“No hay más que ver el papanatismo, nunca mejor dicho, con el que recibimos las informaciones sobre la elección del nuevo Papa. No parecía que estuviésemos hablando de una institución antidemocrática, misógina, patriarcal, homófoba y colaboradora esencial de algunas de las dictaduras más sangrientas del siglo XX, la española entre ellas” -LEA EL TRASGO EN LA GACETA-.
Así largaba en su última columna de El País (Estamos listos) el escritor Juan José Millás, reciclando apenas los más cansinos clichés de la izquierda comecuras, es decir, de la izquierda. El papanatismo de que habla, por cierto, lo ha seguido con estupefaciente entusiasmo el medio en el que escribe, El País, al que rara vez ha cegado el credo ideológico hasta el punto de ignorar lo que interesa a sus lectores y que no solo ha informado y comentado profusamente los ires y venires del nuevo papa sino que ayer mismo hacía del encuentro de los dos pontífices –el reinante y el emérito– su foto de primera.
Pero la izquierda siempre se ha caracterizado por hablar continuamente en nombre del pueblo y por sentir hacia él un insondable desprecio, un desdén indisimulado por todo lo que el común piensa, dice, hace, gusta o siente sin el permiso explícito de sus sabios mentores. Siempre me ha parecido curioso que la Semana Santa, la conmemoración de la ejecución infamante y bastante popular de Jesús de Nazaret, dé comienzo con un episodio –el Domingo de Ramos– que parece augurar un desenlace completamente distinto. Ayer las masas arrancaban palmas para ponerlas al paso de su jumento al entrar en Jerusalén, proclamándole rey, y el próximo veremos a otras masas –o, más probablemente, las mismas– pidiendo a gritos que le crucifiquen.
La lectura política es bastante evidente, no muy distinta de la del discurso de Marco Antonio soñado por Shakespeare. Pero es otra la que me interesa en este momento, conectada con la diatriba chocheante de Millás. Vamos por partes. Llamar a la Iglesia “antidemocrática” es tan idiota como llamárselo al servicio de correos por no someter a referéndum el contenido de las cartas. La Iglesia es la continuadora de un mensaje, y los mensajes no los deciden los destinatarios por mayoría. La Iglesia se basa en un suceso, y pocas cosas hay tan poco susceptibles al voto como un suceso.
Tampoco puede ser misógina una confesión que se valió el desprecio de muchos de sus detractores judíos y romanos por la importancia que daba a la mujer, ni homófoba –¿no era eso una enfermedad psiquiátrica? ¿cómo puede un desorden mental afectar a más de mil millones de personas?–, ese neologismo comodín, cuando ordena amar sin hacer acepción de personas. Pero todos sabemos lo que quiere decir Millás, lo que quieren decir los cristófobos, con esos términos y en ese sentido el escritor tiene razón y la Iglesia es todo eso. La Iglesia, decía Chesterton, es la única institución que puede librarnos de la esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo, y por eso parecerá eternamente desacompasada. Porque toda la letanía de Millás es, ay, tan hija de nuestro tiempo y nuestras particulares obsesiones que el columnista, cegado por la soberbia cronológica, no advierte que ése es, si no prueba, al menos un fuerte indicio de que su mensaje es verdadero.
¿O cree de verdad Millás que ya hemos llegado a la cumbre definitiva de la historia y que las ideas que a él –y a nuestro tiempo– parecen tan evidentes no serán mañana vistas con distanciamiento, sino con censura? Finge ignorar Millás que lo que él llama ‘homofobia’ –básicamente, oponerse al matrimonio homosexual– era hasta ayer patrimonio común de la familia progresista. Le desafío a que me encuentre uno solo de los padres del socialismo o el liberalismo que defienda semejante excentricidad rabiosamente contemporánea.
El feminismo –como particular antónimo de ‘misoginia’ en el vocabulario millasesco– no empezó como un fenómeno de izquierdas, y durante muchos años la progresía avant la lettre fue un club sólidamente masculino. Y, siendo así, ¿por qué habría nadie que apegarse a unas ideas de lo bueno que, con toda probabilidad, mañana habrán cambiado, igual que cambiaron de ayer para hoy? Todas las ideas que pare el mundo tienen su fase de Hosanna y su fase de “Crucifícale”.
Considero personalmente un alivio que la Iglesia no esté sujeta a esas modas, sinceramente, aunque su sitio acabe siendo siempre el Calvario. La confusión, por supuesto, no está solo fuera, sino también dentro. Evaristo Villar, teólogo y escritor de la Asociación Juan XXIII –asociación de tan rabiosa actualidad que sigue anclada en finales de los sesenta y cuya media de edad supera los 70 años–, escribe en el Bluffington Post hispano una columna, ‘¡Dios, que buen vassallo, si oviese buen señore!’, esperando del papa Francisco –¿no lo adivinan?– que reforme la Iglesia para acercarla al mundo. Al mundo de 1970, suponemos, porque en otro caso quizá hubieran abierto los ojos y visto lo rápidamente que su aggiornamiento vació iglesias y seminarios. “Es de sobra conocido –escribe don Evaristo– que el larguísimo pontificado anterior –Juan Pablo II– Benedicto XVI (1978-2013)–, entre la involución doctrinal y la contrarreforma en las prácticas, ha apagado la frescura y creatividad en la Iglesia”. Es de sobra conocido para Villar y sus colegas, porque el resto del mundo católico solo ha visto un renacer de la Iglesia y un parón de la sangría de vocaciones y la confusión doctrinal.