Cuando no las ocupa, a la izquierda le aburren las instituciones. Una algarada, en cambio, le gusta más que a un tonto un lápiz, que sólo había que ver cómo jalearon al 15-M, ese movimiento callejero que había venido para cambiarlo todo y cuyas manifestaciones, a lo que parece, emulan a las corridas de toros y tienen lugar si el tiempo no lo impide. Como las bicicletas, las manifestaciones masivas de indignados son para el verano.
Pero me distraigo. Decía que a la izquierda nada le gusta más que el espectáculo de unas masas quemando cosas en nombre de una causa, que ya se sabe -lo recuerda el maestro Theodore Dalrymple- que es uno de los mayores placeres prohibidos conocidos por el hombre. De ahí que la revuelta montada por estudiantes griegos en Atenas con ocasión de la aprobación de las nuevas medidas de austeridad tenía que ser primera. «El centro de Atenas arde mientras el Parlamento aprueba más ajustes», titula El País; más matizado -a siniestra-, Público lo hace así: «Atenas arde ante la aprobación del ajuste impuesto por la UE«. Comparten cartel con Grecia, en el diario de Prisa «La guerra en el PSOE andaluz estalla a 42 días de las elecciones«, y en el de Roures, «El control del Tribunal de Cuentas aún no ha llegado a la Gürtel«.
No es que le dediquen mucho espacio a Grecia, al menos no de reflexión. Público se limita a alejar toda responsabilidad de los estudiantes: «Atenas, incendiada por los ajustes», titula una fotogalería. Y uno intenta imaginarse a un ajuste prendiendo fuego a un edificio pero no lo consigue. Y en «Batalla campal en Atenas por la aprobación de los recortes» destaca estas palabras de una manifestante: «Esto no es una democracia, no nos dejan ni protestar, es una dictadura». Ese «ni protestar» ha consistido en el incendio de 48 edificios. ¡Y no les dejan! ¿Dónde está la Comisión de Derechos Humanos de la ONU cuando se la necesita?
ACATAMIENTO SELECTIVO
Pero Grecia en llamas es sólo una agradable distracción, un consuelo algo remoto traído del presente, porque en lo que está la progresía es, ya lo hemos dicho, es en la rebeldía institucional y en el pasado. Curiosa manera de progresar.
El melifluo predicador del bando rebelde es Iñaki Gabilondo, que ha iniciado las hostilidades contra ese sistema que tan dulce ha sido siempre con él en su homilía «Señor, sí señor«. Empieza desgranando los lugares comunes de esa conspiranoia de buen tono -por ser de izquierdas- a la que ya nos tienen acostumbrados, es decir: «Estamos aceptando que los mercados mandan». Es la primera frase, con que ya imaginarán la sarta de tópicos que consigue encadenar. «Los mercados mandan» significa dos cosas, una próxima y otra remota. La próxima es: «España ha votado a la derecha, y la derecha no puede mandar; ergo mandan los mercados». Llamémoslo, deslegitimación preventiva.
La remota sería algo así: «Nuestros acreedores -cientos de miles de ahorradores- desconfían de nosotros con razón, por nuestro nivel de deuda, y no nos quieren seguir prestando si seguimos gastando como marineros borrachos, ergo mandan los mercados». Pobre.
Pero lo que tiene fuera de sí al cofrade de la Santa Transición es que el Supremo haya afeado a quienes cuestionan la sentencia condenatoria a Garzón. ¡Libertad de expresión!, grita un Gabilondo a quien la vulneración de principio tan magno sólo altera cuando se refiere a los suyos. ¿Quién es nadie para censurar «los puntos de vista de los ciudadanos»?
Hombre, no sé, Iñaki, cuando Gaspar Llamazares alias El Inversor dice públicamente que «ni acata ni respeta» la sentencia siendo diputado, uno podría pasar que es algo más que un «punto de vista», ¿no? Porque a ver si los españoles vamos a empezar a «acatar y respetar» selectivamente lo que salga del Parlamento.
NEGACIONISMO
Y el pasado. Cuando dice mirar al futuro, la izquierda tiene los ojos en la nuca. Discutía el otro día con un tuitero sobre si el personal aprende, a cuento de lo de Grecia. Yo representaba la parte escéptica. Me lo confirma en Público mi admirado Isaac Rosa: «Marx is back«.
Y me lo creo. En 1990 me hubiera parecido imposible. Derrumbado el Muro, todo el mundo pudo ver lo que había ahí. El sistema más criminal, opresivo y empobrecedor de la historia se había quedado sin excusas. Pasen y vean el horror. Sólo cuatro negacionistas empecinados, después de aquello, podrían calificarse de marxistas sin que se le cayera la cara de vergüenza. Nunca más.
Bien, me equivoqué. Hay un futuro rosado para las utopías, los ungüentos amarillos y los vendedores de puentes en Brooklyn. Las pancartas que esgrimen manifestantes desde Sol a la plaza Syntagma, pasando por el neoyorquino Zucotti Park, repiten las consignas que desencadenaron el horror. Ya ves, Jordi: no, no se aprende.
«A refutar una por una todas las críticas y devolver toda su frescura al marxismo original se dedica un libro formidable cuyo título ya es una declaración: Por qué Marx tenía razón, de Terry Eagleton, que además funciona como introducción asequible al pensador que mejor comprendió el funcionamiento de ese mismo capitalismo que hoy intenta refundarse a nuestra costa», termina Rosa. «Léanlo, y rían con él».
Quizá lo lea, pero no creo que me salga la risa, Isaac.
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