El escándalo de las escuchas de News of the World ha puesto a su dueño, Rupert Murdoch, en el ojo del huracán. Sin embargo, el australiano es un eslabón más de una cadena de barones de la prensa británica que nunca se caracterizaron por sus escrúpulos.
Llevan por nombre Northcliffe, Rothermere, Beaverbrook,Maxwell o Black. Y la lista no es exhaustiva.
A finales del siglo XIX y principios del XX, Gran Bretaña era, sin discusión posible, la primera potencia del planeta. Política y económica. Era la pieza sin la cual nada se ensamblaba en la escena internacional y su poderío industrial y financiero era el motor del comercio mundial. Esta posición privilegiada tuvo también el efecto de dar un impulso decisivo a la industria periodística: se produjeron las primeras concentraciones de medios y las clases populares tuvieron acceso a un periódico.
El primero que supo aprovechar la tendencia fue Alfred Harmsworth (1865-1922), al que muchos consideran el primer barón de Fleet Street, en referencia a la calle londinense que albergó durante décadas las sedes de los principales rotativos. Harmsworth -de ascendencia humilde y vizconde Northcliffe desde 1918- compró The Evening News en 1894 y creó The Daily Mail dos años más tarde.
Entre las novedades que introdujo en esta última cabecera figuran el titular que copa toda la portada, las historias de interés humano -ignoradas por las publicaciones más tradicionales- con titulares tipo «¿Fue suicidio o apoplejía?» en relación con una muerte dudosa. En suma, sentó las bases de un sensacionalismo que aún perdura.
También fue el primero que advirtió la importancia del público femenino: pronto empezaron a aparecer en sus periódicos secciones de cocina, de cuidado de niños y de gestión del hogar. Y, novedad fundamental -esta vez para ambos sexos-, los crucigramas. El éxito le hizo creerse algo impune y no dudó en vender historias falsas como, por ejemplo, una supuesta matanza de europeos en Pekín cuando la guerra de los Bóers había perdido fuelle informativo.
Qué más daba. En 1908, además de The Evening News y The Daily Mail, controlaba The Times -nadamás y nada menos-, The Sunday Times, The Sunday Dispatch -el dominical más vendido en Gran Bretaña antes de la I Guerra Mundial-, The Observer y The Daily Mirror. The Times se dirigía a la clase media alta, The Daily Mail a la media-baja y The Daily Mirror a la clase trabajadora. Dicho sea de otra forma, sus tentáculos se extendían por todos los estratos sociales de Gran Bretaña.
FALSA REVOLUCIÓN
Como señala John Simpson en Unreliable Sources (Fuentes no solventes), un exhaustivo ensayo sobre el periodismo británico del siglo XX, la influencia que tuvo Northcliffe solo se volvió a vivir con Rupert Murdoch.
Northcliffe, como era de esperar, no solo editaba periódicos para ganar dinero y para contentar a sus lectores. Nunca ocultó que pretendía influir en la política. Lo consiguió. Ya antes del estallido de la I Guerra Mundial, sentía especial manía por el entonces primer ministro liberal Herbert Asquith. A través, principalmente, de The Times ordenó una dura campaña -se especializó en ellas- contra su persona.
Cuando, en pleno conflicto, Asquith dimitió y fue sustituido por su compañero de partido David Lloyd George, este se apresuró a ofrecerle un puesto en su Gobierno. En un principió se negó, pero terminó aceptando el cargo de director de Propaganda. Una forma de oficializar unas funciones que ya venía ejerciendo de facto: antes de 1914, orientó a sus medios en una línea antialemana primaria mediante unos reportajes anticipatorios preparados con esmero.
Sin embargo, su particular apisonadora también llegó a atrancarse. En plena guerra la tomó con lord Kitchener, por entonces el militar más popular de Gran Bretaña. ¿El pretexto? La supuesta mala protección de los soldados británicos en el frente. La respuesta no se hizo esperar: casi de la noche a la mañana, el Daily Mail experimentó una sangría de lectores, pasando de vender 1.386. 000 ejemplares diarios a 238.000. Con todo, Northcliffe sentó precedente en Gran Bretaña para el resto del siglo.
Empezando por su hermano Harold (1868-1940), futuro vizconde Rothermere. Colaboró durante muchos años con él hasta que, en 1914, le compró The Daily Mirror, que convirtió en el diario más popular entre los soldados. A su muerte -Northcliffe murió sin hijos-, heredó su conglomerado y, en un principio, siguió pisando fuerte, sin importarle un comino las reglas periodísticas más elementales.
Cuatro días antes de las elecciones de 1924, The Daily Mail publicó una carta -resultó ser falsa- que habría escrito el comunista soviético Grigori Zinóviev en la que animaba a los comunistas británicos a hacer una revolución en su país. El contenido de la misiva privó de victoria electoral a un Partido Laborista que esemismo año había formado el primer Gobierno de su historia.
CHASCARRILLOS
Se puede decir que este incidente quedó en anécdota si se compara con la vorágine pronazi por la que terminó deslizándose Rothermere. En octubre de 1923, recién fundado el Partido Nacionalsocialista, envió a un reportero a entrevistar a su líder, Adolf Hitler. El texto publicado era breve, pero significó el principio de una intensa relación entre el futuro dictador alemán y el magnate británico.
Diez años más tarde, cuando Hitler se hizo con el poder, Rothermere hubo de ceder algo respecto del titular de la noticia ante una redacción -la de The Daily Mail en cuyo seno el nuevo canciller alemán ya suscitaba desconfianza.
Sin embargo, en julio de ese mismo año, Rothermere escribió un editorial en el que saludaba los primeros logros del nazismo. Terminaba de esta forma: «Las pequeñas fechorías de algunos nazis quedarán sumergidas por los beneficios que el nuevo régimen está concediendo a Alemania».
Por esas fechas, ya constaban en el inventario de los ‘beneficios’ hechos, como la apertura de los campos de concentración de Dachau y de Oranienburg a los que iban llegando los primeros judíos perseguidos. También habían tenido lugar el incendio del Reichstag -que sirvió a Hitler para arrasar definitivamente las instituciones democráticas- y la Noche de los Cuchillos Largos.
Daba lo mismo. En los años siguientes, Rothermere llegó a convertirse en una especie de asesor áulico de Hitler al que felicitó por la anexión de Checoslovaquia y al que llegó a recomendar la invasión preventiva de Rumanía. Ni que decir tiene que Rothermere fue una de las principales figuras de los Apaciguadores, ese grupo de poderosos británicos que abogaron durante los años treinta por un acuerdo con la Alemania hitleriana para preservar la paz en Europa.
Muy al final de sus días, el prócer de la prensa barruntó el peligro hitleriano e imprimió, in extremis, un viraje editorial a sus medios. La muerte le sobrevino antes de poder presenciar ese cambio. Eso sí, es el único de los magnates de la primera generación cuyos descendientes siguen siendo propietarios del negocio. Antes, hacia 1929, siempre según Simpson, la influencia de Rothermere ya superaba a la que antaño tuvo su hermano. No obstante, ya empezaba a cruzarse por su camino un ambicioso canadiense llamado Max Aitken (1879-1964), lord Beaverbrook con el paso del tiempo.
Beaverbrook dejó su país natal no para amasar fortuna en Gran Bretaña -ya la tenía-, sino para escapar a las posibles consecuencias judiciales de una estafa en la que estaba involucrado. En Londres se hizo más virtuoso. Empezó con un escaño en la Cámara de los Comunes y escribiendo ensayos sobre la I Guerra Mundial.
Hasta que le picó el gusanillo de la prensa y se hizo con las riendas de The Daily Express. Tampoco tardó en apuntar maneras. Una ocasión ideal fue la crisis institucional que se desató a raíz de la relación del rey Eduardo VIII con la americana Wallis Simpson, dos veces divorciada. Amigo del monarca, Beaverbrook accedió a su petición de no hablar del asunto en sus diarios. (También era dueño del popular The Evening Standard).
Aguantó varios meses con notorias manipulaciones -como aquella foto de portada que retrataba al rey en la cubierta de un yate, ignorando la presencia de la Simpson- hasta que el 1 de diciembre un diario local se hizo eco de las amenazantes palabras que un desconocido obispo dirigía al rey. Tiempo le faltó a Beaverbrook para acudir al palacio de Buckingham a informar de su cambio de opinión. No fuera a ser que la amistad estropease las ventas. Diez días más tarde, Eduardo VIII abdicaba.
A diferencia de Rothermere, Beaverbrook supo ponerse del lado vencedor en las dos guerras mundiales. En 1940, su amigo Winston Churchill le dio un ministerio estratégico, el de Producción Aeronáutica. Su gestión fue brillante. Sin embargo, la Gran Bretaña de 1945 tenía muy poco que ver con aquella en la que The Daily Express vendía tres millones de ejemplares diarios. Su grupo inició un lento declive y, después de su muerte, sus hijos lo vendieron.
Con el tiempo, fue apareciendo una nueva generación de magnates, que renovaron el sensacionalismo combinando lo ideológico conuninterés desmesurado por los chascarrillos y las historias personales. Murdoch, por supuesto, estaba entre ellos. Pero también un judío de origen checo nacido Jan LudvikHoch, que llegó a Gran Bretaña huyendo de la persecución nazi. Se alistó en el Ejército y su comportamiento en la guerra le hizo merecedor de la ciudadanía británica con el nombre de Robert Maxwell (1923-1991).
CASTILLO DE NAIPES
Ambicioso sin límites, montó un imperio editorial conmétodos discutibles que no tardaron en llamar la atención de los organismos de control. No le dio importancia y se refugió en la política, llegando a ser diputado laborista en dos legislaturas. Sin éxito. Volvió a los negocios, pero sufrió dos derrotas a manos de Murdoch.
La primera, por el control de The News of the World; la segunda, por el de The Sun. No cejó en su empeño hasta que consiguió hacerse con el control de The Daily Mirror en 1984. Creía que había llegado el momento de tutear a Murdoch. Paradójicamente, su gozo duró lo mismo que la alegría en casa del pobre: su pequeño imperio se dirigía inexorablemente hacia la bancarrota y sus intentos de salvarlo a la desesperada fracasaron.
En noviembre de 1991, murió tras caer de su yate, que navegaba por la costa de Tenerife. Oficialmente. Sin embargo, veinte años después su desaparición sigue sin aclararse del todo. ¿Era agente del Mossad? ¿Le tendieron los servicios secretos israelíes una trampa por algún deterioro en sus relaciones? Los interrogantes siguen en pie. Sus negocios se hundieron como un castillo de naipes.
Texto originalmente publicado en el Semanario Alba. Siga leyendo en la edición digital de La Gaceta.