Yo creo que lo que se está perdiendo no es el prestigio de la prensa, sino el prestigio, en general. Y eso es penoso
Jesús Hermida (Ayamonte, Huelva, 1937) atiende a Época pocos días después de recibir el Premio Nacional de Televisión. Repasamos su carrera y los hechos que tiraron de ella, la llegada del hombre a la Luna, el advenimiento de los Kennedy o la dimisión de Nixon. «Entonces había talento -nos dice-, talento, brillantez e ingenio».
-En primer lugar, enhorabuena, Jesús. Parece que mereció la pena, ¿no?
-Soy un hombre que duda, pero tal vez sí que mereció la pena. Yo empecé con el periodismo por casualidad, vivía en Huelva, en los años 50. Había un periódico, una sola emisora de radio, pero puedo asegurar con toda certeza que nunca tuve dudas de lo que quería ser.
-¿Cómo fue su primer contacto con el mundo del periodismo?
-Un día les dije a mis padres -mi padre era pescador; mi madre, ama de casa y yo, hijo único- que quería ser periodista. Entonces no estaba bien visto. Busqué un trabajo para poder mantenerme en la ciudad y empecé a colaborar en una revistita, donde recuerdo haberme sentido el rey del mundo cuando vi mi primer artículo publicado. Años más tarde, siendo yo redactor de platina en otra revista, un día fui al baño y allí tenían colgado, con un gancho en la pared, a modo de papel higiénico, las pruebas de imprenta. Tiré de papel y vi mi artículo ahí. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que era este oficio, del carácter efímero de la información. Fue una lección de humildad importante.
-Eso en prensa, pero en televisión pasa algo parecido…
-Sí, yo entré en una revista que se llamaba Signo, que era de Acción Católica, y cobraba cuatro perras, pero era sobre todo por la ilusión de publicar que necesita cualquier periodista que empieza. Yo siempre digo, no obstante, que he sido muy afortunado, porque a partir de entonces siempre me han ido ofreciendo cosas. No he tenido esa sensación, de tantas gentes de hoy, de tener que ir a pedir trabajo. A mí se me abren las carnes cuando veo todos esos dramas en nuestra profesión. Pero bueno, yo entré en Pueblo y, así, fui escribiendo hasta que llegué a la tele.
-Y ese acabó siendo su medio.
-Desde luego, aunque yo por la prensa sigo teniendo una reverencia inmensa. De hecho, te voy a decir que cuando estudiaba y luego, cuando escribía, me parecía que la televisión era algo inmundo. Pero te diré que si a mí ahora mismo me llaman y me dicen que ha pasado algo grande, yo mal que bien en pantalla salgo y lo cuento, pero si tuviera que escribirlo, sufriría y sudaría horrores.
-¿Está perdido ya el prestigio de la prensa?
-Yo creo que lo que se está perdiendo no es el prestigio de la prensa, sino el prestigio, en general. Y eso es penoso.
-Por seguir repasando su carrera, usted fue muchos años nuestros ojos en Nueva York.
-Sí, ahí me cambié de trinchera. Yo dejo la prensa y aquella gente, la de los diarios, formaba una especie de comunidad, se iban de copas después de los cierres, había un compadreo, incluso entre la competencia. Pertenecías a la Prensa, con mayúsculas. Con el cambio perdí automáticamente aquellos contactos. Pero a mí me compensó, mi experiencia, por ejemplo, en América, fue maravillosa.
-Fue usted testigo de algunos de los hechos que marcaron el siglo XX.
-Fui un afortunado, ya digo. Llegué a la corresponsalía en 1968, que ha sido el año de los años, un tiempo vertiginoso. En febrero vivimos la ofensiva del Tet, en marzo tira la toalla Johnson, en abril asesinan a Martin Luther King, en mayo las revueltas estudiantiles, en junio matan a Robert Kennedy, en agosto la invasión de Checoslovaquia… y así hasta el día de Nochebuena, que llegan a la Luna por primera vez, aunque no bajan. Fue algo que me tocó, sin mérito alguno.
-Siendo un recién llegado, le abrumaría.
-Claro, fue muy difícil. Hoy un ordenador te lo resuelve todo, pero entonces tenía que revelar una película de 26 milímetros, contratar un satélite, montarlo durante toda la noche y lanzarlo a las siete de la mañana.
-Después de aquel contacto con los periodistas americanos, ¿tenemos aún cosas que aprender de ellos?
-Entonces, infinitamente. Ahora no tanto. Lo que más me impresionó cuando llegué fue la profesionalidad que tenían, es decir, el convencimiento de que aquello, el periodismo, era una profesión ¡y además digna! Nosotros llegábamos con nuestros sueños de bohemia, improvisábamos; y ellos tenían investigadores, contrastaban todo… era otro mundo.
-Puede tener que ver que allí consideran la información como un pilar básico de la democracia.
-Eso es. Aunque ahora han cambiado mucho los medios americanos.
-Sí, se han polarizado, ideológicamente también.
-Claro, y eso en mis tiempos era impensable.
-Háblenos de la llegada del hombre a la Luna.
-Siempre lo cuento restándole romanticismo. Pero es que ocurrió así. Yo llegué allí, como todos los de la televisión europea, absolutamente concentrado en un hecho: que no se me cortara la línea. Por otro lado, había que entender a los astronautas, que hablaban entre gestos y frases cortadas. Y además, lo veíamos en un minúsculo monitor en blanco y negro. Me acuerdo de que los veintitantos periodistas acreditados estábamos allí en un sala habilitada por la NASA y, entonces, Armstrong dice la frase. Recuerdo a todos gritando: «¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?». Nadie entendió nada. Las emociones vendrían después. Luego, eso sí, salimos a la calle, hacía una noche estupenda, era verano, en el sur de Texas, una noche limpia y una Luna brillante… y entonces yo me senté, mirando al cielo, y ahí sí que me emocioné. Pero vamos, que la preocupación de antes era que no se me cortara la línea. Porque no hubiera podido volver a España.
-¿Fue ese el momento más emocionante de su carrera?
-Pues es que aquello fue un deber. Yo me quedo con otros dos momentos. En primer lugar, el Watergate, con la noche del jueves 8 de agosto de 1974, cuando ya se sabe que Nixon va a hablar. A mí me había llamado ese día desde Madrid todo un director general exigiéndome que le dijera si iba a dimitir el presidente. Yo no lo tenía nada claro, la verdad. Y luego, cuando Nixon dimite, recuerdo que sí que me emocioné y pensé: qué gloria de proceso democrático. Era una emoción inmensa, porque un país le había dicho no al presidente y el presidente se había ido a su casa.
-Y el papel de los medios del que hablábamos.
-Claro, todos fuimos devotos de aquellos dos intrépidos periodistas. Pero yo me quedo con ese momento, cuando dice: «He mandado una carta al secretario de Estado y le he dicho que dejaré la presidencia mañana a las 12…». Aquello supuso un antes y un después, porque se trataba además de un hombre que había ganado las elecciones con el 61% de los votos, que es una avalancha electoral, y tuvo que dimitir por violar la Constitución. La otra parte es el día que conozco a Robert Kennedy.
-¿Qué impresión le produjeron?
-Fastuosa. Aquello era ingenio, brillantez… Verles a los dos era como ver la personificación del top del top. Aquel hombre venía con su esmoquin y una flor azul en la solapa… él era un tipo maravilloso, que además decía cosas que te llegaban al alma.
-Había en aquellos políticos el talento que echamos de menos hoy.
-Es que ahora todo el mundo quiere ser Kennedy, desde Clinton hasta Obama. Yo recuerdo un discurso que dio John Kennedy en la universidad americana, durante la crisis con los rusos, en el que dijo «todos hemos nacido en el mismo planeta, todos respiramos el mismo aire, todos queremos lo mejor para nuestros hijos y todos somos mortales». ¿Entiendes lo que te digo?
-Algunos discursos de Obama se compararon con los suyos.
-Sí, aunque solo al principio. No obstante, los que conocimos a Kennedy sabemos que no fue así.