Algunos medios le piden perdón ahora, como si su concesión aboliera y borrara el mal inferido y la avilantez de quienes se lo infirieron
La moda de los últimos días en los magazines ínfimos de la televisión ha sido la de pedir perdón a Diego, el ciudadano acusado injustamente de haber violado y asesinado a la niña chica de su pareja.
Dice un proverbio africano que el lobo se pasó el día orando, la noche orando, pero que las ovejas no habrán de fiarse de eso.
Así, los espíritus rectos y sensibles que quedan en éste país, si es que algunos quedan, no deberían fiarse de ese súbito y masivo reconocimiento de culpa de quienes con ello no persiguen, en realidad, sino simular algún adarme de decencia.
El perdón, como se sabe, se sostiene sobre dos fundamentos: el arrepentimiento y el propósito de enmienda, por no hablar del dolor de corazón que, más que un fundamento, es la revelación interior del daño causado y que se pretende reparar.
Nada de eso se da, sin embargo, en los lobos que volverían a hacerlo, que volverían a interpretar la expresión perpleja de Diego esposado y exhibido ante las cámaras como la de un abyecto asesino. Volverían a hacerlo, volverán a hacerlo, porque, en puridad, no saben hacer otra cosa.
El médico que muy probablemente provocó, con su dejación y su impericia, la sucesión de calamidades, los policías que tan mal custodiaron al detenido y los que le maltrataron psicológicamente, algunos titulares de prensa amarillos y los gacetilleros sin cultura y sin conciencia, se ensañaron con un chico cuyo único delito había sido buscar asistencia sanitaria para la niña que se había lastimado al caerse de un columpio.
Algunos de ellos le piden perdón ahora, como si su concesión aboliera y borrara el mal inferido y la avilantez de quienes se lo infirieron, pero creo que Diego entiende, con muy buen juicio pese a las brumas de los ansiolíticos que le administran para que supere el trance de la muerte de la niña y el de su propia crucifixión pública, que hay cosas que, mejor que despacharlas falsamente con un perdón imposible, no deben, por nada del mundo, hacerse.
Mañana, lector, le puede tocar a usted. Todos cuantos labraron la desventura de la niña y del muchacho siguen ahí, activos, con su poder.