MOSCÚ SIN BRÚJULA

El Suspiro del Yeti y la Sociedad de la Escasez (XLXII)

Los moscovitas ni siquiera se miran a los ojos cuando coinciden en el ascensor.

El Suspiro del Yeti y la Sociedad de la Escasez (XLXII)
Limpiadoras de nieve, en la laza Roja de Moscú, en el invierno de 1960. PD

La gente no se saluda en la escalera.

Los moscovitas ni siquiera se miran a los ojos cuando coinciden en el ascensor.

En eso son igual que los habitantes de Nueva York, donde se te ocurre decir buenos días a la rubia que entra en el ascensor y puede desde gritar socorro a demandarte por intento de violación.

También va camino de suceder algo similar en España y casi toda esta Europa, obsesionada por lo políticamente correcto, pero eso es harina de otro costal.

Otra de las cosas que llama la atención es que todo el mundo está al tanto de la temperatura del día, algo que también tienen en común con los obsesivos neoyorkinos.

En Moscú, en invierno, hace un frío de espanto.

Hay un fenómeno sonoro típico de la ciudad que los bromistas extranjeros denominan «Suspiro del Yeti».

Ese «suspiro» no es otra cosa que el casi inaudible crujido que produce el aliento al helarse en el aire y caer al suelo en forma de invisibles cristalitos.

Un moscovita en pleno invierno ruso.

Para no fallecer por congelación, los policías de tráfico usan unas botas llamadas ‘valenki’, que les llegan por encima de las rodillas. Son tan gruesas y pesadas, que desde lejos da la impresión de que el agente está incrustado en un bloque de cemento.

Como medida de precaución adicional, como el resto de los ciudadanos, se enfundan por fuera galochas, que son unos instrumentos de goma similares a las madreñas de madera que usan las campesinas gallegas, bercianas y asturianas.

Era inaudito, pero en 1991, a pesar de las bajas temperaturas, muchos moscovitas carecían de ropa de abrigo adecuada.

Una razón es que no existía apenas. Otra era que había que luchar a muerte en las tiendas para conseguir algo decente.

Las botas ‘valenki’ de los policías y militares rusos.

Entre las cosas que llamaron entonces la atención estaban su obsesión con el calzado y que se despojasen de los zapatos en cuanto llegaban a una casa, cosa que siguen haciendo religiosamente.

María Aurelia, lectora de español en la Universidad Lomonosov, suele contar que un frío día de invierno vio de repente a una de sus colegas rusas salir alteradísima de un aula.

Preguntó qué pasaba y la otra, con un llanto incontenible, se limitó a farfullar: «¡Terrible! ¡Terrible! ¡Ha ocurrido una tragedia en mi familia!»

Al cabo de unas horas, la rusa retornó compungida al aula y la española se acerca cavilando las palabras más apropiadas para expresarle su más sentido pésame.

«¡Qué horror! ¡Ayyyy qué horror!»

«Pero, bueno, ¿qué ha ocurrido?»

«¡Ayyyy! A mi nieto le han robado las botas cuando venía del colegio y como gasta ya un treinta y siete, no sé cómo vamos a hacer para calzarlo. Este invierno no va a poder salir de casa, ni seguir asistiendo a clase.»

Al final, la profesora encontró a otra que le traspasó las viejas botas de su pobre marido muerto y calzaron al muchacho, pero no siempre se resolvían tan felizmente esos problemas.

Soldados rusos pasando frío.

Una tragedia común era la de la confiada señora que dejaba el cochecito del niño aparcado frente a la panadera, metía la cabeza en la tienda y, cuando la sacaba, descubría con horror que a su bebé le habían robado los patucos.

El ex Imperio Soviético era la sociedad del despropósito y la escasez. A todos los niveles.

Resultaba punzante, por ejemplo, que el planificado Estado de los Trabajadores hubiera sido incapaz de garantizar a su numerosa población obrera femenina la satisfacción de derechos «profilácticos» elementales.

Como no había suficiente algodón, no había tampones de fabricación nacional y rara vez se encontraban compresas, con lo que, unos cuantos días al mes, cien millones de mujeres se las veían y se las deseaban para abordar un elemental problema higiénico que en Occidente hacía ya más de tres décadas que había sido resuelto.

Si el desastre se hubiera limitado a la incomodidad que suponía la inexistencia de tampones y la escasez de compresas, cabría la posibilidad de ser comprensivos, pero tampoco había píldoras anticonceptivas y los condones de cierta calidad brillaban por su ausencia.

Un poster muy irreal sobre el viaje y el ligue en un tren de la URSS.

El sistema de control de natalidad habitual había sido durante mucho tiempo y siguió siendo durante años el aborto puro y duro.

Las pastillas, si se tenía los contactos adecuados, se podían conseguir «Made in Hungary», pero en general eran tan difíciles de encontrar como los filetes de ternera.

Otra opción, cuando ya se había dado a luz alguna vez, era solicitar la implantación de un DIU, e inscribirse pacientemente en la lista de espera.

Preservativos masculinos había entonces de dos variedades. La «militar», que, según Serguei, un oceanógrafo que me hizo de chófer-traductor unos días y ahora trabaja para IBM si no se ha jubilado ya, era tan espesa y rígida que parecía fabricada con restos de gabardina impermeable.

La variedad «civil» era más suave, pero según Dima, un estudiante de periodismo enamorado de España, se solía desgarrar a los primeros embates y de vez en cuando tenía agujeros.

 

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA
Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

Lo más leído