Arturo Pérez-Reverte tiene la suerte de tener un tremendo altavoz por su respetada trayectoria como escritor y académico de la RAE, porque por lo demás, en lo que a la política española se refiere, es otro español más que solo puede participar del show con su voto.
Pero lo que aconteció este 21 de noviembre de 2018 en el Congreso de los Diputados fue un show dantesco, digno del peor circo de los horrores. En apenas 5 minutos, el hooligan Rufián insultó repetidamente al ministro Borrell, la presidenta Ana Pastor expulsó del Hemiciclo al independentista y todos los de ERC se marcharon al tiempo, dejando el vomitivo pasaje del escupitajo de uno de ellos [Jordi Salvador] al propio Borrell.
Vea cómo fue el esperpento en el Congreso: Insultos, expulsiones y escupitajos.
A Rufián, como a cualquier otro espectador de lo sucedido, le provoca todo tipo de sentimientos y ninguno bueno. Él mismo repesca un artículo suyo del año 2009 en El Semanal de ABC, donde explicaba y narraba con exactitud lo que le ocurre al ver a los políticos en general, como casta, como gremio. Se titula Esa gentuza.
Por aquel entonces Rufián estaba muy lejos de ser un representante de todos los españoles, pero eso es lo de menos:
Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso.
[…] No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos.
Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos.
Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.
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