No hay papel más desairado que el de aguafiestas.
No soy masoquista ni proclive a la autoflagelación, pero en ocasiones conviene hacer un alto, respirar hondo y reflexionar.
Yo lo hago al menos una vez por semana y la conclusión es devastadora.
Somos una sociedad en permanente, variado y variopinto autoengaño.
Una sociedad que se traga todas las mentiras, bulos y bolas que le cuentan.
Un mito, tan persistente como infundado, es el de que somos gente indómita, ingobernable…
Y adornando la fábula se han creado etiquetas como la ‘furia española’.
Ni furia, ni bravura, ni leches en vinagre.
No hay en Occidente, quizá con la excepción de los alemanes, que quedaron castrados tan el repaso que les dieron rusos, americanos y británicos en la II Guerra Mundial, un colectivo mas sumiso, dócil y obediente que el español.
Quien tenga alguna duda que se acuerde de la mansedumbre con que aceptamos las arbitrariedades del Gobierno Frankenstein durante la pasada pandemia.
Aquí dicen por decreto que no se sale de casa, y no pisa la calle ni Dios.
Ordenan, también por decreto, no fumar y al día siguiente no enciende un cigarrillo ni María Santísima.
Está también el embuste de que amamos nuestro país y la aventura. ¡Falso!
De aquellos paisanos que hace cinco siglos se lanzaron a la conquista de América en barcos que parecían cáscaras de nuez, non quedan ni los genes.
Y no es que el español no sueñe con conquistar nuevos territorios. Es que ni siquiera está dispuesto a defender el suyo.
Una encuesta del CIS, anterior a Tezanos, concluye que sólo el 16% de los ciudadanos arrimaría sin titubear el hombro, para defender España ante una agresión extranjera.
Otra paparrucha es que somos un país galante, entregado, generoso y digno.
Ignoro si es la herencia moruna, una mutación genética o la calorina, pero estamos trufados de serviles, amorales y cobardones.
Lo de Rubiales, durante más de cinco años todopoderoso presidente de la Federación Española de Fútbol, lo deja meridianamente claro.
Irene Montero, la de los 117 violadores liberados, la cónyuge del que se ponía caliente como un mandril imaginando que azotaba a Mariló hasta sangrar, celebra como un avance del feminismo que Rubiales sea defenestrado por haberle estampado un beso en los morros a una jugadora, durante la reciente celebración del Campeonato del Mundo.
Lo de la todavía ministra, desvergonzada copropietaria del chalet con piscina y casita de invitados en Galapagar, es coherente en un ‘progre‘, pero lo de los otros, lo del tropel de periodistas, políticos y mangantes, que hacía la pelota a Rubiales, rubricaba sus apaños con Piqué, y pasó por alto sus negocietes, boutades, ordinarieces y chanchullos, es para vomitar.
Uno puede entender que en el fragor del momento, ofuscado por el titulo, a un gañán célebre por su chabacanería se le funda un fusible y se lance a morrear futbolistas o incluso a los conserjes del estadio, pero que la jauría sólo se active cuando ve que al interfecto ya de salida y huele que está condenado, es estomagante.
En España hay personajes singulares, valientes hasta decir basta y me vienen a la memoria nombres como el de Ignacio Echeverria, el ‘héroe de monopatín’.
Ignacio fue asesinado en 2017 en Londres, cuando en un derroche de coraje inaudito defendió a pecho descubierto a una mujer, a la que apuñalaban tres terroristas yihadistas.
Es la excepción, porque lo común, lo abundante, lo corriente, son fulanos como el del chiste.
El de aquel que llega a casa demudado y comenta que acaba de ver en la calle como dos garrulos enormes majaban a palos a un enclenque viejecito.
- ‘¿Y que hiciste?’ le pregunta su mujer.
- Y el, con gesto contrito, responde: ‘si no le pongo la zancadilla, se les escapa’.
Pais, paisaje y paisanaje.
Yo no se lo que haría llegado el momento, pero cuando me preguntan si sería capaz de dar la vida por mis hijos, siempre subrayo que estaría dispuesto a morir… y a matar por ellos.