Lo malo y lo peor

El Gobierno griego logró el respaldo del parlamento a su durísimo plan de ajuste con el que conseguirá desbloquear el quinto tramo del rescate aprobado hace trece meses por la Unión Europea y el FMI. El día nos proporcionó dos escenas dignas de destacar. Al finalizar la sesión, desde Atenas pudo escucharse el lejano aplauso de los mercados y el suspiro de alivio de los países inmersos en planes de rescate o amenazados de contagio. Pero lo que oían los parlamentarios desde sus escaños eran los ecos de una batalla campal, consecuencia de la protesta de unos ciudadanos no dispuestos a ser los paganos de una situación que no propiciaron. Las manifestaciones dejaron un reguero de heridos y de detenidos, y ahí tenemos la segunda imagen elocuente: mientras ninguno de los artífices del monumental engaño griego que está en la raíz de la gravísima crisis que atraviesa el país ha pagado con la cárcel por sus desmanes -algunos, incluso, permanecen sus escaños-, decenas de ciudadanos terminaron en comisaría por su actitud en la protesta.

Durante meses, la crisis se ha extendido horizontalmente propagando sus efectos de país en país y amenazando la estabilidad de la Unión Europea y la propia subsistencia de la moneda única. Pero las circunstancias empiezan a destapar otros síntomas muy preocupantes que muestran cómo el desagrado comienza a hundir sus raíces y amenaza con resquebrajar el suelo sobre el que durante las últimas décadas Europa ha extendido y consolidado la democracia. Porque si durante años hemos discutido si el capitalismo desregulado era compatible con un crecimiento equilibrado, con un justo reparto de la riqueza y con la extensión equitativa del estado de bienestar, ahora, al comparar la extrema eficacia de los mercados y la torpe respuesta de los gobiernos, debemos comenzar a preguntarnos si un capitalismo feroz es compatible con la democracia.

Durante mucho tiempo no se tomaron en consideración los altos índices de abstención electoral. Cuando las encuestas comenzaron a mostrar la desafección ciudadana y la consideración de los partidos como un problema, la clase política respondió con la letanía del «no todos somos iguales». El crecimiento de partidos de extrema derecha en alguna veterana democracia del corazón de Europa fue tomado hace un par de décadas como una rareza pasajera. Y la llegada de un personaje como Berlusconi al gobierno de un país como Italia, una excepción irrepetible. El tiempo ha demostrado la miopía en el análisis. Y si en el diagnóstico de lo que está sucediendo alrededor de esta crisis nos volvemos a equivocar, quizás dentro de unos años lo menos preocupante sea que un país vaya a la suspensión de pagos.

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