Hans Magnus Enzensberger, en su ensayo Otoño Sueco (1982), se sorprendía de la aparente falta de egoísmo en la política, de la generosidad de todo el mundo, de la inquietante y silenciosa paz de la sociedad progresista perfecta
“¿Tal concordia, tanta solidaridad y olvido de sí mismos en el seno mismo del capitalismo? Caminaba a lo largo de las enormes ciudadelas de piedra y ladrillo de Östermalm con sus torres color verdín, esos monumentos de la burguesía sueca convertidos en piedra y, ¿debo decirlo?, una duda me heló. Me pregunté cuál era el precio de esta paz, el costo político de esta reeducación y me puse a olfatear por todas partes para descubrir a lo que se había renunciado. Y percibí el olor a moho de una omnipresente, dulce y despiadada pedagogía.”
Parece que el progresismo ha dado una vuelta de tuerca adicional a la historia. Hoy el olor a moho es el de una omnipresente, dulce y despiadada religión. Lo afirma Javier Benegas, editor de Disidentia.com, en su sección de Opinión en ‘El Quilombo’ de Periodista Digital.