolgó el teléfono y escuchó las primeras palabras del bielorruso Shushkevich, el aturdido Gorbachov apenas podía dar crédito a sus oídos. Fue como si le hubieran propinado un tremebundo mazazo en la nuca.
De repente, todas las piezas del rompecabezas que bailaba en su cerebro desde tres días antes, todas, desde la enigmática mueca a la frase «otra cosa», pasando por el viaje a Minsk y la invitación a Kravchuk, encajaban perfectamente.
El sagaz y maquiavélico Boris Yeltsin se había burlado de él.
El sábado, 7 de diciembre, apenas tomar tierra en Minsk, donde el termómetro marcaba 20 grados bajo cero, el presidente ruso, acompañado por el ucrania-no y el bielorruso, había salido hacia una remota «dacha» en medio del bosque de Byelovezhsky.
El lugar, utilizado en su época por Leónidas Breznev para aquellas amañadas cacerías en las que le iban soltando venados y osos drogados para que los fulminase con su rifle, era el escenario ideal para la conspiración: no había posibilidad alguna de que los espías de Gorbachov, los restos del desarbolado KGB soviético, se enterasen de algo.
A puerta cerrada, desde el anochecer del sábado hasta el amanecer del domingo, Yeltsin desveló detalladamente a Kravchuk y Shushkevich su plan.
Había que sustituir la URSS por una nueva entidad de estados soberanos, la CEI, en la que el centro y Gorbachov no tendrían papel alguno. Una vez alcanzado el acuerdo, antes de que los otros pudieran articular palabra, Yeltsin propuso informar antes de nada a George Bush.
El presidente ruso habló personalmente con el norteamericano. Después se puso en contacto con el presidente de Kazajastán, el ambicioso Nursultan Nazarbayev, que en esos instantes acababa de aterrizar en Moscú y se quedó perplejo e irritado.
Todavía se tomó tiempo para hablar con el mariscal Shaposhnikov, el general de la Fuerza Aérea a quien Gorbachov había nombrado ministro de Defensa soviético en agosto en pago a su oposición a los golpistas.
Shaposhnikov debía intuir lo que se maquinaba, porque dio a entender muy pronto que podían contar con su apoyo.
Una vez completada la ronda había que decidir quién daba el «pésame» al ignorante Gorbachov y Yeltsin, deseoso de apurar la venganza hasta el final, insistió en que debía ser Shushkevich, el menos relevante de los tres conspiradores.
Hijo de un poeta, doctor en matemáticas y sin los espolones habituales de los ex aparatchiks, Shushkevich no era capaz de disimular el temblor de su mano cuando asió el auricular.
Esperó en línea y en cuanto identificó a Gorbachov le comunicó con voz trémula la noticia. Después aguantó, sudando como un pollo, la larga diatriba del presidente soviético.
Cuando colgó, paseó los ojos por cada rincón de la habitación y en susurros, como si fuera, un locutor transmitiendo un partido de tenis, comentó: «Mijail Serguevitch está muy enfadado.»