Hasta ahora, la contrainsurgencia en lo único que ha triunfado es en crear una demanda infinita del producto esencial suministrado por el ejército: guerra perpetua
Barack Obama ha decidido destituir al general Stanley McChrystal como jefe de las fuerzas de la OTAN en Afganistán después de unos comentarios del prestigioso militar a una revista que son entendidos como un acto de insubordinación.
El presidente estadounidense nombra en su sustitución al general David Petraeus, jefe del Mando Central del Ejército de EE UU.
«He aceptado la renuncia del general McChrystal, lo hice con gran pesar», ha dicho Obama a la prensa en la Casa Blanca.
Según el mandatario, su decisión no la ha tomado por «diferencias políticas con McChrystal», sino porque su comportamiento «no está a la altura de lo que se requiere de un general».
El presidente norteamericano ha comunicado su decisión personalmente a McChrystal en una reunión que ambos mantuvieron por la mañana hora de Washington cara a cara en el Despacho Oval de la Casa Blanca durante menos de media hora.
Obama ha dicho que aceptar la dimisión de McChrystal es «lo correcto» tanto para el Ejército estadounidense como para la guerra en Afganistán, y ha asegurado que aunque ahora sea el David Petraeus, quien asuma el mando en el país asiático, no habrá «diferencias en la política».
Posteriormente, Obama se ha reunido con los secretarios de Estado, Hillary Clinton, y de Defensa, Robert Gates, para evaluar las consecuencias que la salida de McChrystal puede representar para el curso de la guerra en Afganistán.
McChrystal, de 55 años, fue el encargado de desarrollar durante el último año la nueva estrategia de Obama en Afganistán.
McChrystal arremete en la entrevista con la revista Rolling Stone contra dirigentes políticos y diplomáticos estadounidenses, ministros franceses y ex militares convertidos en asesores de Obama. Ni siquiera escapa el presidente de sus dardos.
LA VERSIÓN DE ROLLING STONE
La explosiva entrevista al general Stanley McChrystal, comandante de las fuerzas internacionales en Afganistán, en la revista Rolling Stone sólo se valió de citas grabadas y revisadas para su uso por sus asesores, dijo ayer el editor ejecutivo de la publicación.
«Todo lo que se publicó está grabado«, dijo el editor Eric Bates a CNN.
«Tenemos un montón de cosas off the record y no las usamos. Respetamos todos los límites».
«Siempre que imprimimos el nombre de alguien o algo, lo hacemos porque está grabado. Estas no son declaraciones que su equipo [de McChrystal] sacó de la manga sin que él lo supiera.»
Bates dijo que el impactante artículo, titulado «El general fugitivo», se benefició del hecho de que el autor quedara varado junto a McChrystal y su gente cuando su vuelo fue cancelado por la ceniza del volcán islandés en abril; luego todos tuvieron que tomar un ómnibus de París a Berlín.
«Nuestro periodista estuvo en la ruta con él varios días, salió a tomar algo con ellos, los vio preparando discursos y también fueron a Afganistán».
El periodista, Michael Hastings, estaba familiarizado con los altos cargos del ejército estadounidense por su trabajo como reportero en las guerras en Irak y en Afganistán.
EL REPORTAJE DE LA POLÉMICA
El General fuera de control
Obama llama a consulta urgente a Stanley McChrystal, el más alto comandante de EE UU en Afganistán, por un reportaje de la edición americana de ‘Rolling Stone’. Este es el artículo completo, donde McChrystal critica al entorno de Obama y ridiculiza al vicepresidente Joe Biden. McChrystal ha tomado el control de la guerra, no perdiendo nunca de vista al verdadero enemigo: los blandengues de la Casa Blanca. Por Michael Hastings.
¿Cómo he podido verme metido en esta cena? Pregunta el General Stanley McChrystal. Es jueves por la noche de mediados de abril, y el comandante de las Fuerzas Armadas y de la OTAN en Afganistán está sentado en la suite de un Hotel Westminter, de cuatro estrellas, en París.
Se encuentra en Francia para vender su nueva estrategia de guerra a nuestros aliados de la OTAN -para mantener la ficción, en esencia, de que de verdad tenemos aliados. Desde que McChrystal asumió el mando, hace un año, la guerra Afganistán se ha convertido en propiedad excluisiva de los Estados Unidos.
Las oposiciones a la guerra, ya han acabado con el gobierno danés, forzando la dimisión del presidente alemán y provocando que tanto Canadá como Holanda anunciaran la retirada de sus 4.500 tropas.
McChrystal está en París para evitar que a los franceses, que han perdido más de 40 soldados en Afganistán, les tiemblen las piernas y comiencen a dudar.
«La cena viene con el puesto, señor», dice su jefe de gabinete, el Coronel Charlie Flynn.
McChrystal se gira rápido en su silla.
«Eh, Charlie», le pregunta, «¿viene esto con el puesto?».
Mientras, le enseña el dedo del centro.
El general mira a su alrededor, a la habitación que su equipo de viaje de diez personas ha convertido en un centro de operaciones a gran escala. Las mesas están llenas de ordenadores portátiles de gran resistencia, y cables azules entrecruzados sobre la gruesa moqueta del hotel, conectados a antenas parabólicas para proveer línea de teléfono encriptada y comunicación vía e-mail.
Va vestido de civil e informal, con corbata azul, una camisa y pantalones de sport (McChrystal no se encuentra en su elemento). París, como uno de sus asesoradores dice, es «la ciudad más anti-McChrystal que se pueda imaginar».
El general odia los restaurantes lujosos, rechazando cualquier lugar con velas sobre las mesas, por ser «demasiado Gucci». Prefiere su cerveza Bud Light con sabor a lima (su favorita) al Burdeos; y películas como Pasado de vueltas (comedia deportiva intrascendente), su filme favorito, a Jean-Luc Godard. Además, estar en el escaparate de cara a la opinión pública nunca ha sido un lugar donde McCrystal se sintió cómodo: antes de que el presidente Obama lo pusiera al mando en la guerra de Afganistán, estuvo cinco años llevando a los Black Ops (grupos de operaciones especiales) más secretos del Pentágono.
«¿Cuál es la actualización en el bombardeo de Kandahar?», le pregunta McChrystal a Flynn. La ciudad ha sido golpeada con dos potentes coches bomba en un solo día, levantando la duda sobre las garantías del general de que podía arrancársela a los talibanes.
«Tenemos dos KIA,s [Killed in action, muertos en acción], pero no me lo han confirmado», dice Flynn.
McChrystal echa un último vistazo a la suite. A los 55 años, está descarnado y delgaducho, algo así como una versión mayor de Christian Bale en el filme Rescate al amanecer. Sus ojos azul oscuro tienen la inquietante habilidad de penetrarte cuando se fijan en ti. Si la jodes o le decepcionas, pueden destrozar tu alma sin la necesidad de que él alce la voz.
«Preferiría que me pegaran una paliza todos los que caben en esta habitación a tener que ir a esta cena», dice McChrystal.
Hace una pausa.
«Desafortunadamente, nadie de esta habitación podría hacerlo»:
Y sale por la puerta.
«¿Con quién va a la cena?», le pregunto a uno de sus ayudantes.
«Algún ministro francés», me dice, «es una gilipollez».
A la mañana siguiente, McChrystal y su equipo se juntan para preparar un discurso que el va a dar en la École Militaire, la academia militar francesa. El general se enorgullece de ser más agudo y con más cojones que nadie.
Pero su descaro tiene un precio: aunque McChrystal ha estado al mando de la guerra durante sólo un año, en ese tiempo se las ha apañado para cabrear a casi todas las partes implicadas en el conflicto. El otoño pasado, durante una sesión de preguntas y respuestas, siguiendo un discurso que había dado en Londres, McChrystal desestimó la estrategia antiterrorista, respaldada por el vicepresidente Joe Biden, como «corta de miras», alegando que conduciría a un estado de «Caos-istán».
El comentario le valió una colleja del presidente, en persona, que llamó al general a una lacónica reunión privada a bordo del Air Force One. El mensaje a McChrystal pareció claro: cállate la puta boca, y pasa desapercibido.
Ahora, repasando las notas de su charla en París, McChrystal se pregunta en voz alta qué pregunta sobre Biden le tocará hoy, y cómo deberá responder. «Yo nunca sé qué va a surgir ahí subido, ese es el problema», dice. Entonces, incapaces de ayudarse a sí mismos, él y su equipo imaginan como sería esa contestación, en una sola línea: «Está usted preguntando por el vicepresidente Biden», McChrystal dice riendo.
«¿Quién es ese?
«¿Biden?», sugiere su ayudante de más rango.»Has dicho Bite me (muérdeme)»?
Cuando Barck Obama pisó el Despacho Oval, inmediatamente se preparó para actuar en la promesa más importante de su campaña en política internacional: volverse a centrar en la guerra de Afganistán, en lo que nos llevó a invadirlos en primer lugar.
«Quiero que los americanos lo entiendan», decía en marzo de 2009. «Tenemos un claro y centrado objetivo: interrumpir, desmantelar y vencer a Al Qaeda en Paquistán y Afganistán».
Mandó 21.000 tropas más a Kabul, el mayor incremento desde que comenzó la guerra en 2001. Siguiendo el consejo del Pentágono y de la Junta de Jefes de Estado Mayor, también despidió al General David McKiernan -entonces, el Comandante de EE UU y de la OTAN en Afganistán- y lo reemplazó con un hombre que no conocía y con el que apenas se había encontrado: el General Stanley McChrystal.
Era la primera vez que un alto general había sido relevado de servicio en tiempos de guerra en más de 50 años, desde que Harry Truman contrató al General Douglas MacArthur, en la cumbre de la guerra de Corea.
A pesar de que votó por Obama, McCrystal y su nuevo comandante en jefe no conectaron. El general se encontró por primera vez con Obama una semana después de que este asumiera el cargo, cuando el Presidente se reunió con una docena de oficiales militares senior, en una sala del Pentágono conocida con el Tanque.
De acuerdo con fuentes cercanas a la reunión, McChrystal pensó que Obama pareció «incómodo e intimidado» por la habitación repleta de militares de altos vuelos. Su primera reunión en solitario tuvo lugar en el Despacho Oval, cuatro meses después, cuando McChrystal ya tenía su trabajo en Afganistán, y no fue mucho mejor. «Era una operación fotografía de diez minutos», cuenta un asesor de McChrystal. «Obama claramente no sabía nada de él ni quién era. Aquí está el tipo que va a dirigir su jodida guerra, pero no parecía muy comprometido. El Jefe estaba muy decepcionado».
Desde el principio, McChrystal estaba decidido a dejar su sello personal en Afganistán, a usarla como un laboratorio para una controvertida estrategia militar, conocida como la contrainsurgencia. COIN, como es conocida la teoría, es la nueva biblia de los jefazos del Pentágono. Una doctrina que pretende compatibilizar la preferencia de los militares por la violencia de alta tecnología, con las demandas de batallas prolongadas en el tiempo, en estados fallidos.
COIN llama al envío de grandes números de tropas sobre el terreno, no sólo para destruir al enemigo, sino también para vivir entre la población civil, y, lentamente, recontruir, o construir de la nada, otro gobierno de la nación. Un proceso que, incluso sus defensores más acérrimos, admiten que requiere años, si no décadas, para llevarse a cabo.
Esta teoría, esencialmente, renombra a las fuerzas militares, expandiendo su autoridad (y sus fondos) para abarcar los lados diplomático y político de la guerra: piense en los Boinas Verdes [fuerzas especiales de la Armada] como si fueran voluntarios de operaciones de paz. En 2006, después de que el General David Petraeus testó la teoría durante su «renacer» en Irak, rápidamente se ganó un núcleo duro de seguidores como think-tankers (grupos de asesoramiento), periodistas, oficiales militares y civiles.
Apodados «COINdinistas» por su entusiasmo sectario, este infuyente equipo creyó que la doctrina sería la solución perfecta para Afganistán. Lo único que necesitaban era un general con suficiente carisma y desparpajo político para implementarla.
Cuando McChrystal se apoyó en Obama para impulsar la guerra, lo hizo con el mismo arrojo con el que cazaba terroristas en Irak: descubre cómo opera tu enemigo, sé más rápido y más despiadado que nadie. Entonces, elimina a esos cabrones. Después de llegar a Afganistán en junio pasado, el general condujo su propio policy review (analisis de su rendimiento), ordenado por el Secretario de Defensa, Robert Gates.
El infame documento se filtró a la prensa, con una conclusión nefasta: si no mandábamos otras 40.000 tropas -hinchando el número de Fuerzas Armadas en casi la mitad- estábamos en peligro de «operación fracasada». La Casa Blanca estaba furiosa. McChrystal, sentían, estaba intentando intimidar a Obama, enfrentándole a la acusación de débil en seguridad nacional a no ser que hiciera lo que el general quería. Era Obama contra el Pentágono, y el Pentágono estaba dispuesto a darle una patada en el culo al presidente.
En otoño pasado, con su general más alto pidiendo más tropas, Obama lanzó una revisión de tres meses para reevaluar la estrategia en Afganistán. «Ese tiempo fue doloroso», me dice McChrystal en una de las muchas largas entrevistas. «Estaba vendiendo en una posición invendible».
Para el general era un curso rápido en política circular -una batalla en la que se dejó los huesos contra experimentados insiders como el vicepresidente Biden, que sostenía que una campaña de contrainsurgencia prolongada en Afganistán sumiría a Estados Unidos en un atolladero militar sin debilitar las redes de terrorismo internacional. «Toda la estrategia COIN es un fraude perpetrado en el pueblo americano», dice Douglas Macgregor, un coronel retirado y un crítico líder contra la contrainsurgencia, que asistió a West Point (Academia Militar de EE UU) con McChrystal.
«La idea de que nos vamos a gastar un trillón de dólares en la reconstrucción de la cultura islámica es un total sinsentido».
Al final, a pesar de todo, McChrystal consiguió casi todo lo que quería. El 1 de diciembre, en un discurso en West Point, el Presidente presentó todas las razones por las que luchar en la guerra de Afganistán era una mala idea: es caro; estamos sumidos en una crisis económica; un compromiso de una década de duración minaría el poderío americano; Al Qaeda ha desviado su base de operaciones a Paquistán.
Entonces, sin usar las palabras «victoria» o «ganar», Obama anunció que mandaría 30.000 tropas más a Afganistán, casi tantas como McChrystal había pedido. El Presidente se había colocado, aunque vacilante, junto a los que apoyaban la contrainsurgencia.
Hoy, mientras McCrystal acelera hacia una ofensiva en el sur de Afganistán, el prónostico de éxito es sombrío. En junio, la tasa de mortalidad en las tropas de EE UU pasaron los 1.000, y el número de IEDs (artefactos explosivos improvisados) se ha duplicado.
Gastando cientos de miles de millones de dólares en el quinto país más pobre de la tierra, se ha fracasado en conseguir el apoyo de la población civil, cuya actitud hacia las tropas americanas varía de intensamente cautelosa a abiertamente hostil.
La operación militar más grande del año -una feroz ofensiva que comenzó en febrero, para retomar la ciudad sureña de Marja- continúa alargándose, instigando al propio McChrystal a que se refiera a ella como su «úlcera sangrante».
En junio, Afganistán oficialmente sobrepasó a Vietnam como la guerra más larga de la historia americana, y Obama ha empezado a retirarse silenciosamente de la fecha límite marcada para la salida de las tropas, en julio del año que viene.
El Presidente se encuentra a sí mismo atascado en algo más insensato que un atolladero: un atolladero en el que él solito se metió, a sabiendas, a pesar de que es un proyecto gigantesco, de creación de una nación multigeneracional que él explícitamente dijo que no quería.
Incluso aquellos que apoyan a McChrystal y su estrategia de contrainsurgencia saben que cualquier logro que el general alcance va a parecerse más a Vietnam que a la Tormenta del Desierto. «No va a parecer una victoria, oler a victoria o saber a victoria», dice el General Bill Mayville, quien sirve como jefe de operaciones para McChrystal. «Esto va a acabar en pelea».
La noche antes de su discurso en París, McChrystal y su equipo se dirigen al Kitty O’Shea’s, un pub irlandés para turistas, a la vuelta de la esquina del hotel. Su mujer, Annie, se ha juntado con él, en una rara visita: desde que empezó la guerra de Irak en 2003, ha visto a su marido menos de 30 días al año.
Pero como es su 33 aniversario de boda, McChrystal ha invitado a su círculo más íntimo a cenar y a unas copas, en lugar «menos Gucci» que su equipo ha podido encontrar. Su mujer no está sorprendida. «Una vez me llevó a Jack in the Box (restaurante de comida rápida), aunque iba vestida de forma muy formal», dice con una sonrisa.
El equipo del general es una colección, elegida a dedo, de asesinos, espías, genios, patriotas, operadores políticos y descaradamente maníacos. Hay un antiguo cabeza de las Fuerzas Especiales Británicas, dos Navy SEAL (grupos de operaciones especiales de la marina), un comando de las Fuerzas Especiales afganas, una abogado, dos pilotos de caza y al menos dos docenas de veteranos de combate y expertos en contrainsurgencia.
Se llaman a sí mismos, entre bromas, Team América, tomado de una parodia sobre la estupidez de los militares, en la serie de animación South Park. Y se enorgullecen de sí mismos con su actitud «yo puedo» y su desdén por la autoridad.
Tras llegar a Kabul, el verano pasado, el Team América empezó a cambiar la cultura de la International Security Assistance Force [ISAF, misión en Afganistán liderada por la OTAN]. Los soldados americanos ridiculizaban las siglas con diversos significados jocosos como I suck at fighting (soy malísimo luchando) o In sandals and flipflops (con sandalias y chanclas). McChrystal prohibió el alcohol en la base, expulsó al Burguer King y otros símbolos de los excesos yanquis, alargó las sesiones de intrucción matinales, para incluir a miles de oficiales, y remodeló el centro de mando en una sala de seguimiento. Un centro de información, diseñado emulando las oficinas de Nueva York del Mayor Mike Bloomberg.
También fijó un rítmo frenético para su equipo, convirtiéndose en legendario por dormir cuatro horas por noche, correr once kilómetros cada mañana, y comer una vez al día (en el mes que pasé junto al General fui testigo de este último dato). Se ha creado una leyenda de súper hombre a su alrededor, como si la habilidad de continúar sin dormir y sin comida se tradujera en la posibilidad de un hombre ganando la guerra con una sola mano.
A media noche, en Kitty O’Shea’s, más de medio Team América está pedo. Dos oficiales hacen un baile irlandés, mezclado con pasos de una danza nupcial tradicional afgana, mientras que los asesores de McChrystal se cogen por los hombros y cantan, arrastrando las palabras, una canción inventada por ellos.
«¡Afganistán!», braman. «¡Afganistán!». Y la llaman su canción de Afganistán. McChrystal se retira del círculo, observando a su equipo. «Todos estos hombres», me dice. «Moriría por ellos y ellos morirían por mí».
Los hombres reunidos pueden parecer y sonar como una panda de veteranos de combate desfogándose, pero de hecho este grupo tan unido representa la fuerza más poderosa, dando forma a la política estadounidense en Afganistán. Mientras McChrystal y sus hombres tienen indiscutible control de todos los aspectos militares de la guerra, no hay un equivalente en el lado político o diplomático.
En cambio, unos cuantos jugadores de la administracion compiten por el portfolio de Afganistán: el embajador americano, Karl Eikenberry; el representante especial de Afganistán, Richad Holborroke; el asesor de seguridad nacional, Jim Jones, y la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, sin mencionar cuarenta, más o menos, embajadores en coalición y una gran cantidad de comentaristas que intentan meterse a sí mismos en el jaleo, como John Kerry o John McCain.
Esta incoherencia diplomática ha permitido al equipo de McChrystal tomar las decisiones, y obstaculizar los esfuerzos de construir un gobierno estable y creíble en Afganistán. «Pone en peligro la misión», dice Stephen Biddle, un miembro senior de Consejo de Relaciones Internacionales que apoya a McChrystal. «El ejercito no puede por sí solo crear una reforma de gobierno».
Parte del problema es estructural: el presupuesto del Departamento de Defensa sobrepasa los 600 billones de dólares, mientras que el Departamento de Estado sólo recibe 50 billones de dólares. Pero parte del problema es personal: en privado, el equipo de McChrystal le gusta echar mierda sobre la gente de Obama, en el lado diplomático.
Un ayudante llama a Jim Jones, un general retirado con cuatro medallas y veterano de la Guerra Fría, un «payaso» que sigue «atascado en 1985». Políticos como McCain y Kerry, dice otro ayudante, «aparece y tiene una reunión con Karzai (Presidente de Afganistán), le critican en una rueda de prensa en el aeropuerto, y vuelven a tiempo para los programas de tertulias del domingo. Francamente, eso no es muy útil».
Sólo Hillary Clinton recibe buenas críticas del compacto círculo de McChrystal. «Hillary protegió a Stan durante la revisión estratégica», cuenta un asesor. «Ella dijo: si Stan quiere algo, dadle lo que necesita».
McChrystal se guarda un escepticismo especial para Holborooke, el oficial engargado de la reintegración talibana. «El Jefe dice que es como un animal herido», asegura un miembro del equipo del general. «Holbrooke siempre está oyendo rumores de que va a ser despedido, así que eso lo convierte en peligroso».
En un momento de su viaje a París, McChrystal mira su BlackBerry. «Oh, otro mail de Holbrooke, no», gruñe. «Ni siquiera quiero abrirlo». Hace click en el mensaje y lee el saludo en voz alta, y vuelve a poner el aparato de vuelta en su bolsillo, sin molestarse en ocultar su irritación.
«Asegurate de que no se te pegue eso en la pierna», bromea un ayudante, refiriéndose al email.
Con mucha diferencia, la relación más crucial -y tirante- se da entre McChrystal y Eikenberry, el embajador de EE UU en Afganistán. Según los cercanos a los dos hombres, Eikenberry -un general retirado con tres estrellas, que sirvió en Afganistán en 2002 y 2005- no puede soportar que su antiguo subordinado sea ahora el que mande.
También está furioso de que McChrystal, respaldado por los aliados de la OTAN, se negase a colocar a Eikenberry en el fundamental puesto de virrey de Afganistán, que le hubiera convertido en el equivalente diplomático al general.
El cargo, en cambio, fue para el Embajador Británico Mark Sedwill -un movimiento que muy eficientemente aumentó su influencia en cuestiones diplomáticas, tras quitarse del medio a un rival poderoso. «En realidad, ese puesto necesita ser ocupado por un americano para que pueda tener peso», dice un oficial americano, familiarizado con las negociaciones.
La relación fue aún más tensa en enero, cuando un documento clasificado que escribió Eikenberry, se filtró a The New York Times. El escrito era tan mordaz como predecible. El embajador lanzaba una crítica brutal a la estrategia de McChrystal, rechazaba al presidente Hamid Karzai como «no es un socio estratégico adecuado», y planteaba la duda de si el plan de contrainsurgencia sería «suficiente» para hacer frente a Al Qaeda. «Nos vamos a volver demasiado comprometidos aquí, sin forma alguna de liberarnos», advirtió Eikenberry, «ni permitir que el país vuelva a caer en la anarquía y el caos.»
McChrystal y su equipo fueron cegados por la carta. «Me gusta Karl, lo conozco desde hace años, pero ellos nunca nos han dicho nada parecido», dice McChrystal, quién admite sentirse «traicionado» por la filtración. «He aquí uno que protege su costado para los libros de historia. Ahora si fracasamos, pueden decir, «os lo dijimos».
El ejemplo más llamativo de la usurpación de McChrystal en la política diplomática es como lidia con Karzai. Es McChrystal, no diplomáticos como Eikenberry o Holbrooke, el que disfruta de la mejor relación con el hombre en el que Estados Unidos ha confiado para liderar Afganistán.
La doctrina de la contrainsurgencia requiere un gobierno creíble, y dado que Karzai no tiene la confianza de su propia gente, McChrystal ha trabajado duro para otorgarle credibilidad. Durante los últimos meses, ha acompañado al presidente en más de diez viajes por el país, manteniéndose a su lado en reuniones políticas, o shuras, en Kandahar.
En febrero, el día antes de la ofensiva a Marja, McChrystal incluso condujo hasta el palacio del presidente, para plasmar su firma en lo que sería la mayor operación militar del año. El personal de Karzai, sin embargo, insistió que el presidente estaba durmiendo, intentando superar un resfriado, y no podía ser molestado. Después de varias horas intentando convencerles, McChrystal consiguió la ayuda de ministro de Defensa de Afganistán, que persuadió a la gente de Karzai para que le despertaran de su siesta.
McCHRYSTAL NO SÓLO MANDA EN EL CAMPO DE BATALLA,
SINO QUE TAMBIÉN TOMA DECISIONES DIPLOMÁTICAS.
Este es uno de los principales fallos de la estrategia de contrainsurgencia de McChrystal: la necesidad de construir un gobierno creíble pone Estados Unidos a merced de cualquier líder de poca monta que hayamos respaldado -un peligro que Eikenberry explícitamente advertía en su carta. Incluso el equipo de McChrystal admite en privado que Karzai no es, ni mucho menos, el socio ideal.
«Karzai ha estado encerrado en su palacio el año pasado», se lamenta uno de los principales asesores del general. A veces, Karzai ha socavado activamente el deseo de McChrystal de ponerle al mando. Durante una reciente visita al Walter Reed Army Medical Center, Karzai se reunió con tres soldados de EE UU, que fueron heridos en la provincia de Uruzgan. Cuando Karzai se entero, dijo: «General», gritó a McChrystal, «ni siquiera sabía que estuvieramos luchando en Uruzgan!»
De mocoso, creciendo en el ejército, McChrystal exhibía una mezcla de brillantez y chulería que le siguió durante toda su carrera. Su padre luchó en Corea y Vietnam, retirándose como General, con dos estrellas, y sus cuatro hermanos se unieron a la armada. Moviéndose por las diferentes bases, McChrystal se consoló con el béisbol, un deporte en el que nunca pretendió ocultar su superioridad. En la liga juvenil, gritaba los strikes al público antes incluso de conseguirlos, con sus rápidos lanzamientos.
McChrystal entró en West Point en 1972, cuando el ejército de los Estados Unidos estaba cerca de su punto más bajo de popularidad. Su clase fue la última en graduarse, antes de que la academia comenzara a admitir a mujeres.
La «Prisión del Hudson», como se la conocía entonces, era una potente mezcla de testosterona, hooliganismo y patriotismo reaccionario. Los cadetes constantemente destrozaban el hall en guerras durante las comidas, y los cumpleaños se celebraban con la tradición «folla-ratas», que a menudo dejaba al chico del cumpleaños en la calle, en la nieve o en el barro, cubierto de crema de afeitar.
«Estaba bastante fuera de control», cuenta el Teniente General David Barno, un compañero de clase, que llegó a ser el más alto Comandante en Afganistán de 2003 a 2005. De la clase, llena de lo que Barno llama «tremendo talento» y «adolescentes salvajes con un fuerte sentido del idealismo», también salió el General Ray Odierno, el actual Comandante de Fuerzas Americanas en Irak.
Hijo de un general, McChrystal era también el cabecilla de los disidentes del campus. Un doble role que le enseñó a moverse en un entorno rígido, mientras que le plantaba cara a la oportunidad en cada ocasión que tenía. Acumuló más de cien horas de faltas por beber, salir de fiesta e insubordinación.
Un récord con el que sus compañeros fanfarroneaban, conviertiéndole en Century man (hombre de cien). Uno de sus compañeros, que prefiere no ser nombrado, recuerda haberse encontrado a McChrystal dormido en la ducha, después de bajarse una caja de cervezas que tenía escondida bajo el lavabo. Sus alborotos casi le cuestan la expulsión, y pasó horas sometido a marchas forzadas en «el Area», un patio pavimentado donde se enseñaba disciplina a los cadetes rebeldes.
«A veces, iba a visitarle y me pasaba casi todo el tiempo en la biblioteca, mientras Stan estaba en el Área», recuerda Annie, que empezó a salir con él en 1973.
McChrystal obtuvo el ránking 298 de una clase de 855, un resultado por debajo de las posibilidades de un hombre constantemente señalado como brillante. Su trabajo más convincente fue extracurricular: como editor jefe de The Pointer, la revista literaria de West Point.
McChrystal escribió siete relatos cortos que presagian de forma inquietante muchos de los asuntos que el confrontaría después en su carrera. En un relato, un oficial ficticio protesta sobre la dificultad de entrenar para luchar a tropas extranjeras; en otra, un soldado de 19 años mata a un niño al confundirlo con un terrorista. En La Nota de Brinksman, una pieza de ficción y suspense, un narrador sin nombre parece estar intentando frenar un complot para asesinar al Presidente.
Pero resulta que el narrador es el asesino, capaz de infiltrarse en la Casa Blanca: «El Presidente entró sonriendo. Del bolsillo derecho del abrigo que llevaba conmigo, saqué una pistola del calibre 32. Para fracaso de Brinkman, yo lo había conseguido».
Después de su graduación, el oficial de segunda Stanley McChrystal ingresó en un ejército al que, ya recuperado de la Guerra de Vietnam, se podían reprochar muchas cosas pero una no era encontrarse débil.
«Sentíamos que éramos una generación a la que le había tocado vivir tiempos pacíficos», recuerda. «Estaba la Guerra del Golfo, sí, pero incluso eso no parecía gran cosa». Así que McChrystal pasó su carrera allí donde había acción: se enroló en la Escuela de las Fuerzas Especiales y se convirtió en un comandante de regimiento del tercer batallón de las tropas de asalto (Rangers) en 1986.
Era una posición peligrosa incluso en momentos de paz -cerca de dos docenas de soldados causaron bajas durante los entrenamientos a lo largo de los ochenta-. Era también una ruta inusual en la carrera militar de un hombre: la mayoría de los soldados que quieren escalar posiciones hacia general no acuden a las tropas de asalto.
Mostrando una habilidad especial para transformar sistemas que consideraba desactualizados, McChrystal destacó por revolucionar el régimen de entrenamiento de las tropas de asalto.
Introdujo las artes marciales mixtas, exigió que cada soldado aprendiese a usar lentes de visión nocturna en sus rifles de asalto y obligó a las tropas a fortalecer su resistencia con marchas semanales que implicaban cargar con mochilas muy pesadas.
A finales de los años noventa, McChrystal, muy astutamente, puso en marcha una operación de imagen, pasando un año en la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard y luego en el Consejo de Relaciones Externas.
Allí fue coautor de un tratado sobre las ventajas e inconvenientes de las intervenciones humanitarias. Pero mientras escalaba posiciones, McChrystal además se apoyaba en las lecciones que había aprendido como chico problemático en West Point: sabía exactamente hasta dónde podía forzar una jerarquía militar rígida sin ser expulsado. Descubrió lo lejos que podía llegar siendo un capullo muy inteligente, especialmente después del caos político que sucedió al 11 de septiembre.
«Era un tipo muy centrado», dice Annie. «Incluso como un joven oficial parecía saber exactamente lo que quería. No creo que su personalidad haya cambiado en todos estos años».
Según algunas fuentes, la carrera de McChrystal debería haber terminado en dos ocasiones. Una, como portavoz del Pentágono durante la invasión de Irak, periodo en el que el general parecía más un amplificador de la Casa Blanca que un comandante diligente con solidez como para hablar por si mismo.
Cuando el Secretario de Defensa Donald Rusmfeld dijo su tristemente célebre «estas cosas pasan» (stuff happens) durante el saqueo a Bagdad, McChrystal le respaldó plenamente.
Unos pocos días después se hizo eco, muy ufano, de las afirmaciones del Presidente sobre el fin de la guerra en Irak. Pero fue durante su siguiente comparecencia -frente a la mayor parte de las élites militares, incluyendo las tropas de asalto, los Grupos de Operaciones Especiales de la Marina (Navy Seals) y los Grupos de Aplicaciones de Combate (Delta Force)- cuando McChrystal se implicó en un ejercicio de ocultación que habría destrozado la carrera de cualquier otro.
Después de que el cabo Pat Tillman, la ex estrella de la NFL convertida en soldado de asalto, fuese asesinado de forma accidental por sus propias tropas en Afganistán en abril de 2004, McChrystal contribuyó a crear la sensación de que Tillman había muerto a manos de los afganos. Firmó una recomendación falsificada para la entrega de una estrella de plata a un miembro de las fuerzas armadas que había sugerido que Tillman había sido abatido por fuego enemigo.
McChrystal alegaría más tarde que no leyó la recomendación con detenimiento: una excusa bastante peregrina para un comandante con fama de prestar escrupulosa atención a detalles minúsculos.
Una semana después, McChrystal envió un informe a sus superiores en la escala de mando advirtiendo de forma específica que el Presidente Bush debía evitar mencionar la causa de la muerte de Tillman. «Si las circunstancias de la muerte del cabo Tillman se hacen públicas», escribió, «podría significar el escarnio público del Presidente».
McCHRYSTAL QUIZÁ HAYA CONSEGUIDO COLOCARLE A OBAMA SU ESTRATEGIA, PERO SUS TROPAS NO SE LA TRAGAN
«La falsa realidad que claramente McChrystal ayudó a construir, devaluó las acciones reales de Pat», escribió la madre de Tillman, Mary, en su libro Botas sobre el suelo al atardecer.
McChrystal se salió con la suya, añadiría ella, porque era el «chico de oro» de Rumsfeld y Bush, quien adoraba lo voluntarioso que era, incluso si su buena disposición suponía obviar las normas o saltarse la cadena de mando. Nueve días después de la muerte de Tillman, McChrystal fue promocionado al puesto de General.
Dos años después, hacia finales de 2006, McChystal estuvo involucrado en un escándalo relacionado con abusos y tortura a prisioneros en Camp Nama, en Irak. De acuerdo con un informe del Observatorio de Derechos Humanos (Human Right Watch), los prisioneros del campo eran objeto de un ritual de maltrato que ya era habitual: someterlos a posturas antinaturales y arrastrarlos desnudos por el fango.
McChrystal no fue sancionado por el escándalo, a pesar de que un interrogador del campo dijo haberle visto inspeccionando la presión en múltiples ocasiones. Lo que McChrystal vio fue tan incómodo que intentó que las operaciones con prisioneros no tuvieran lugar bajo su mando en Afganistán, al verlas como «un pantano político», de acuerdo con un oficial de la armada de los Estados Unidos.
En mayo de 2009, mientras McChrystal se preparaba para su sesión de investidura, su personal le preparaba para preguntas difíciles que se le pudiesen plantear sobre Camp Nama y el caso de Tillman. Pero los escándalos apenas hicieron mella en el Congreso y McChyrstal estuvo muy pronto de vuelta en Kabul para dirigir la guerra en Afganistán.
Los medios de comunicación, en buena parte, le dieron también a McChrystal el visto bueno en todas las polémicas. Mientras el General Petraeus es una especie de memo, un pelele con el sambenito colgado de eterno soldado de asalto, McChrystal es un rebelde con mucho estómago, un «Comandante Jedi», como le llamó el Newsweek.
No le importaba que su hijo adolescente llegase a casa con el pelo azul y una cresta. Y eso hablaba de una sensibilidad inusual para un oficial de su graduación. Pide opiniones y parece interesado de forma sincera por la respuesta. Lleva los briefings en su iPod y escucha libros grabados en cintas. Lleva un par de nunchacos hechos a medida en su convoy, que tiene impreso su nombre y sus cuatro estrellas.
Y su rutina de trabajo suele incluir muy a menudo una cita recién aprendida de Bruce Lee («No hay límites. Sólo hay obstáculos y no debes quedarte en ellos, sino que debes atravesarlos»).
Formó parte de docenas de asaltos nocturnos durante la guerra de Irak, algo sin precedentes para un alto mando, y aparecía en las misiones por sorpresa, sin apenas séquito.
«Los putos chavales adoran a Stan McChrystal», dice un oficial británico que sirve en Kabul. «Está por ahí en ninguna parte, en el medio de Irak, vas a tomarte un descanso y alguien va contigo. De pronto un cabo te espeta: ‘¿Quién coño es ese?’. Y «ese» es el jodido Stan McChrystal».
Tampoco fue del todo negativo para McChrystal que cosechase un enorme éxito como jefe del Comando de Operaciones Especiales, las fuerzas de élite que llevan a cabo las operaciones más oscuras del gobierno. Durante el levantamiento de Irak, su equipo capturó y mató a miles de insurgentes, incluyendo a Abu Musab al-Zarqawi, el líder de Al Qaeda en Irak.
El Comando de Operaciones Especiales era una máquina de matar, dice el General Mayville, su jefe de operaciones. McChrystal también estaba abierto a nuevas formas de matar. Sistemáticamente escaneaba redes de terroristas, marcaba como objetivos a insurgentes e iba a cazarlos -a menudo con la ayuda de cyberfreaks, tradicionalmente evitados por los militares.
«El jefe echaba mano del típico chaval de 24 años con un pendiente en la nariz, con algún puto título del MIT que se sienta en un rincón con 16 pantallas de ordenador zumbando», dice un comando de las fuerzas especiales que trabajó con McChrystal en Irak y que ahora trabaja con su equipo en Kabul. «Lo que solía decir era: ‘Eh, vosotros, jodidos musculitos, no tendríais ni qué echaros a la boca si ellos no nos ayudaran».
Incluso en su nuevo papel de líder evangelizador americano de la contrainsurgencia, McChrystal aún conserva sus muy arraigados instintos de cazador de terroristas.
Para presionar a los talibanes, ha incrementado el número de unidades de las Fuerzas Especiales en Afganistán de cuatro a diecinueve.
«Más os vale machacar cuatro o cinco objetivos esta noche», le habría dicho McChrystal a un Navy Seal que se encontró por los pasillos de sus cuarteles generales. «Pero por la mañana tendré que regañaros por ello». De hecho, el general a menudo se tiene que disculpar por las consecuencias desastrosas de su contrainsurgencia.
En los primeros cuatro meses de este año, las fuerzas de las Naciones Unidas mataron a unos noventa civiles, un 76% más que en el mismo periodo de 2009, una cifra que ha creado un enorme resentimiento entre la población que se supone la Estrategia COIN quiere ganar para sí.
En febrero, una patrulla nocturna de las Fuerzas Especiales acabó con la muerte de dos afganas embarazadas y alegaciones de un intento de ocultación. En abril surgieron protestas en Kandahar después de que las fuerzas estadounidenses accidentalmente tirotearan un autobús, matando a cinco civiles afganos. «Hemos disparado a una cantidad de gente increíble», admitió recientemente McChrystal.
A pesar de las tragedias y los errores, McChrystal puso en marcha una de las directivas más estrictas que los Estados Unidos han implementado en una zona de guerra para evitar bajas civiles. Él lo llamaba «matemática insurgente»: por cada persona inocente que asesinas, te creas diez nuevos enemigos.
Dio orden a los convoys de que controlasen su conducción temeraria, restringiesen el uso de sus efectivos aéreos y limitasen de forma notoria los asaltos nocturnos. Desde entonces, muy a menudo se ha disculpado con Hamid Karzai cuando civiles resultan muertos. Acto seguido, su estrategia es degradar a los mandos resposables de esas muertes.
«Hay momentos en los que el lugar más peligroso de Afganistán está en frente de McChrystal tras una muerte civil», dice un oficial de la armada estadounidense.
La ISAF incluso ha llegado a debatir formas de conseguir que matar no sea algo por lo que se puede obtener una condecoración. Hasta se habla de crear una medalla a la «Contención valiente», un palabro que no tiene posibilidades de ganar mucha aceptación, dada la cultura bravucona del ejército de los Estados Unidos.
Pero dejando aparte cuán estratégicas sean las nuevas órdenes de funcionamiento de McChrystal, sus ideas han causado una reacción negativa entre sus tropas. Al decirles que contengan el fuego, según quejas de los soldados, se exponen a un riesgo mucho mayor.
«¿Perfil bajo?», dice un antiguo operador de las Fuerzas Especiales que ha pasado años en Irak y en Afganistán. «Me gustaría darle una patada en los huevos a McChrystal. Sus normas de lealtad ponen a los soldados en el disparadero. Todos y cada uno de ellos te dirán lo mismo que yo».
En marzo, McChrystal viajó al puesto avanzado JFM -un pequeño campamento a las afueras de Kandahar para afrontar las acusaciones de sus topas cara a cara. Un típico movimiento franco del General.
Sólo dos días antes había recibido un correo electrónico de Israel Arroyo, un sargento de división de veinticinco años que le había pedido a McChrystal ir en misión con su unidad.
«Le escribo porque se ha dicho que no le importan las tropas y que nos ha puesto más difícil defendernos», escribió Arroyo.
En cuestión de horas, McChrystal contestaba personalmente: «Me entristece la acusación de que no me preocupo por los soldados, dado que sospecho que es algo que un soldado se toma como algo no sólo profesional, sino también personal. Por lo menos yo lo hago así. Pero tengo claro que las percepciones dependen de la perspectiva que uno tenga en el momento y respeto que cada soldado tenga la suya».
Poco después se personó en la avanzadilla en la que estaba destacado Arroyo y se sumó a una misión de reconocimiento a pie con las tropas. No se trata de que fuese a dar un paseo pusilánime por un mercado para salir guapo en la foto: se involucró en una operación real en una zona de guerra peligrosa.
Seis semanas después, justo antes de que McChrystal regresara de París, el general recibió otro correo electrónico de Arroyo. Un cabo de 23 años llamado Michael Ingram, uno de los soldados con los que McChrystal había salido en misión de reconocimiento, había sido asesinado por un insurgente el día antes.
Era el tercer miembro que la sección compuesta por veinticinco miembros había perdido en un año y Arroyo se ponía en contacto para saber si asistiría al funeral de Ingram.
«Había empezado a admirarle», escribió Arroyo. McChrystal dijo que haría todo lo posible para presentar sus respetos cuanto antes. La noche previa al día en que el general tenía programada su visita al Sargento Arroyo para el funeral, llego al puesto JFM para hablar con los soldados que salieron a patrullar con él.
JFM es un pequeño asentamiento rodeado por unos muros heridos por las explosiones y cerrado con torres de vigilancia. Casi todos los soldados aquí han estado en diferentes rondas de combate en Afganistán e Irak y han presenciado algunas de las peores batallas de ambas guerras.
Pero, irónicamente, están especialmente indignados ante la muerte de Ingram. Sus mandos habían pedido permiso en repetidas ocasiones para derribar la casa donde Ingram fue asesinado, haciendo ver que frecuentemente ésta era usada como una posición de combate por los talibanes. A causa de las restricciones de McChrystal, pensadas para evitar el malestar de los civiles, la petición había sido denegada.
«Era una casa abandonada», farfulla el Sargento Kennith Hicks. «Nadie iba a volver vivir en ella».
Un soldado me muestra la lista de nuevas normas que se le han entregado a la sección.
«Patrullad en áreas donde estéis razonablemente seguros de que no os tendréis que defender usando fuerza mortífera», se lee en las tarjetas plastificadas. Decirle eso a un soldado que ha recorrido la mitad del mundo para luchar, es como decirle a un policía que sólo debe patrullar en zona donde sabe que no tendrá que arrestar a nadie.
«¿Tiene eso puto sentido?», pregunta el soldado Jared Pautsch. «Deberíamos echar una puta bomba en este lugar. Te sientas y te preguntas: ¿qué estamos haciendo aquí?».
El reglamento que se ha distribuido aquí no es lo que McChrystal pretendía -ha sido distorsionado a medida que iba avanzando por la cadena de mando- pero cobrar consciencia de ese hecho no ayuda a mitigar la ira de las tropas sobre el terreno.
«Joder, cuando llegué aquí y me enteré de que McChrystal estaba al mando pensé que nos iban a quitar el arma de encima», dice Hicks, quien ha servido ya en tres rondas de combate.
«Entiendo COIN. Entiendo todo. McChrystal viene aquí, lo explica, y tiene sentido. Pero cuando se pira en su avión y al mismo tiempo sus órdenes llegan hasta nosotros desde los altos mandos, es todo un despropósito. O bien porque alguien está intentando salvar su culo o simplemente porque no lo entienden ni ellos. Pero aquí estamos mordiendo el polvo».
McChrystal y su equipo se presentan al día siguiente. Bajo una carpa, el general tiene una discusión de 45 minutos con dos docenas de soldados. El ambiente es tenso.
«Os pregunto qué ocurre en vuestro mundo y creo que es importante para todos que comprendáis el contexto general también», comienza McChrystal. «¿Qué tal va la compañía?
¿Os dais pena? ¿Alguno de vosotros siente que sois perdedores?», dice McChrystal.
«Señor, algunos de los muchachos piensan que están siendo derrotados, Señor», dice Hicks.
McChrystal asiente. «Ser fuerte es liderar cuando no quieres liderar», dice a sus hombres.
«Estáis liderando con el ejemplo. Eso es lo que estáis haciendo. Sobre todo en los momentos en que es verdaderamente duro».
Después se tira veinte minutos hablando sobre contrainsurgencia, haciendo diagramas con sus ideas y principios en una pizarra. Hace que COIN parezca cosa de sentido común, pero tiene mucho cuidado de que no parezca que le está tomando el pelo a los chavales.
«Estamos metidos hasta el fondo en el año decisivo», les dice. Los talibanes, insiste, han dejado de llevar la iniciativa, «pero tampoco creo que nosotros la llevemos». La charla es similar a la que dio en París, pero no está ganando adeptos.
«Esta es la parte filosófica que siempre funciona con los think tanks, pero parece que no tiene la misma acogida entre las compañías de infantería», trata de bromear.
Durante el tiempo de preguntas, la frustación bulle. Los soldados se quejan de no estar autorizados para usar la fuerza letal, de tener que ver cómo insurgentes detenidos son liberados por insuficiencia de pruebas. Quieren tener capacidad para luchar, como la tuvieron en Irak y en Afganistán antes del periodo McCrystal. «No estamos asustando al talibán», dice un soldado.
«Conseguir la adhesión de la población en esta guerra, con la estrategia COIN, es una cuestión de sangre fría», dice McChrystal citando la máxima muy repetida por los soldados de que «no puedes matar tu salida de Afganistán».
«Los rusos mataron a un millón de afganos y no consiguieron nada», afirma. «No digo que haya que salir y matar a todo el mundo, señor», le replica el mismo soldado.
«Usted dice que hemos detenido el empuje de la insurgencia. Yo no creo que eso sea cierto en esta zona. Cuanto más nos retiramos, cuanto más nos contenemos, más fuertes se hacen», apostilla. «Estoy de acuerdo contigo», dice McChrystal.»
En esta zona no hemos hecho progresos. Y aquí es donde tenéis mostraros fuertes, y tenéis que abrir fuego. Pero lo que estoy intentado deciros es que disparar tiene un coste. ¿Qué queréis hacer? ¿Limpiar a la población que está ahí fuera y reasentarla?».
Un soldado se queja de que bajo las reglas, cualquier insurgente que no tiene un arma es inmediatamente identificado como un civil. «Así va el juego», replica McChrystal. «Es complejo. No podemos decidir: es peras o manzanas. Matemos sólo a las peras».
Cuando el debate termina, McChrystal se da cuenta de que no ha salido airoso. La ira de los soldados sigue ahí. Así que hace un último esfuerzo por traerlos a su terreno reconociendo la muerte del Cabo Ingram.»No puedo hacer eso más llevadero», les dice. «Y bajo ningún concepto estoy intentando fingir que todo esto no es doloroso. Pero os diré algo: estáis haciendo un gran trabajo. No dejéis que la frustración os domine».
La sesión termina sin aplausos y sin una conclusión real. McChrystal quizá haya conseguido colocarle a Obama su estrategia, pero sus propia tropas no se la tragan.
Cuando se trata de Afganistán, la historia no está del lado de McChrystal.
El único invasor extranjero que tuvo éxito aquí fue Gengis Khan, y él no estaba constreñido por cosas como derechos humanos, desarrollo económico y la vigilancia de los medios de comunicación.
La doctrina COIN, extrañamente, está inspirada en algunos de los grandes fracasos militares de Occidente: la terrible guerra francesa en Algeria (Francia fue derrotada en 1962) y la desventura norteamericana en Vietnam. McCrystal, como otros defensores de COIN, ya admite ahora que las campañas de contrainsurgencia son inherentemente caóticas, caras y muy fáciles de perder. «Incluso los afganos están confusos con Afganistán», dice.
Pero si finalmente consigue triunfar, después de años de lucha descarnada con chicos afganos que no suponen ninguna amenaza para el territorio americano, la guerra dejará indemne a Al Quaeda, que ha desviado sus actividades a Pakistán. Desplegar 150.000 tropas para construir escuelas carreteras, mezquitas e instalaciones para la depuración del agua en el entorno de Kandahar es como tratar de parar la guerra de la droga en México ocupando Arkansas y construyendo iglesias baptistas en Little Rock.
«Es todo muy cínico, políticamente hablando», dice Marc Sageman, un antiguo oficial de la CIA que tiene amplia experiencia en la zona. «Afganistán no es nuestro interés vital; no hay nada para nosotros allí».
A mediados de mayo, dos semanas después de visitar a las tropas en Kandahar, McChrystal viaja a la Casa Blanca para una visita de alto nivel con Hamid Karzai. Es un momento triunfal para el general: uno de esos en los que puede demostrar cuánto poder ostenta tanto en Kabul como en Washington.
En la Sala Este, que está llena de periodistas y dignatarios, el Presidente Obama alaba las excelencias de Karzai. Los dos líderes hablan de las buenísimas relaciones que mantienen y de lo mucho que les entristecen las muertes de civiles.
Mencionan la palabra «progreso» dieciséis veces en el espacio de una hora. Pero no hay una sola mención a la palabra «victoria».
La sesión representa el compromiso total que Obama mantiene con la estrategia de McChrystal desde hace meses.
«No se puede negar el progreso que los afganos han hecho en los últimos años: en educación, en sanidad y en desarrollo económico», dice el presidente.»Las luces que vi por todo Kabul cuando aterricé allí no habrían sido visibles hace sólo unos pocos años».
Un observación desconcertante, teniendo en cuenta que durante los peores años de Irak, cuando la Administración Bush no tenía ningún progreso real que destacar, usaba exactamente el mismo dato como prueba su éxito.
«Una de nuestras primera impresiones fue que muchas luces brillaban intensamente», dijo en 1996 un representante republicano después de aterrizar en Bagdad durante las peores fases de violencia sectaria.
Así que la Administración Obama -hablando de progreso, de luces en las ciudades, de indicadores como el sistema sanitario y la educación- ha adoptado un lenguaje del que sólo hace unos años se habría burlado. «Están intentando manipular las percepciones porque no hay una definición de victoria.
La victoria ni siquiera se puede identificar o reconocer», dice Celeste Ward, una analista senior de defensa de la RAND Corporation, que trabajó como asesora política para los mandos militares norteamericanos en el Irak de 2006.
«Ese es el juego en el que nos encontramos ahora mismo. Lo que necesitamos, por motivos estratégicos, es hacer ver que no hicimos no nos fuimos a la espantada, a pesar de que los datos sobre el terreno no son buenos y en el futuro no van a ser mucho mejores».
Pero los hechos sobre el terreno, como la historia ha probado, no son disuasorios para milicias con la determinación de permanecer en el campo de batalla. Incluso los más cercanos a McChrystal saben que el creciente sentimiento anti-guerra que ha aflorado en casa no refleja hasta que punto las cosas son conflictivas en Afganistán.
«Si los americanos se detuvieran un momento y empezasen a prestar atención a esta guerra, sería aún menos popular», dice un consejero senior de McChrystal. Semejante dosis de realismo no consigue impedir que los defensores de la contrainsurgencia sigan teniendo grandes planes: en lugar de retirar las tropas el año que viene, tal y como Obama prometió, el estamento militar espera prolongar la campaña de intrainsurgencia incluso más.
«Existe la posibilidad de que pidamos otro contingente el próximo verano si observamos algún progreso aquí», me dice un oficial senior en Kabul.
Volvemos a Afganistán. Ha pasado menos de un mes desde la reunión en la Casa Blanca con Karzai y toda esa charla sobre el «progreso».
McChyrstal recibe un gran golpe a su visión de la contrainsurgencia. Desde el año pasado el Pentágono ha estado planeando lanzar una operación militar en Kandahar, la segunda ciudad más grande del país y la base primigenia de los talibanes. Supuestamente, éste iba a ser un punto de inflexión decisivo en la guerra: la razón principal para el contingente que McChrystal había pedido a Obama a finales del año pasado.
Pero el 10 de junio, admitiendo que las milicias aún tienen mucho trabajo que hacer sobre el terreno, el general anuncia que pospone la ofensiva hasta el otoño. En lugar de grandes batallas, como las de Fallujah or Ramadi, las tropas norteamericanas se dedicarán a lo que McChrystal llama «crear una pleamar de seguridad».
La policía y el ejército afgano entrarán en Kandahar para intentar hacerse con el control de los barrios a la vez que los Estados Unidos aporta 90 millones de dólares en ayuda para la población civil de la ciudad.
Incluso los partidarios de la contrainsurgencia sufren fuertes presiones para explicar el nuevo plan. «Esta no es una operación clásica», dice un oficial del ejército estadounidense.
«Esto no va a ser Black Hawk Derribado. No va a haber patadas en las puertas». Otros oficiales de los Estados Unidos insisten en que sí que habrá patadas en las puertas, pero que se tratará de una ofensiva más amable y suave que la del desastre de Marja.
«Los talibanes tienen la ciudad bajo su bota», dice un oficial de la armada. «Tenemos eliminarlos, pero tenemos que hacerlo de una forma que no enfurezca a la población». Fuentes de la Casa Blanca cuentan que cuando el vicepresidente Biden fue informado sobre el nuevo plan en el Despacho Oval estaba sorprendido de hasta qué punto reflejaba el plan de contraterrorismo más gradual que él mismo había propuesto el pasado otoño.
.Sea cual sea la naturaleza del nuevo plan, el retraso subraya los fallos fundamentales de la contrainsurgencia. Después de nueve años de guerra, los talibanes siguen demasiado compactos y enteros como para el ejército estadounidense les ataque abiertamente.
La misma gente que la estrategia COIN trata de ganarse -los afganos- no quiere a los norteamericanos allí. El supuesto aliado de Estados Unidos, el presidente Karzai, ha usado su influencia para restrasar la ofensiva y el enorme flujo de ayuda capitaneado por McChrystal probablemnte sólo empeorará las cosas.
«Echar dinero al problema sólo empeora el problema», dice Andre Wilder, un experto de la Universidad deTufts que ha estudiado el efecto de la ayuda humanitaria en el sur de Afganistán.
«El tsunami de dinero da alas a la corrupción, deslegitimiza al gobierno y crea un ambiente el que se escoje a dedo a los triunfadores y a los perdedores». Un proceso que incentiva el resentimiento y la hostilidad entre la población civil.
Hasta ahora, la contrainsurgencia en lo único que ha triunfado es en crear una demanda infinita del producto esencial suministrado por el ejército: guerra perpetua. Hay una razón por la que el Presidente Obama evita usar la palabra «victoria» cuando habla de Afganistán. Ganar, según parece, no es posible en realidad. Ni siquiera con Stanley McChrystal al frente.