Igual que la izquierda nunca tiene que probar nada, porque al llegar al poder “se vuelve derecha” (Jaime Richart), sus partidarios apenas necesitan otra cosa que la declaración para sentirse buenos -LEA EL TRASGO EN LA GACETA-.
Básicamente, para un gran número de ellos, ser de izquierdas es una forma de narcisismo asequible. Una de sus formas más insidiosas es la hipocresía de las peticiones de perdón que no comprometen a nada.
El ex presidente Clinton era un maestro en esto de “sentir el dolor” de los otros y quedarse tan ancho, como cuando fue a África y pidió perdón por la esclavitud. Es una forma de disculpa que tiene todas las satisfacciones psicológicas del arrepentimiento y ninguna de sus desventajas, como el remordimiento o la reparación, porque uno sabe que ni ha cometido el delito ni tiene la menor tentación de cometerlo.
En este tipo de exhibicionismo emocional cae Arturo González, muy de listas él, en su columna de Público.es, “Les pido perdón”. Don Arturo pide perdón a una víctima por línea, 52 en total, con lo que consigue entregar su colaboración sin haberse matado, precisamente. Un día de estos, si cuela, le voy a plagiar el truco para esta sección.
No hay que decir que ninguno de los objetivos de sus disculpas tiene nada que reprocharle a González. De hecho, conforman la colección habitual de sus favoritos, desde “los engañados con las acciones preferentes” a “los niños y niñas separados por sexos en sus colegios”, pasando por “los represaliados políticos”. “Las personas humildes ajenas a toda soberbia” (doblemente humildes, cabría decir) o “los sin papeles que trabajan en ‘lo que pueden’. Y les pide perdón, acaba diciendo, “por no haberles ayudado”.
Dejo a juicio del lector el grado de sinceridad que quieran atribuir a la piadosa letanía. Y de las cuestionables disculpas de González al sacrificio de Rosa María Artal en Eldiario. es. No, no es que Rosa María se sacrifique, sino que se indigna (“Yo me sacrifico, tú te sacrificas, él nos sacrifica”) de que el Gobierno lo pida: “Últimamente ese corifeo que forman –en distintos tonos y timbres– el Gobierno y los altos mandos del PP, repiten que nos han “pedido” sacrificios. Les confieso que yo siempre me quedo perpleja. Si es una solicitud, implica que podemos negarnos. E incluso responder: sacrifícate tú.
En todo caso, sacrificarse siempre es voluntario, porque de ser otros los que te inflingen “sacrificios” se trata con mucha más propiedad de tortura”. Es curioso que Artal rechace el sacrificio así solicitado porque “el sacrificio siempre es voluntario”. Efectivamente, como virtud, lo es. Y resulta curioso que desde la izquierda adviertan esta distinción, tras décadas de hablar de solidaridad impuesta desde el poder y de la generosidad de políticas sociales que lo serían verdaderamente sólo si el poderoso las pagase con su bolsillo.
Y ya que ronda palabras de tan claro origen religioso, era impensable que pasara de largo sin dedicarle el preceptivo rejón a la Iglesia: “De cualquier forma, usar la palabra “sacrificio” en política, lo mismo que el “gobernar implica repartir dolor” de Gallardón, es concebir la vida pública como una religión.
Como la católica para ser más precisos que lidera (con el judaísmo) el uso de la tristeza, el daño, el castigo, la resignación, la culpa y la pena entre todas las existentes hoy”.
Me reconocerá doña Rosa María que “la tristeza, el daño, el castigo, la resignación, la culpa y la pena” no son, precisamente, un invento del cristianismo, y que quienes lo han experimentado –y aquí ya no pretendo que me siga Artal– suelen encontrar en él la cura.
Me basta con que el lector más indiferente elija al azar un texto reciente de Benedicto XVI y otro de Rosa María Artal, lea ambos, y decida cuál contiene más alegría y esperanza y cuál más amargura y, en fin, todos esos sentimientos que, según la periodista, lidera la Iglesia. Y el final es antológico, por lo que tiene de olvido consciente de la ardiente mística progresista: “No queremos ganarnos el cielo que es asunto muy personal, queremos una sociedad real, moderna y avanzada en la que se busque el bien detodos los ciudadanos.
Compuesta –precisamente– por ciudadanos, no por feligreses. Y en la que un mandato de gestión no implique creerse una divinidad. Mal andamos, por cierto, si estos personajes son nuestros dioses”. Verás, Rosa María: no voy a hablar en nombre de la derecha, que es algo que no creo que exista como existe la izquierda.
Pero sí voy a hablar en el mío propio y en el de muchos otros de lo que puedo decir, al menos, que no son de izquierdas. No nos mueve, en nuestra concepción política, el propio interés o una incomprensible malicia. Es, sencillamente, que somos, por así decir, ateos del Estado, infieles de vuestra religión civil.
Porque sois vosotros, los progresistas, los que hacéis dioses de los políticos, los que esperan de ellos que subvengan a todas nuestras necesidades, que lo den todo sin pararse a pensar quién lo produce, quién lo crea, que nunca es el Estado. Tampoco a mí me gusta que el Gobierno me pida sacrificios. Pero si lo hace ahora es porque llevamos mucho tiempo adorándolo.