No hace mucho, yo era como casi todos ustedes.
Es cierto que pasaba los días en países distantes y peligrosos, con nombres como Chechenia, Irak o Afganistán, cubriendo como reportero guerras y desastres ocasionados por el ser humano y a menudo contemplaba de cerca esas escenas que sólo se ven en el cine y en películas de Spielberg pero un aspecto esencial de mi existencia era muy similar al de las suyas.
A primera hora de la tarde de algunos viernes, en el Kabul de los talibanes, bajaba al destartalado estadio de fútbol a observar con ojos espantados como cortaban manos a los ladrones o como la viuda del asesinado ejecutaba personalmente al homicida de su marido, pero todos los meses -con regularidad de metrónomo- me ingresaban en la cuenta del banco, en Madrid, mi sueldo.
Y tres veces al año, justo a finales de julio, antes de Navidades y en febrero, me caía como una bendición una paga extraordinaria.
Tenía también vacaciones: en verano, Navidades y Semana Santa, que rara vez disfrutaba en familia, porque en aquella época lo que primaba era el periodismo y me echaba el petate al hombro y salía corriendo en cuanto saltaba la noticia.
Además de todo eso y por mi condición de fundador del diario ‘El Mundo’, mi cargo de adjunto al director y mi actividad como audaz enviado especial, solía ingresar en forma de talón un ‘bonus‘ anual.
Nunca me puse enfermo.
Aunque en una ocasión resulté herido en Sarajevo, en otra salté de un camión donde me llevaban amarrado y al menos un par de veces fui a parar con mis huesos en la cárcel por meterme donde no me llamaban, no recuerdo haber estado de baja en mis tres décadas largas como corresponsal de guerra.
Pero si lo hubiera estado, si me hubiera fallado el físico, abrasado por la fiebre o por algo más serio que una mala gripe o una paralizante indigestión, el Sistema Nacional de Salud se hubiera hecho cargo de este cuerpo serrano y habría seguido cobrando regularmente mi espléndido sueldo sin angustias, sobresaltos o contratiempos.
No sé si les había dicho ya que estudié al alimón Derecho y Ciencias de la Información, pero mi vocación desde pequeño –desde que a los 9 años vi en el internado de Alemania donde me mandó mi querido padre una película de Alfred Hitchcock titulada Foreign Correspondent – fue ser periodista: Intrépido corresponsal de guerra para ser preciso.
Y entré en la profesión en un momento mágico, recién terminada la mili como sargento de IMEC, unos cuantos meses después de morir el General Franco, cuando aquí bullía eso tan confuso y excesivamente alabado que llaman Transición y nacían periódicos innovadores y semanarios de todo pelaje.
En la primavera de 1976 salió ‘El País’ y casi a la vez apareció ‘Interviú‘, que fue la primera revista que nos ofreció macizas en topless.
En el otoño de aquel año saltó a los kioscos ‘Diario 16‘, como un hijo cotidiano de la prestigiosa ‘Cambio 16‘.
Fue ahí, a ‘Diario 16‘, donde me fui a ofrecer.
Deje un currículo florido donde subrayaba que era licenciado en Derecho y Periodismo, que hablaba francés e inglés y que me interesaba apasionadamente la política internacional.
Como suele pasar y en una muestra más del depurado sistema de selección de personal que prima en la inmensa mayoría de las empresas españolas, me contrataron como… ¡ayudante del laboratorio de fotografía!
Y ahí me tiene ustedes, sin apenas idea, dedicado a revelar negativos, hacer contactos, sacar copias en papel y ocasionalmente, cuando los fotógrafos titulares andaban desganados, acuclillado en el corner del campo del Alcorcón tratando de pillar a foco algún remate o corriendo delante o detrás de los grises en una manifestación.
AVENTURA EN CENTROAMÉRICA
Tuve suerte, en 1977 hice aquella foto mítica de Manuel Fraga desalojando descamisado a los reventadores en un mitin de Alianza Popular en Lugo, me dieron un premio y con el dinero y lo que me entregó a escondidas mi santa madre, me fui a América.
Exactamente a Centroamérica, donde se revitalizaban en aquella época los movimientos guerrilleros y yo creía que me sería más sencillo, por el idioma, los precios y la cercanía cultural, abrirme paso como corresponsal de guerra.
Fue allí, cuando todavía era tierno, tenía el alma blanda y me comía el mundo, donde vi por primera vez matar a un ser humano.
No digo ver a un muerto, porque los que sean de mi edad recordarán que antes, en España, se velaba al difunto en casa y la visión ocasional de un anciano pariente tieso como la mojama en un ataúd, no era algo extraño para los niños de mi generación.
Pero matar, lo que se dice matar a alguien, no lo vi hasta llegar a Nicaragua.
Fue también allí donde por primera y única vez en mi vida, pensé que iba a morir.
No que podía morir, que es un pensamiento bastante común y que nos embarga ocasionalmente a todos, sobre todo a los que sean un poco hipocondríacos, sino que iba a morir, que mis días se habían acabado…
Y es sensación la certeza de que te ha llegado la hora, es algo muy distinto a la difusa idea de que no somos eternos.
Ocurrió en Semana Santa. Yo había entrado en Nicaragua desde Honduras, caminando por las montañas, con una banda de guerrilleros sandinistas.
Y estos, que eran unos caraduras y unos desarrapados aunque aquí los pintásemos con tintes heroicos en los medios de comunicación, asaltaron la ciudad de Estelí.
En titulares de periódico y a 8.000 kilómetros de distancia, lees Estelí y te parece gran cosa, pero de cerca no deja de ser poco más que un poblacho, al lado del cual Tomelloso, Venta de Baños o Betanzos parecen Nueva York.
Los sandinistas ocuparon a toda prisa la localidad, con la excepción del fortificado cuartelillo local, se dedicaron a saquear con esmero lo saqueable, ejecutaron tras unos remedos de juicio popular a varios desventurados cuyo delito podía ser tener un pariente en la Guardia Nacional de Somoza o haberle prestado una bicicleta al teniente de turno y cuando el dictador envió desde Managua a sus dos compañías de élite para zanjar el asunto, optaron por salir por piernas.
Me explicaron que, aprovechando la noche, iban a cruzar hacia el monte y me propusieron que escapara con ellos.
Yo había hecho muchas fotos, guardaba conmigo los carretes y ese material me ardía en las manos. Había que sacarlo cuanto antes y venderlo a los medios internacionales.
También había enviado varios reportajes cortos a ‘Diario 16‘ e ‘Interviú‘ desde el teléfono del único banco local y no las tenía todas conmigo.
Aunque suene paradójico, ser periodista, europeo, español y blanco te da una protección suplementaria en casi todas las zonas de conflicto y de noche todos los gatos son pardos.
Pensé, con bastante buen criterio por cierto, que si se producía una ensalada de tiros en medio de la huida, a nadie le iba a preocupar que me llamase Alfonso, me apellidara Rojo, fuera natural de Ponferrada y hubiera estudiado interno en los Jesuitas de León, en la misma época en que Mariano Rajoy y Fernando Becker eran alumnos mediopensionistas del colegio.
Así que decidí quedarme escondido, a la espera de que aparecieran los primeros reporteros para unirme a ellos.
Anastasio Somoza no había permitido acceder a Estelí a periodista alguno durante los cuatro días de combates y en las primeras horas de aquel Jueves Santo no dejó entrar a nadie en la localidad, ni siquiera a representantes de los medios de comunicación.
«¿QUIÉN SOS?»
Los soldados de la Guardia iban casa a casa, ordenando a los vecinos salir al centro de la calle y se llevaban a todos los que tenían rozaduras en las rodillas, pinta rara o marcas en el hombro, que pudieran corresponder al culatazo que pega el fusil cuando se dispara.
No era cuestión de quedarse esperando y que alguno de aquellos facinerosos, al verme y a solas, tuviera la ocurrencia de descerrajarme un tiro, por lo que me afeite como pude, me puse una camisa limpia, rasqué el barro de los pantalones, metí mis cámaras y cuadernos en la bolsa y más derecho que un palo, enfilé hacia el Colegio de la Asunción, donde daban clase varias monjas españolas.
El colegio queda justo a la salida, donde pasa la carretera Panamericana camino de Managua y estaba a punto de traspasar el portón, cuando me cortaron el paso varios soldados.
«¿Quién sos?»
«Me llamo Alfonso Rojo y soy periodista…»
«¡Hombre! El español»
Yo, en mi ingenuidad, hasta me sentí gratificado al descubrir que me conocían.
«¿Y dónde vas?»
«Al colegio…»
«¡Aaaah! Sos vos el que ha entrevistado a Daniel Ortega ¿No?»
Daniel Ortega, que ahora es el presidente de Nicaragua, muy amigo de Hugo Chávez y un sinvergüenza de tomo y lomo al que su propia hijastra ha acusado de violador empecinado, era en aquellos días el jefe de los sandinistas en la zona del norte.
Yo asentí y el tipo, que llevaba estrellas y galones de teniente y parecía muy divertido, me preguntó:
«¿Y no querrás entrevistar a nuestro coronel Zúñiga?»
En esas circunstancias, aunque no te apetezca lo más mínimo, no queda otro remedio que estirar los labios simulando complacencia y decir si con la cabeza.
Me subieron al jeep y salimos pitando hacia el cuartelillo. Llegamos y apenas había puesto un pie en el suelo del patio, empezaron darme sopapos y a llamarme de todo, desde mercenario hasta hijoputa.
Lo que más me asustaba o quien más me asustaba era uno muy flaquito que decía:
«Mi teniente, déjemelo a mi, déjemelo a mi»
Al cabo de un rato, me ataron las manos a la espalda y me tiraron en la caja de un pequeño camión, que cerraba como vehículo escoba un largo convoy militar. Y arrancamos.
En la cabina iban el teniente y el conductor y en la caja, sentados en los laterales, iban los soldados, mirando hacia fuera.
En el suelo de la caja, entre paquetes de munición, chalecos antibala y raciones de comida MRE, iba yo.
Fue en ese instante, en aquella penosa posición, cuando pensé que iba a morir, que se había acabado mi peripecia en este mundo. Que me llevaban a algún vertedero para ejecutarme y que quemarían después mi cuerpo con gasolina, como se suele hacer con los cadáveres enemigos en las zonas de guerra.
A lo largo de mi vida he estado en muchas situaciones de peligro.
Y mentiría si no confesara que en ocasiones he pasado un miedo atroz.
Cada vez que había que atravesar las líneas serbias para entrar en Sarajevo cruzando el aeropuerto; en Grozny cuando los artilleros rusos machacaban inmisericordemente con su artillería a los chechenos; en Ruanda durante las matanzas tribales o en Bagdad, cuando los terroristas islámicos comenzaron a secuestrar occidentales y a cortarles el pescuezo mientras grababan le escena en vídeo, he tenido miedo, pero la convicción de que todo se había acabado, de que había llegado al final de mis días e iba a morir, sólo ha embargado mi corazón una vez en tres décadas de reportero.
Una vez y fue durante los escasos tres minutos que el convoy tardó en llegar desde el cuartelillo de la Guardia Nacional somocista a la salida de Estelí.
¿Y que te pasa en ese momento por la cabeza? ¿En qué piensa un ser humano en esa tesitura?
Pues aunque a alguno de ustedes les disguste, les juro que no me acordé de que no estaba asegurado.
Creo que desde el asesinato de Julio Fuentes en Afganistán y de las muertes de José Couso y Julio Anguita en Bagdad, las cosas ya no son así, pero antes -porque elevada demasiado los costes- los reporteros españoles íbamos sin seguro de vida a las guerras.
Sin seguro de vida y sin seguro de nada.
Yo, por mi cargo y ser miembro del staff del periódico, siempre gocé de un seguro fastuoso que hubiera hecho las delicias de mis herederos caso de estamparme contra un árbol o caerme de la moto, bajando desde mi casa a la redacción por la Cuesta de las Perdices, pero si me degollaban los moros, me cocían a fuego lento los zulúes o me hacía fosfatina la metralla rusa, nada de nada.
Bueno y ¿en que pensé yo tirado en la caja del camión militar cuando daba por supuesto que iban a matarme?
Pues… lo primero que me a la cabeza cuando ya entonaba el adiós mundo cruel, fue…¡Quién me mandaría a mí venir aquí!
Lo segundo, que no me hicieran daño, porque el hombre teme a la muerte, pero siente pánico ante la muerte con dolor.
Que fuera rápido, a tiros y no con un machete y con sufrimiento. Lo tercero, porque me dio tiempo a darle bastantes vueltas a la cabeza, que no me desfiguraran.
EL MAYOR DE NUEVE HERMANOS
Soy el mayor de 9 hermanos, mi padre era ingeniero del ICAI, siempre me ha querido mucho mi familia… y me aterraba la idea de que al llegar mis restos mortales al aeropuerto de Cuatro Vientos, en Madrid, cuando mi madre levantara la tapa del cajón de zinc, me faltaran los ojos, las orejas o la lengua.
O tuviera las uñas arrancadas con alicate o los genitales abrasados con un soplete. Iba sumido en estos lóbregos pensamientos, cuando noté que el camión perdía velocidad, hasta casi pararse.
Levanté la cabeza un poco y justo a la altura del Colegio de la Asunción, donde estaba el control militar, atisbe a un tropel de periodistas apostados en los arcenes de la carretera.
Ni me lo pensé: eché las piernas por encima de la trampilla trasera y pegué un brinco. Ahora no sería capaz, pero eran 33 años y 20 kilos menos que ahora. No corrí, porque me hubieran disparado. Me limite a gritar:
«¡Soy Alfonso Rojo! ¡Soy periodista!»
Se montó un follón, los soldados espantaron a los periodistas, pero hubo tiempo a que me hicieran fotos y al día siguiente mi imagen, con las manos amarradas a la espalda y sujeto por un soldado que media la mitad que yo, aparecía en la portada de ‘El País’, ‘Diario 16′ y ‘Pueblo’.
También había referencias al incidente en el ‘New York Times’ y el ‘Washington Post’. Me subieron a empellones al camión, me quitaron la camisa, me vendaron los ojos y esa noche, en el bunker que hay junto al Hotel Intercontinental de Managua, me interrogaron sin muchos miramientos.
En cualquier caso, no pasó nada grave y tres días después, Pedro de Arístegui -embajador de España a quien posteriormente asesinarían en Líbano- me rescató, me metió en un avión de Iberia y me despachó hacia Madrid.
Aquí me recibieron como si fuera Julio Iglesias y desde entonces, mi carrera profesional fue una delicia. Cómo se supone que eres un experto, cuando estalla un conflicto te mandan a ti y como cada vez tienes más experiencia, terminas siendo el que hace todas las guerras.
Y no paré: Cuando no eran matanzas en África, era la caída del Muro de Berlín y cuando no era la masacre de Yugoslavia era el desmembramiento de la URSS, pasando por la carnicería entre Irak e Irán o los embrollos de Afganistán. Todo, sin descanso y con enorme intensidad.
«NO PUEDO IMAGINAR UNA VIDA MEJOR»
Y les juro que ahora, echando la vista atrás, no puedo imaginar una vida más divertida, palpitante y hasta rejuvenecedora que la que yo he disfrutado durante 28 años. Y ahora volvemos a lo esencial.
Como les dije al inicio, hasta hace 7 años y cuatro meses, a pesar de todo lo que les acabo de contar, yo era como bastantes de ustedes. Con un sueldo fijo, pagas extras, bonus y todo eso.
«AL VOLVER DE IRAK TODO CAMBIÓ»
Pero de repente, a la vuelta de una larga estancia en Irak, noté que algo raro pasaba en mi periódico.
Fue unos meses después de los atentados del 11-M, ya estaba Zapatero en La Moncloa y el Consejero Delegado, que es un tipo estupendo pero va a lo suyo, me dejó caer que a la empresa no le parecería mal que cambiara de aires. Añadió, para animarme, que seguro me llovían las ofertas.
La realidad es que mi relación con Pedrojota, de quien nunca fui amigo pero con quien me llevaba bien y al que acompañé en la fundación de ‘El Mundo’ incluso como pequeño accionista, se había deteriorado por motivos personales y un reportero de postín poco puede hacer, si contar con la confianza plena y el apoyo entusiasta de su director. Así que comencé a preparar la emigración…
Debo confesar que me daba vértigo, entre otras razones porque ofertas había pocas y malas, pero no quedaba otro remedio, así que negocie la salida y tras varios meses, durante los que yo le eché más cara que espalda y el periódico no me encargó labor alguna, firmamos el finiquito.
No voy a decir que quedamos tan amigos, porque cuando sales de un sitio siempre tienes la sensación de que has dejado tu vida allí y ellos, la empresa, está convencida de que te ha pagado mucho más de lo que te mereces, pero zanjamos civilizadamente el asunto y con una respetable cantidad de dinero por medio.
«SOY EL ESPAÑOL MODELO»
No espero condecoración alguna del actual Gobierno, pero creo que soy el paradigma del español que tanto se alaba.
Podía haber invertido el dinero en un piso o comprar un apartamento en la playa, que es lo que hacía casi todo el mundo en aquel momento, en pleno ‘boom‘ del ladrillo, pero no lo hice.
Podía haberlo metido en la Bolsa o en bonos del Tesoro, pero no. En lugar de eso y como recomienda nuestro presidente, monté una empresa y cree puestos de trabajo.
La empresa, por pura lógica, está en el sector de medios de comunicación, se llama Periodista Digital y es un periódico en Internet.
Fue una decisión arriesgada, porque así como Dios me ha dado mucho talento para el periodismo creo que no ha llamado para el mundo de los negocios, pero respondía a la lógica.
Por variadas razones:
- Siempre he sido periodista.
- Tengo una larga y profunda experiencia en el sector.
- La seducción de la tecnología es difícil de resistir.
Y en la era de la información instantánea, los beneficios de un periódico online sobre el tradicional periódico en papel son evidentes.
Parecía y todavía parece evidente que el camino del éxito en periodismo pasa por Internet.
Compramos un local precioso cerca de la madrileña Plaza de Castilla, instalamos tecnología punta, desarrollamos nuestro propio editor de contenidos, y sin arrastrar uno sólo de los vicios del periodismo tradicional, saltando por encima de conceptos como la división en secciones o el afán generalista, pusimos en marcha una redacción que funciona sin secretarias, telefonistas, porteros, recepcionistas, mensajeros o conserjes.
También sin almuerzos de trabajo, dietas, taxis, móviles de empresa, taxis o puentes.
Un equipo de unas 20 personas que nos ha permitido colocar a Periodista Digital entre las Web de información en castellano más leídas.
AL BORDE DEL ABISMO
Y a pesar de todo, del trafico que tenemos -varios millones de usuarios únicos al mes-, de que no arrastramos deudas con los bancos, que no estamos gravados por costosas licencias, ni tenemos una plantilla envejecida y cara, estamos… —–como se describe en el título que adelanté para esta conferencia—– «al borde del abismo».
Mejor que otros, con mucho más nombre, tamaño e historia y no voy a citar diarios conocidos o cadenas de televisión.
Vivimos en el borde y sería insensato negar que el periodismo, como negocio y como actividad, anda sumido en un ‘cataclismo‘ de cuidado. He utilizado la palabra ‘cataclismo y no ‘problema‘ con toda intención.
Y por una razón: los problemas tienen soluciones, los ‘cataclismos‘ tienen consecuencias.
Un problema, por ejemplo, es que se te pinche una rueda del coche el día que sales de vacaciones con tu familia.
Lo solucionas poniendo tu mismo la de repuesto, llamando al servicio de ayuda en carretera para que lo haga o parcheando el neumático en una gasolinera, con lo que retornas a la situación original y sigues viaje.
Puede que manchado de grasa, con cierto retraso y malhumorado, pero sigues ruta.
Un ‘cataclismo‘, por ejemplo, es envejecer. Puedes encontrar una respuesta o asumirlo con dignidad, puedes dedicarte al golf, irte de cruceros o hartarte de Viagra, pero nunca solucionarlo y volver a la situación original.
Si me perdonan el atrevimiento, permítanme decirles que uno de los errores que se están cometiendo ahora con respecto a España es ver la actual crisis como un problema, cuando es un ‘cataclismo‘ y de órdago.
Respecto a la economía española, hay preguntas obvias:
- ¿Qué ha pasado?
- ¿Dónde se ha ido nuestro dinero?
- ¿Cómo se han evaporado 20 años de acumulación de riqueza?
Y la más importante de todas: ¿Nos recobraremos?
En mi opinión, nuestro drama no se soluciona reparando unas cuantas cosas y volviendo al estado anterior.
Nuestros males van más lejos y tienen mucha más profundidad que trastornos recientes como los cinco millones de parados, la falta de crédito o la prima de riesgo.
Los expertos y los políticos tienen a asumir que la economía funciona en el vacío y que basta darle a máquina de imprimir dinero o teclear en un ordenador para enderezar las cosas, pero vivimos en un mundo de recursos escasos, donde las facturas llegan y más pronto o más tarde hay que pagarlas.
En España habrá que rehacerlo todo, replantearse hasta la estructura del Estado y empezar de nuevo. Lo mismo ocurre con el periodismo.
Una diabólica convergencia de factores hacen literalmente imposible la supervivencia de las empresas periodísticas tal como han existido hasta ahora.
Aunque no podemos predecir con exactitud qué va a pasar y cuándo, si estamos en condiciones de adelantar lo que es posible y probable:
- Seguir como antes es imposible.
- Entrar en barrena, es altamente probable.
- Los grandes dinosaurios de la prensa van camino de la extinción y el periodismo que yo he vivido y disfrutado durante tres décadas años no volverá.
Para empezar, los periodistas y los medios de comunicación tenemos mucho menos control sobre la comunicación que nunca antes.
Hasta la llegada de Internet el coste de recabar información, jerarquizarla y distribuirla limitaba el número de operadores.
La escasez de información elevaba el valor de las noticias.
La escasez, la dificultad para transmitirlas y el retraso en hacerlo.
LA BATALLA DE TRAFALGAR
Les voy a poner un ejemplo de cómo eran las cosas, para subrayar el efecto que tiene en todo el proceso la inmediatez de la transmisión actual.
La Batalla de Trafalgar, sin duda el combate naval más decisivo del siglo XIX, porque fue el punto de inflexión a partir del cual se inicia el indiscutible dominio británico de los mares del mundo durante 100 años y el declive de Napoleón, que ya no podrá llevar sus tropas a Inglaterra, tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 en la Bahía de Cádiz.
Fue un combate memorable en el que la escuadra británica, dirigida magistralmente por el Almirante Nelson hizo trizas a la escuadra francoespañola, mandada por el incompetente Villeneuve.
Allí murieron Churruca, Gravina y el hasta el genial Nelson y se hundió para siempre el sueño napoleónico de entrar a caballo en Londres.
Pues bien, el resultado del choque no se conoció en Buckingham Palace hasta 17 días después. Lady Nelson no supo que se había quedado viuda hasta dos semanas y tres días después de que su marido expirase sobre la cubierta del Victory, tras recibir una bala de mosquete, que le entró por el brazo izquierdo y terminó alojada en sus vértebras.
La primera noticia, del impacto de un avión cargado de terroristas islámicos contra la Torre Norte del Wall Trade Center neoyorquino, el 11-S de 2001, le llegó a Osama Ben Laden 17 segundos después de que se produjera y eso que estaba escondido en una granja de Kandahar, en Afganistán, donde la única fuente de electricidad era un ruidoso generador de gasoil.
En un mundo de información escasa, como era hasta 10 años, el periodista aportaba valor por tres razones:
- 1).- Tenía acceso privilegiado a las fuentes de la información
2).- Contaba los hechos con talento literario o por lo menos con interés.
3).- Controlaba la distribución de las noticias.
Ya no. Para empezar, vivimos en un planeta inundado de información, en el que las fuentes -partidos políticos, empresas, personalidades, científicos y hasta famosillos– han descubierto que pueden llegar directamente al público sin necesidad de utilizar como intermediario al periodista.
Con la ayuda de una tecnología, cada día más barata y sencilla de manejar, cualquiera, con dos dedos de frente y un mínimo sentido gramatical, puede recabar información, jerarquizarla y transmitirla de forma efectiva a grandes masas de público, sin necesidad de tener detrás una empresa periodística.
A eso se suma que la gente lee cada día de forma más superficial, soporta peor textos que superen en extensión el tiempo que un ciudadano sano pasa sentado en el cuarto de baño, se nutre esencialmente de titulares y tiene delante una oferta tan variada y enorme, que no va a pagar por lo que puede obtener gratis y moviendo sólo un dedo.
En resumen:
- El periodista no decide ya lo que es publicable y lo que no.
Lo mismo pasa con las empresas, cuyo papel como guardabarreras de la información se ha erosionado tanto, que apenas se nota.
Antes, en una ciudad como La Coruña, lo que no salía en La Voz de Galicia no existía. Daba igual que te casases o fallecieras.
Si la reseña o la esquela no aparecía en ecos de sociedad o en obituarios, la mayor parte de la gente no se enteraba. O tardaba tanto en hacerlo, que si se inmutaba con la noticia.
Ahora, un listo con un ordenador y una conexión 3G a Internet, puede poner patas arriba a un presidente, como le hizo el impulsor del Drudge Report a Bill Clinton a cuenta de la becaria Lewinsky o hundir a un director general y mandarlo al calabozo, acompañado de un todopoderoso consejero autonómico acabe en el calabozo, como ha ocurrido con los Eres fraudulentos de Andalucía.
Y para colmo, se ha volatilizado la publicidad, sin cuyos ingresos las empresas periodísticas no pueden subsistir.
Los anuncios no son algo que necesite ineludiblemente ir pegado a las noticias. Van o quieren ir donde hay audiencia.
Y un Gran Hermano televisivo o una bronca entre dos flamencas genera mucho más audiencia que el más acerado editorial de ‘El País’.
El drama, lo que convierte a esto en un ‘cataclismo‘ y no en un problema, es que no es un contratiempo temporal.
Zara, el paradigma mundial del éxito comercial, funciona y triunfa sin hacer publicidad. Invierte todo lo que otros meten en promoción, en adquirir locales con carga simbólica, estratégicamente situados, y hace así sus propias campañas de imagen. No me extrañaría que cunda el ejemplo.
¿QUÉ HACER?
Llegado a este punto la pregunta es evidente: ¿Qué hacer?
En lo que a mi respecta y a Periodista Digital, donde me juego el honor, el prestigio profesional, la salud y hasta las pestañas, pues… cuerpo a tierra, barriga al suelo y apretar el culo con la esperanza de que la economía tenga un respiro, se revitalice un poco el consumo y las empresas necesiten decidan gastar algo en marketing.
Nosotros somos austeros como monjes y con poco conseguiremos mantener los 20 puestos de trabajo y hasta crecer moderadamente.
Mal lo tienen los grandes. Algunos, como ‘El Mundo’ de Pedrojota, ‘La Razón‘ de Lara y hasta la Asociación de la Prensa, ya han pedido a Rajoy que subvencione al sector con la excusa de que está en juego el interés general.
Los periodistas tendemos a ver nuestro trabajo en términos morales, casi como algo sagrado.
Con más arrogancia que sentido común, damos por supuesto que nuestra labor enriquece la democracia, porque en teoría llevamos alivio al afligido y controlamos los excesos del poder, y que esa actividad no tiene que estar sujeta a las exigencias de un negocio normal.
Sobre lo que no reflexionamos nunca es si lo que hacemos aporta realmente valor y cómo se pagan las facturas.
Difícil veo yo que, en estas circunstancias, con recortes hasta en Sanidad y Educación, subvencione el Gobierno a los mismos que hemos puesto a Zapatero a caer de un burro por subvencionar hasta al sursum corda, que clamamos contra la financiación del cine y cada día aplaudimos los recortes.
Nos tenemos que ir preparando -algunos lo estamos haciendo ya- para una nueva era y todavía no tenemos claro no ya el modelo de negocio, sino si existe negocio viable en este sector.
Que no salga de aquí: sin el maná oficial y mientras dure, el negocio periodístico va camino de convertirse en una mezcla entre la orden mendicante y el asaltante de caminos.
Como los políticos suelen ser bastante ingratos y no se acuerdan de casi nadie cuando llegan al cargo, sacará el más bandolero, quien más presione y menos escrúpulos tenga, pero ni eso es para siempre.
Sobre todo ahora, que no hay recalificaciones de suelo, contratos millonarios en asesoría o palacios de la cultura que construir a cuenta del sufrido contribuyente.
Dentro de 10 años, todo será diferente.
Lo único que espero yo, es seguir siendo periodista porque no conozco otra profesión más bonita, emocionante y divertida que esta.
ALFONSO ROJO
*Conferencia dada en la ciudad de La Coruña el 26 de abril de 2012.