LA ODISEA DE LA TRIBU BLANCA DE AFRICA (IX)

Los expulsados del Edén

La fascinante historia de los blancos de Sudáfrica

Los expulsados del Edén
Sara, la esclava de la que se enamoró Dawid Malan. PD

Desde que Van Riebeeck expulsó a los hotentotes de las orillas del Liesbeeck River, para transferir sus pastos a los primeros ganaderos libres, los clanes indígenas comenzaron a desintegrarse.

Perder la tierra obligaba a invadir los campos de otros y eso solo significaba problemas y sangre. Los conflictos intertribales se convirtieron en un mal endémico.

Sin tierra y sin ganado, los hotentotes no tuvieron mas remedio que ofrecerse como sirvientes a los granjeros blancos, encantados de encontrar buenos pastores a los que bastaba pagar una exigua ración de alimentos y conceder a regañadientes el derecho de criar algunos animales para si.

No eran esclavos, porque la Compañía lo prohibía, pero eran tratados como tales. No tardaron en empezar a morir.

Las infecciones hicieron estragos entre ellos. Tenían poca resistencia física y cultural al mundo blanco. Fallecían por miles.

Los pocos que sobrevivieron se mezclaron con otras razas hasta perder su identidad. Sólo sus genes perviven.

Al este del cabo de Buena Esperanza, ocasionalmente, se observan todavía algunas de esas pequeñas caras arrugadas de gnomo. Son como instantáneas del pasado. De su lengua o de su cultura no queda ni rastro.

Poco antes de plantar su cerca de almendros salvajes, Van Riebeeck se dio cuenta de que necesitaba mano de obra.

Los famélicos hotentotes, que vagaban como almas en pena por los campos, no le servían y envió a buscar esclavos.

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Odisea de la tribu Blanca, la
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Estos llegaron de Indonesia, Malasia, Indochina, Ceilán, India, Madagascar y Mozambique. Trabajaban durante el día y, como en otras sociedades esclavistas, se abusaba de ellos por la noche.

Contados empleados de la Compañía habían acarreado sus mujeres hasta El Cabo. Miles de marineros y soldados recalaban en el puerto cada año y las esclavas se convirtieron velozmente en objeto de una explotación sexual a gran escala.

Los granjeros libres y sus hijos, que esporádicamente fornicaban con sus sirvientes hotentotes, también realizaban visitas nocturnas a los barracones donde se hacinaban las esclavas.

Los coloured que se llamaron afrikáners.

Fue así, y con febriles aventuras como la de Dawid Malan y Sara, como fue procreada una nueva comunidad integrada por todos aquellos que no encajaban en un grupo racial claramente definido: los coloured.

Dawid Malan nació en 1750. Era nieto de Jacques Malan, uno de aquellos protestantes hugonotes que había huido de la Francia de Luis XIV para eludir el filo de la espada y en 1688 fue enviado por los holandeses al sur de África.

A la edad de 24 años, gracias al sagaz casamiento con su prima Elizabeth, se convirtió en dueño de Vergelen, la finca más primorosa de toda la colonia de El Cabo. Vergelen estaba enclavada al pie de las montañas Holland Hotentotes, a una jornada a caballo de las costas de Table Bay.

Dawid era un personaje relevante en la comunidad. Era rico, poseía una veintena de esclavos, el doble de caballos y extensos viñedos. Tenia además una esposa honrada, cuatro hijos preciosos y un vecino llamado Jurgen Radijn.

El vecino Radijn era un mercenario alemán que, una vez finalizado su contrato con la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, se había establecido por su cuenta como granjero.

Entre las propiedades de Radijn figuraba una esclava llamada Sara, que en 1788 dio a luz un varón. En circunstancias normales, su dueño debería haberse sentido complacido por el incremento de su rebaño humano, pero el niño era mulato.

El hijo de una esclava y un cristiano debía ser bautizado, educado y emancipado, y bastaba echar un vistazo a la piel y los rasgos del hijo de Sara para darse cuenta de que su progenitor había sido un blanco.

Radijn se encolerizó. Alguien había osado manosear en su corral y el alemán exigió su nombre.

Sara se negó en redondo. Juró que, si se alzaba la mano contra ella, se disfrazaría de hombre y escaparía.

Radijn caviló que lo más juicioso era dejar pasar las cosas, estar ojo avizor y procurar que la díscola muchacha permaneciera casta en adelante.

Unas semanas mas tarde, en plena noche, la mujer del alemán oyó ladrar a los perros. Se asomó a la ventana y observó a una sombra cruzar el patio y desaparecer en el galpón de los esclavos.

La mujer encendió una vela, se arremangó el camisón y descendió.

Sara simulaba estar dormida, pero, cuando la señora Radijn instó a salir al intruso, un hombre blanco emergió a gatas de debajo del camastro. Era Dawid Malan y, excepto los calcetines, no llevaba nada encima.

Que el amo se acostase con las esclavas no era inusual, pero se solía hacer discretamente.

Era un infracción de las barreras de clase y, sobre todo, un acto de lujuria contrario a la moral calvinista.

Los coloured del Cabo.

Debía ser realizado de forma furtiva. Eso explica la escandalera que se organizo cuando el traspié de Malan salió a la luz. En cualquier caso, no fue nada comparado con lo que ocurrió a continuación.

Dawid Malan estaba obsesionado con la joven esclava. Acechaba en los alrededores de la finca, tratando de avistar a la muchacha.

Abordaba a los esclavos de Radijn en el campo y les suplicaba, ofuscado, que le llevasen mensajes secretos.

Era una conducta humillante y se convirtió en la comidilla de la colonia. Como Malan no daba muestras de corregirse, su mujer lo expulsó de su lecho y le forzó a recluirse en otra habitación.

La Iglesia lo tildó de fornicador y Radijn, en un desesperado esfuerzo por poner término a la vergüenza, despachó a Sara y a su retoño a una recóndita hacienda en las montañas.

El dueño de la finca fue advertido de la necesidad de mantener perpetuamente a Sara en el interior y a Dawid Malan alejado.

El hombre puso su mejor voluntad, pero debía abandonar su casa de vez en cuando. En la noche del 11 de agosto de 1788, Dawid ensilló dos caballos, los cargó con provisiones, pólvora y balas, se presentó en la hacienda a hurtadillas y recogió a Sara.

Tras dos semanas de esforzado cabalgar, cada día por parajes más áridos y agrestes, llegaron a un escarpado cañón por cuyo fondo discurrían las turbias aguas de un rio. Era el Gran Fish River, la frontera mas alejada de la colonia de El Cabo.

Al otro lado solo había animales salvajes y hostiles tribus negras. Detrás, lo único que esperaba eran una mas que probable condena de destierro para él y el seguro cadalso para la esclava huida.

La reducida comunidad blanca de El Cabo tenía miedo y el resultado de su temor era la severidad.

Casi desde el principio, el número de colonos blancos se vio superado por el de esclavos de color. Esa inferioridad numérica y el habitar en un inmenso continente lleno de extraños de piel oscura genero un sentimiento de inseguridad que enraizó en la mente del sudafricano blanco y se convirtió en una parte constituyente de su reflejo de supervivencia.

Castigo a los esclavos en El Cabo.

Los holandeses, curtidos por la cruel experiencia de las Guerras de Flandes, adoptaron un sistema penal que situaba la venganza y la disuasión muy por delante de la tolerancia cristiana.

En eso no eran distintos de otras sociedades coloniales. Corrían los años de la Inquisición y las querellas religiosas o políticas se dirimían en Europa sin contemplaciones.

La decapitación o el estrangulamiento eran consideradas penas misericordiosas y morir en la hoguera era la condena habitual para los herejes.

El uso de la tortura y las formas más crueles de ejecución eran practicas comunes a principios del siglo XVII en Holanda y establecieron las pautas para el castigo de los esclavos en las colonias.

El que huía y tenia la desgracia de ser capturado era azotado y marcado a fuego.

La primera ofensa se grababa en una mejilla, la segunda en la otra y tras la tercera se le cortaban las orejas y la nariz.

Según James Armstrong, en 1727 eran tantos los esclavos mutilados y desfigurados en Ciudad de El Cabo que se decidió cambiar la ley, por consideración hacia los sentimientos de los blancos y en particular de las mujeres encintas.

A partir de entonces los cimarrones atrapados fueron marcados en la espalda.

Los castigos por insubordinación o por otros delitos más graves eran horrendos. Los esclavos condenados por robo solían acabar en la horca.

Aquellos que habían matado a otros cautivos o a sirvientes hotentotes morían en una rueda con un golpe de gracia.

Matar a un blanco conllevaba fallecer en la misma rueda sin golpe de gracia.

Tráfico de esclavos.

En casos particularmente violentos, como prolegómeno, se arrancaban del cuerpo del condenado ocho trozos de carne con unas pinzas al rojo vivo.

Cuando la víctima había sido el propio amo, el condenado era empalado y se le  dejaba agonizar dos o tres días a la vista de todos.

En la frontera, los trekboers trataban a sus esclavos como querían y el valor del siervo como factor económico se convirtió en su única salvaguarda contra la enfermedad y la muerte.

La forma más común de castigo era atar al esclavo a una rueda de carro y azotarle con un sjambok, un látigo hecho con tiras de piel de rinoceronte.

En la ribera del Gran Fish River, en agosto de 1788, Dawid Malan era consciente de lo que se jugaba.

Su padre le desheredaría y las autoridades le despojarían de sus cargos. Perdería sus considerables prebendas y su esposa legal lo declararla muerto, pero decidió sacrificarlo todo por el amor apasionado a una mujer negra.

El periodista Rian Malan, descendiente como Dawid del patriarca hugonote que fundó la dinastía y pariente de Daniel Francois Malan, el primer ministro que instauroó el apartheid, relató este episodio verídico en el comienzo del libro Mi corazón de traidor, para ilustrar uno de los aspectos mas tristes del complejo entramado que es la tragedia sudafricana.

Todo lo que deseaban los mestizos era ser aceptados por los blancos, ser admitidos en casa de sus padres.

Los blancos los rechazaron y el dolor que esto produjo fue terrible.

Tampoco se identificaban con los negros. Así, quedaron atrapados en el medio, sin poder y sin seguridad.

Ellos fueron, por accidente, los responsables de la creación de una forma simplificada de holandés que emergió de la comunicación entre los primeros colonos boers y sus siervos.

Aunque los esclavos superaban en numero a los colonos, aquéllos formaban una comunidad atomizada sin una cultura común.

Un boer afrikáner.

Ni siquiera teman la misma lengua. Hablaban idiomas asiáticos, la mayoría indonesios, así como dialectos de la costa este africana y el portugués criollo que serbia de lengua franca en las rutas comerciales.

De  esta  confusa  babel, surgió espontáneamente una variante del holandés con artículos y pronombres simplificados, carente de la complejidad de las conjugaciones verbales y la declinación de géneros teutónica, que compensaba con la inventiva onomatopéyica su falta de vocabulario. Se llamaba el afrikáans.

Resulta una cruel ironía que este nuevo lenguaje, maravillosamente expresivo y cosmopolita, inventado por mestizos y esclavos para comunicarse entre ellos y que pasó de las amas de cría negras a los niños blancos, se convirtiera con el tiempo en el talismán del apartheid y en  el  idioma  oficial  de la «Tribu Blanca».

Apenas transcurrido siglo y medio de la fuga de Dawid y Sara, sus descendientes blancos convertirían en norma suprema la negación de sus hermanastros mestizos.

Para justificarse, insistirían con vehemencia en que los coloured habían sido engendrados en los burdeles de los muelles por una chusma de marineros sin principios y no por píos calvinistas como Dawid.

Paradójicamente fue un Malan, el austero y puro Daniel Francois Malan, quien se irguió en 1948 en el Parlamento e hizo promulgar las leyes que convertían en un crimen nefando el que los negros yacieran o se casasen con los blancos, que despojaban a los descendientes de Dawid y Sara del derecho de voto, los expulsaban de los barrios blancos y les cerraban el paso a las escuelas afrikáners.

ALFONSO ROJO

 

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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