MOSCÚ SIN BRÚJULA

Samarcanda, ciudad del profeta Mahoma (XLXVXII)

Samarcanda, ciudad del profeta Mahoma (XLXVXII)
Nursultán Nazarbayev. PD

Alá akbar! …¡ Alá akbar!…»

La melopea del muecín inundaba el cielo azul de Samarcanda, amplificada por los potentes altavoces.

Tras setenta años de silencio, los 70 millones de musulmanes de la antigua URSS habían recuperado su voz.

En Samarcanda, Bujara, Taskent o Alma Atá, se cambiaron hasta los nombres.

La gente ya no se llamaba Eugueni, Boris o Natasha, sino Mohamed, Hassan o Fátima.

El héroe ya no era Lenin, sino el terrible Tamerlán, cuyo mausoleo es lo poco que resta del antiguo esplendor de Samarcanda, o el poeta Alicher Navoi, «padre de la nación uzbeka», cuyo retrato figuraba hasta en las recepciones de los hoteles.

Los lugares de culto se multiplicaban. En apenas dos años, Asia Central se cubrió de mezquitas: cuatro en Samarcanda, doce en Taskent, nueve en Dusambé, capital de Tayikistán, cinco en Biskek, capital de Kirguizia… y siempre con la ayuda interesada de Irán, Libia, Pakistán y, sobre todo, Arabia Saudita.

La descomposición d ela URSS y la repúblicas musulmanas de Asia Central.

En su novela ‘Samarcanda’, el periodista libanés Amin Maalouf escribió que los habitantes de la antaño hermosa ciudad caravanera «nunca siguen el camino recto si no está trazado por la espada», pero el sinuoso rey de Arabia Saudita debió pensar que existían métodos más eficaces para subyugar a uzbekos, tajiks, kazakos, kirguises y turkomanos.

En 1991, el Instituto de los Imanes de La Meca envió 732 predicadores, con la misión de «reislamizar» las repúblicas musulmanas de la antigua Unión Soviética.

Los 10 millones de dólares que costó la operación fueron pagados personalmente por el monarca wahabita.

En 1981, únicamente tres uzbekos pudieron peregrinar a La Meca. En 1991, lo hicieron 700, acompañados por más de 4.000 ciudadanos de Kazajistán, Tayikistán, Turkmenistán y Kirguizia. Todo a cuenta del «Servidor de los Lugares Santos».

Su alteza petrolera no fue el único que maniobró en la zona. En junio de 1990, el historiador Goga Hidayatov visitó Bagdad y tuvo el honor de ser recibido por Sadam Husein. A su vuelta a Taskent, el melancólico Hidayatov contó que durante la cena oficial el líder iraquí había preguntado por la mítica industria de la seda de Uzbekistán.

Samarcanda, la ciudad de Las mil y una noches, es una decepción.

Según Hidayatov, el sátrapa Sadam manifestó un desmedido interés en adquirir la seda que pudieran suministrar los uzbekos y ofreció a cambio entregarles todos los barriles de petróleo que quisieran.

Cuando el historiador preguntó intrigado para qué necesitaba Irak hacer ese dispendio, Sadam estiró los labios en una sonrisa de tiburón y respondió:

«Para hacer paracaídas, naturalmente. Así podré caer con mis hombres sobre Jerusalén.»

Ha corrido mucha tinta y un río de sangre desde esa conversación. La humillante derrota sufrida a manos norteamericanas en la I Guerra del Golfo obligó a Sadam a centrarse en tareas más vitales para él que la compra de hilos o la destrucción de Israel.

Tamerlán.

No le sirvió de mucho esa decisión. Al amanecer del 30 de diciembre de 2006, en la sede de sus servicios secretos en Bagdad, el derrocado Sadam Husein era ahorcado con la misma soga que sufrieron sus enemigos tras ser ratificada la sentencia que le condenaba, con la calificación de «crímenes contra la Humanidad», por la muerte y tortura de 148 iraquíes chiíes en 1982.

Vídeos y fotografías de su ejecución corrieron como la pólvora por internet. Se veía a Sadam vestido de negro, rechazando la capucha antes de ser colgado.

«No vi en él rastro alguno de miedo», confesó años después Mouaffak al-Rubaïe, que conservó la soga tras asistir a la ejecución.

Sadam Husein comenzó a recitar la profesión de fe musulmana, pero la trampilla cedió bajo sus pies.

A las 6,10 horas, el tirano que dirigió los destinos de Irak con mano de hierro durante más de dos décadas, desde 1979 hasta la toma de Bagdad por las tropas estadounidenses el 9 de abril de 2003, dejó de existir a los 69 años.

La ejecución de Sadam Hussein.

Era el primer día de Aïd al-Adha, la gran fiesta musulmana del Sacrificio, y los chiítas, que sufrieron bajo su régimen, celebraron su muerte en las calles.

Al día siguiente de su ejecución, Sadam Husein fue enterrado en su localidad natal de Al Auya, cerca de Tikrit.

En sus proximidades, en un escondite subterráneo en la localidad de Al Daour, había sido capturado el 13 de diciembre de 2003, tras más de ocho meses de búsqueda.

«Soy Sadam Husein, soy el presidente de Irak y quiero negociar», dijo en inglés a los soldados estadounidenses que lo descubrieron.

Durante el proceso contra él, de octubre de 2005 a julio de 2006, Sadam no dejó de negar la legitimidad del tribunal especial iraquí, que le condenó a muerte el 5 de noviembre.

Aunque Sadam perdió pronto el interés por la seda, hubo muchos febrilmente interesados en los productos, habitantes y acontecimientos de Asia central.

El 9 de enero de 1992, una delegación de iraníes desembarcó en Taskent con la misión de abrir una embajada.

El islam en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central.

Tres días después lo hicieron los turcos, en cuyo avión viajaban unos funcionarios libios, que llevaban bolsas repletas de ejemplares del Libro Verde de Gadafi, varios muyahidines afganos, decididos a promocionar la «guerra santa» y tres piadosos ulemas saudíes, obsesionados con el pudor femenino.

Los musulmanes de Asia Central son sunitas, lo que dificulta enormemente la penetración de los chiitas iraníes.

En el caso de los saudíes, contaban con la inestimable ventaja del dinero, pero no es lo mismo persuadir a una joven funcionaria para que cambie de nombre, que convencerla de la necesidad de ponerse el velo.

Los libios estaban ya en baja y eso que todavía no había muerto Gadafi y los afganos eran demasiado violentos e imprevisibles.

La potencia extranjera en mejor posición para influir sobre la región fue y es Turquía.

Los turcos y el 60 % de los musulmanes de Asia Central proceden de un tronco común: los feroces mongoles que dominaron el continente hace 700 años.

Tayikistán afeita barbas y limita uso del hiyab en respuesta al yihadismo.

Además de las coincidencias étnicas y lingüísticas, está el «modelo turco» que tiene otros atractivos: una versión relativamente tolerante del Islam, cierta democracia y economía de mercado.

El futuro de la región dependió desde un principio en gran medida del rumbo que adoptase Kazajistán, la más próspera de las repúblicas islámicas, y de la influencia moderadora que fuera capaz de ejercer el presidente Nursultán Nazarbayev sobre sus levantiscos vecinos.

Sus políticas intentaron mantener el equilibrio entre las buenas relaciones con Occidente y con Rusia. Abrió la explotación de los campos de petróleo de Tengiz y Kashagán a compañías petrolíferas estadounidenses, favoreciendo un desarrollo económico a partir de la inversión extranjera.

Todo ello, con una política doméstica brutal, con la limitación de las libertades personales y la manipulación de los medios de comunicación, en gran parte controlados por su hija, Darigá Nazarbáyeva.

Nazarbayev ha sido reiteradamente acusado de corrupción y apropiación indebida de fondos públicos, pero es ‘intocable’.

Entre otras cosas porque, frente a estas críticas, también recibió los elogios de muchos gobernantes extranjeros por sus logros económicos, así como por la estabilidad que ha vivido el país desde la disolución de la Unión Soviética.

Nursultán Nazarbayev propició la construcción de grandes obras de ingeniería en el país, y fue responsable de la decisión de trasladar la capital nacional de Almatý a Astaná, en 1998.

Nazarbayev, que accedió a la presidencia en1991 y siguió mandando después de su dimisión ‘formal’ el 19 de marzo de 2019, es un personaje muy peculiar.

Hijo de un pastor, trabajó como obrero en una fundición de acero y siempre demostró tener intuición, reflejos y visión de futuro.

Nursultán Nazarbayev con Vladimir Putin.

En cuanto percibió que fracasaba la intentona golpista del 19 de agosto de 1990 protagonizada por los comunistas rusos, se apresuró a dimitir como secretario general del Partido Comunista local y se presentó como un dirigente «por encima de partidos políticos».

En diciembre, en cuanto notó que la CEI de Yeltsin era imparable, convocó a Alma Atá a todos los líderes republicanos y apuntilló sin piedad a Gorbachov, pocos días después de haberle prometido ‘fidelidad eterna’.

La bandera de Nazarbayev fue siempre el pragmatismo a ultranza. Estaba decidido a aceptar todo tipo de inversores dispuestos a explotar las inmensas riquezas de su país.

Quería, según sus propias palabras, meter al Kazajistán en el siglo XXI.

Los tártaros deportados por Stalín a Asía central, desde Crimea, por colaborar con los nazis de Hitler.

El principal escollo al que se enfrentaba era el complicado «cóctel étnico» de su república. Kazajistán tiene más extensión que toda la Comunidad Europea y una población casi tan variada. De los 16 millones de habitantes que había en 1990, 6,5 millones eran kazakos puros, 6 millones eran rusos, un millón eran alemanes y 2,5 millones eran ucranios, coreanos, tártaros, uzbekos o chechenos.

En diciembre de 1986 hubo en Alma Atá sangrientos disturbios callejeros, en los que fueron asesinados a mansalva decenas de rusos, ucranios y alemanes y nada hace pensar que no vuelvan a repetirse en cualquier momento.

El problema no era exclusivo de Kazajistán. En, 1991, 84.000 rusos y ucranios abandonaron Uzbekistán, 72.000 Kirguizia, 26.000 Tayikistán y 11.000 Turkmenistán, hartos de ser insultados y atacados por las turbas en nombre de Alá o porque hablaban una lengua diferente.

Y los que quedaban, no tardaron en irse.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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