La muerte de Santiago Carrillo la jornada anterior ha causado este 19 de septiembre de 2012 un incremento de la cursilería en la prensa de papel española. En especial en El País. Las columnas del día se reparten básicamente en torno a tres personajes y sus circunstancias: el fallecido líder comunista, Esperanza Aguirre y el Rey con su carta en internet. En algunos diarios, las opiniones sobre estas personas se reparten de forma más o menos homogéneas, pero en otros hay un masivo dominio de una de ellas.
Es el caso del diario del Grupo PRISA, que en las varias páginas que dedica al histórico del PCE, incluye seis artículos de opinión sobre él. Al margen de aquellos que vamos a reseñar a continuación, escriben sobre Carrillo en El País: Soledad Gallego-Díaz, Decisivo en la paz; Miguel Herrero de Miñón, Luchó sin descanso; Carlos Alonso Zaldívar, El peso de un hombre de Estado; y Marcos Ana, En el fallecimiento de Santiago. Santos Juliá escribe el más extenso texto opinativo dedicado al líder comunista. Ocupa más de una página y se titula El revolucionario de la ruptura pactada. La pieza es destacable, aunque en las últimas líneas trata de exonerarle de sus ‘pecados’ anteriores, durante el resto del artículo se hace un retrato de Carrillo que no gustará a quienes quieren mostrarle como un hombre de paz y tolerante:
En Moscú se produjo la iluminación que guiará su vida: ante la visión de destacamentos obreros desfilando fusil al hombro, Santiago exclamó: «¡Esto es lo que yo quiero!».
Secretario general de las Juventudes Socialistas Unificadas, o sea, comunistas, será consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid y, en tal calidad, responsable de las cárceles. Precisamente, cuando se presentó en Madrid en 1976, El Alcázar salió a la calle con una gran cruz negra en primera página y los nombres de los fusilados en Paracuellos, la mayor atrocidad cometida en territorio de la República, de la que Carrillo nunca ha ofrecido un relato convincente.
Años oscuros del comunismo mundial, con las purgas estalinianas, de las que fue un reflejo el proceso a Jesús Monzón, que había dirigido la invasión guerrillera por el valle de Arán, y el asesinato, nunca aclarado, de Gabriel León Trilla. «La dureza de la lucha no dejaba márgenes», ha escrito Carrillo como toda explicación de este «periodo siniestro» y de la parte que en él haya podido corresponderle.
Los elogios:
Un partido comunista nacional y una política de mano tendida a la oposición democrática fueron dos apuestas que acabaron dando fruto en la Junta Democrática, a cuyo frente se presentó en 1974. Era el organismo ideado para llevar a cabo la ruptura democrática, otro marbete de su invención, que con el tiempo acabará por cristalizar como ruptura pactada. Fue esta su última contribución a la cultura política de los españoles: que la transición a la democracia se efectuaría por medio de pactos, una especie de pulsión en la que encontró un socio a su medida: Adolfo Suárez, no por casualidad secretario general del Movimiento.
Pero una cosa es clara: la Transición no habría sido lo que fue sin aquellas invenciones de Carrillo que se llamaron reconciliación nacional y ruptura pactada. Los tortuosos y laberínticos caminos por los que tantos españoles acabamos incorporando valores democráticos a una cultura política macerada en décadas de dictadura deben no se sabe cuánto a este político profesional que fue revolucionario desde su infancia, bolchevique en su juventud, estalinista en su madurez y gran muñidor de pactos en el umbral de su tercera edad.
Diferente es el artículo que le dedica Gaspaz Llamazares, Un activista sin prisa, mezcla de cursilería con oportunismo. El diputado de IU aprovecha al comunista muerto para promover su nuevo partido y sus propias obsesiones. Ta sólo como cursi se puede calificar esta frase: «Santiago ha muerto joven, muy joven. Solo los activistas mueren jóvenes». Y oportunistas son estas líneas:
Su simpatía con el proyecto que se alumbra este sábado, Izquierda Abierta, nunca la ocultó y siempre me animó a seguir con su política de siempre. La de la unidad de la izquierda. La de las Juventudes Socialistas Unificadas y la del todavía pendiente Frente de Izquierdas para derrotar al actual Partido Popular.
Por si alguien no se ha dado cuenta, ese Frente de Izquierdas no es más que la reedición de los llamados Frentes Populares del S.XX, siempre dominados por los comunistas, o del ‘cordón sanitario’ reclamado por un mediocre cómico italiano contra la derecha española no hace demasiados años.
Pero si cursi era alguna frase de Llamazares, el grado sumo de azúcar lo alcanza Rodolfo Martín Villa con Señor, te pido que recibas a Santiago en el Reino de los Cielos. Cierto que la caridad cristiana llevada a su máxima coherencia implica la suficiente piedad como para pedir el perdón eterno para los peores pecadores, condición que aquí no vamos a valorar si se daba en Carrillo o no. Pero esto es otra cosa. Casi nos lo muestra como un santo. El texto, escrito en forma de plegaria dirigida a Dios, afirma:
Como recordaba Joaquín Garrigues, era quien más invocaba tu santo nombre y no en vano porque nunca Santiago dio puntada sin hilo. Además, siempre procuró las mejores condiciones para los más humildes; dar de comer y de beber a hambrientos y sedientos; enseñar, por supuesto en una escuela pública, al que no sabe y cuidar a los enfermos.
Claro que Martín Villa hace un magnífico descubrimiento político-teológico:
Es lo que hoy se llama Estado de Bienestar y que tu Hijo, Señor, proclamó hace dos mil años.
Hace mucho que este humilde lector de columnas no abre el Nuevo Testamento. Pero, la verdad, no recuerda un pasaje donde Jesús diga a sus discípulos: «Cobrad altos impuestos, abrid oficinas del INEM, fundad la Seguirdad Social y regalad subvenciones a aquellos que os plazca en nombre del bienestar».
Tanta piedad no se encuentra en La Gaceta, pero tampoco se muestran especialmente duros con Carrillo los dos columnistas que hablan sobre él en el diario de Intereconomía. Ramón Pí nos recuerda que siembre le persiguió «La larga sobra de 1936»:
Desde el Rey hasta el último periodista consideraron en la Transición a Carrillo no sólo como un político en activo amnistiado de su conducta en la Guerra Civil, sino como la personificación de que la cancelación de la Guerra iba en serio y que se pasaba de verdad aquella página negra de nuestra historia reciente. Tal vez por eso Bernard-Henry Lévy, en ‘La Clave’, de TVE, se enfrentó al todavía líder del PCE atribuyéndole la responsabilidad de los asesinatos de 1936 en Madrid que empezaron con la matanza de Paracuellos. Ahora se recordará su contribución a la salida pacífica del franquismo, al aceptar la Monarquía y la democracia burguesa. Bien está; pero Paracuellos lo ha perseguido toda su vida, y lo seguirá persiguiendo pese a las apasionadas polémicas entre historiadores. El siglo que ha vivido el personaje es aún poco tiempo para propiciar la serenidad. La delirante obsesión de Zapatero, por resucitar aquellos odios fratricidas no le ha hecho ningún favor. Todo lo contrario.
El ex dirigente del PASOC Pablo Castellano muestra en su texto un anticomunismo de izquierdas profundo, difícil de encontrar en tierras españolas. Y, para Carrillo, una de cal y otra de arena. Algunas frases de su «Tacticismo burocrático»:
El realismo le hizo ser estalinista, eurocomunista, y socialrevisionista, al compás de las circunstancias, con la seña de identidad de ser, siempre y por encima de todo, un hombre «del partido y para el partido», del que todo lo que esté fuera no puede ser ni revolucionario ni socialista.
Desde su exilio hizo del Partido Comunista de España un foco de atracción de la mayoría de la izquierda antifranquista, y conquistó un lugar al sol para su formación, que si suscitaba el anticomunismo en la derecha, mucho más aún en el mundo anarquista y socialdemócrata, cuyos partidarios fueron materialmente exterminados del mundo en que el comunismo montó su imperio.
Carrillo venció en su objetivo de ser legitimado en la oposición y legalizado en la Transición, y su alejamiento de «su partido» nació de una burocrática reacción anticarrillista.
Sin salir de Carrillo, son varias las piezas que nos ofrece El Mundo. Victoria Prego publica un largo obituario: dos largas páginas bajo el título de El comunista que hizo posible la democracia. Dice de él:
Él personificó en España el nacimiento y auge de una de las ideologías totalitarias que dominaron el siglo: el comunismo. Pero muchos años más tarde, en la década de los 70, tuvo la lucidez y la valentía de abandonar la fe que cegó durante décadas a miles de comunistas intelectualmente honestos y propició el distanciamiento del Partido Comunista de España respecto de la ortodoxia ideológica y el poder formidable que seguía emanando de Moscú.
Sobre su etapa de la Guerra Civil, cuenta:
De ese tiempo en que fue responsable de Orden Público proceden las acusaciones, siempre desmentidas por él, de ser el responsable de las matanzas de Paracuellos del Jarama. Más de 2.000 presos fueron sacados en aquellos meses de las cárceles madrileñas con el pretexto de su traslado a otras prisiones más alejadas del frente, que entonces estaba situado en el límite de la ciudad.
Pero los presos fueron fusilados en masa y enterrados en fosas comunes en varios pueblos cercanos a la capital. Carrillo siempre insistió en que su jurisdicción sobre el Orden Público terminaba en Madrid y no podía controlar lo que pudiera suceder fuera de la ciudad. Hace ya muchos años que consideraba un esfuerzo inútil volver a desmentir una acusación que, de todos modos, le ha perseguido hasta su muerte y quizá lo siga haciendo más allá de este día.
Recuerda, además, la dureza con la que dirigió el PCE desde 1960, para acto seguido contar su evolución hacia posturas más moderadas desde 1972.
Concluye:
En cualquier caso, devorado como todos los grandes líderes de su tiempo por el proceso del cambio que ellos contribuyeron a poner en marcha, la democracia española, conquistada con tanto esfuerzo como serenidad, con tanta prudencia como valentía, le debe a Carrillo un sitio de honor en este tramo de la Historia. Hace tiempo que España dijo adiós al siglo XX. Hoy despide también a quien lo vivió en toda su hondura, con todos sus desgarros y contradicciones y que, levantado el vuelo en su último cuarto de existencia, ha cerrado su andadura viejo, pero fuerte y vigoroso hasta el final. Como ese siglo XX que, definitivamente, muere con él.
Cerremos los textos dedicados a Carrillo, después volveremos a las páginas de El Mundo, con uno publicado en el ABC y firmado por Ignacio Camacho. El hombre que le dio la vuelta al espejo arranca con una reflexión interesante:
MUY pocas personas han podido gozar en su vida de la oportunidad de retratarse dos veces ante la Historia. Santiago Carrillo la tuvo y es de justicia admitir que si en la primera de ellas salió dibujado con los trazos de la infamia, en la segunda supo rectificarse a sí mismo. Perseguido por la sombra de Caín desde Paracuellos, encontró entre los pliegues del tiempo el modo de darle la vuelta a su espejo moral para reflejarse por el lado correcto. Su biografía de claroscuros estará siempre atravesada por la memoria de una culpa que nunca admitió y sobre la que jamás ofreció un relato convincente, pero también condecorada por el esfuerzo posterior de encerrar a los demonios con los que había convivido.
Después, y como otros, una de cal y otra de arena:
Aunque su responsabilidad -activa o pasiva- en las matanzas iniciales de la Guerra Civil y en la dura gestión posestalinista del PCE está ya fuera de duda para cualquier historiador al que no ciegue el sectarismo, su esencial aportación a la restauración democrática española es asimismo un hecho de categoría objetiva, incontrovertible.
Concluye:
En esta hora del balance final habrá quien quiera verlo asomado a las siniestras zanjas del Jarama y quien prefiera recordarlo en su valiente arrebato de dignidad frente a Tejero. Su larga e intensa vida de político puro, racial, emblemático, le dio para eso y para mucho más; para la traición y para la nobleza, para la intriga y para el acuerdo. Fue un personaje poliédrico y difícil, astuto y tenaz, que tuvo el decisivo privilegio de acertar una vez después de haberse equivocado muchas.
Y, ahora, de vuelta al periódico de Unidad Editorial. Arranca con una columna de Federico Jiménez Losantos dedicada a Esperanza Aguirre y los efectos de su dimisión, titulada Sucesión y continuidad. Sostiene que:
No creo que se repita, ni siquiera por aproximación, un fenómeno político como el de la luminosa década de Esperanza Aguirre. Pero el mejor homenaje a la presidenta de la Comunidad de Madrid que ella aupó al primer lugar de España en PIB y renta per cápita, por encima de Cataluña, es mantener su política, asegurar la continuidad de lo que, contra viento y marea -el ventarrón sociata y los mareos de su partido-, ha salvado a Madrid de la ruinosa deriva catalana, andaluza o valenciana.
Concluye:
Naturalmente, era de prever que la pandilla de incompetentes agavillada por Rajoy no tardara un segundo en estropear la salida a hombros de Aguirre, que implica aceptar la sucesión natural de Ignacio González. Aunque Génova trató luego de matizar, al atravesado Alfonso Alonso se le han visto las ganas -ojalá no las de Soraya- de embarrar en lo posible el campo de juego sucesorio, como si al PP de Madrid no le lloviera bastante azufre. Para gobernar, que es decidir, no valen; ahí andan, manseando ante el rescate. Para el resentimiento señoritil, sí. Y como a ella ya no pueden alcanzarla, le disparan a él, a Ignacio González. Cada vez está más claro por qué se ha ido Esperanza Aguirre.
Un tema que ha atrapado a los columnistas de El Mundo ha sido la famosa carta digital de Juan Carlos I. Y quienes escriben sobre esta cuestión se deshacen en elogios al rey, pocos comunes en un diario que se ha convertido en un dolor de cabeza casi permanente para la institución monárquica. Nos quedamos con una pieza en concreto. David Gistau —La carta— dice:
De no existir la carta, el nacionalismo catalán, tan susceptible, tan pendiente de nutrir siempre el victimismo, podría haberse descolgado con que la respuesta del Rey a la Manifestación fue convocar a las cámaras para que lo grabaran mientras pilotaba un helicóptero militar, como insinuando que voy, y sin quitarme el blazer. Cometido por el Rey el delito de portación de una opinión propia, en el que nunca faltará un tonto que señale un golpismo acechante, lo que muchos tendrán que digerir es el asombroso descubrimiento de que los reyes de España no acostumbran a ser independentistas catalanes. Al contrario: tienen el capricho de mantener unida la nación cuya jefatura ostentan.
Se permite, eso sí, señalar que Juan Carlos I no se da cuenta de que los tiempos han cambiado:
Hay en la carta un argumento de fondo que me hace percibir al Rey en una insalvable distancia generacional: la Transición como fórmula magistral, como abracadabra para cualquier problema español. El Rey permanece aferrado a ese mito, como los escritores y los políticos de su edad. Pero el tiempo, las percepciones nuevas y hasta el revisionismo de Zapatero lo desgastaron tanto que España anduvo buscando en los liberales de Cádiz un nuevo prestigio genealógico. El Rey es de cuando entonces, que diría Umbral.
Donde más elogios acumula la misiva real, ahora sí sin ‘pero’ alguno, es en las páginas de La Razón. Como botón de muestra nos quedamos con dos artículos. Alfonso Merlos sostiene en En tiempo y forma:
Ni una palabra de más ni una de menos. La oportunidad del mensaje del Rey es indiscutible. Y su señalamiento debe ser considerado por el conjunto de la nación, naturalmente por los representados pero especialmente por los representantes. Ni hay excesos, ni hay intromisión de ninguna índole digan lo que digan los nacionalistas. Hay en esta alocución simplemente el cumplimiento de la misión.
En la mesura y en la firmeza del Rey se refleja su perfecta consciencia de los tiempos de cambio que están poniendo a prueba los cimientos, pilares y tabiques del edificio patrio. Y en su forma de proceder, como reza el clásico, está inscrita la vieja idea de que la Corona influye en el destino de los hombres; pero, sobre todo, de que esos hombres deben gobernarse con rectitud y de acuerdo con la Ley.
En Derecho de Rey, Martín Prieto se muestra como todo un defensor de la tradición:
No me gustó la nueva web de La Zarzuela porque ni la libertad de expresión justifica que los enfebrecidos por las redes sociales interactúen con la Casa Real. Al Rey se le escribe, no se le pone un e-mail, pero el sistema no ha podido ser más oportuno para difundir la opinión de S.M. Juan Carlos I sobre los graves problemas que nos afligen.
Replica a quienes protestan por la intervención real:
La letra constitucional obliga al Monarca a arbitrar y moderar, y eso no puede hacerlo en la más estricta intimidad. Pasando de la prosa al verso, podríamos recordar que la Reina de Inglaterra tiene derecho a ser informada y a expresar su opinión. Un Rey asépticamente mudo sería como el leño soberano en la charca de las ranas. Oigo sorprendido que la entrada real con una cibercarta supondrá una bomba para Cataluña. Artur Mas y sus pulgarcitos olvidadizos que hay siete millones de catalanes y charnegos que se han embriagado con la última Diada. Lo que a los nacionalistas secesionistas altera en otro texto constitucional: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…».
Concluye:
La algarabía no sólo está en las calles, sino también en las fuerzas políticas y por eso el Monarca cumple con su deber de moderación y arbitrio. Nada más constitucional.