Isaac Rosa, el columnista que más apetecible me hacía la lectura de Público en papel antes de que Roures echara mano de la reforma laboral del PP para liquidar el periódico, plantea en eldiario. es (Paraísos sin salir de casa) una pregunta muy oportuna: “¿Podría sobrevivir el capitalismo, en su actual fase financiera, sin paraísos y secretos?” -LEA EL TRASGO EN LA GACETA-.
Si de algo le vale mi opinión –lo digo sin grandes esperanzas–, la respuesta es “no”. Un “no” enorme, rotundo. Estoy completamente de acuerdo con Rosa, pero por razones que me distanciarán absolutamente de él. Para empezar, el nombre: “paraísos fiscales”.
Para la izquierda, los ingresos, a diferencia de la tierra, no es de quien se los trabaja, sino del Estado.
De algún modo, lo que conservamos, lo que nos queda después de pasar por la Agencia Tributaria, lo tenemos en fideicomiso, como graciosa concesión, hasta que el Estado decida que debemos contribuir más, y así sin que a nadie se le haya ocurrido que quizá sea conveniente poner un límite constitucional a la rapacidad del poder.
Ellos no lo ganan ni lo producen pero, de algún misterioso modo, es legítimamente suyo, mientras el cuerpo aguante. ¿Paraísos fiscales? De acuerdo, si aceptamos que el resto de los países –empezando por el nuestro– son infiernos fiscales. Aún más, Rosa: el socialismo sólo es posible con capitalismo.
O, para no entrar en abstrusas definiciones del término, sin no socialismo en alguna otra parte. Le pasó a la Unión Soviética, que logró sobrevivir siete décadas gracias a que en buena parte del mundo el mercado era libre.
Igual que los kibbutzim, que podían convertirse en laboratorios comunitarios porque en el resto de Israel se compraba y vendía en libertad. Es extraordinariamente desconcertante ver a la izquierda escandalizarse de una corrupción que no surge porque los de este Gobierno y sus adláteres sean una especie humana distinta y distante –ahí está el felipismo para quien necesite confirmación–, sino porque el enorme poder y el gigantesco presupuesto estatal crean los incentivos necesarios.
Dar poder al Estado es dárselo para bien o para mal, para que lo gestionen los tuyos o los otros. El hombre, cada vez más visual y esquemático en sus conceptos, imagina el fascismo en banderas, uniformes y tipos que llaman a la puerta de los disidentes de madrugada para hacerlos desaparecer en oscuras mazmorras.
Pero un Estado moderno, infinitamente intrusivo y con cientos de Rosas y Escolares pidiendo más y más, no necesita nada tan melodramático.
En Estados Unidos acaba de destaparse un nuevo escándalo de la Administración Obama al saberse que el IRS –la Agencia Tributaria de allá– singularizaba a los que se habían pronunciado públicamente contra la Administración demócrata –fundamentalmente, miembros del Tea Party– para retrasar sus devoluciones, someterles a inspecciones sucesivas y negarles exenciones.
Nada de esto es ilegal. Los inspectores de Hacienda no tienen personal ni recursos para inspeccionar a todos los contribuyentes, por lo que sus actuaciones tienen que ser por fuerza arbitarias.
¿Y quién puede jurar que un retraso burocrático es producto de la mala fe y no uno de esos inevitables errores? Cuando el Estado tiene toda la información sobre el historial médico del disidente –Sanidad Pública–, la capacidad de negar o aprobar becas o diplomas –Educación Pública– y la de conceder o rechazar ayudas y subvenciones, ¿para qué quiere una Gestapo?
Pero lo de paraíso fiscal es una filfa comparado con otras exageraciones verbales a las que tan dada es la izquierda. O, mejor, cualquier grupo que quiere un favor del Estado.
Llama mi atención en Twitter Nuño Domínguez, de la publicación científica Materia, de este titular de El País: “El CSIC alerta del tsunami que arrasa la investigación en España”. Uno espera de los científicos cierto rigor en el lenguaje, pero habrá que admitir que, en el “¿qué hay de lo mío?”, no van a ser más fríos y precisos que cualquier otra tribu.
El Consejo Superior de Investigaciones Científicas hace referencia, naturalmente, a un tsunami negativo, no positivo, algo así como si quisiéramos dar el nombre de vendaval a la ausencia de movimiento en el aire. Se refieren, en fin, que hay menos financiación para la ciencia. Y también aquí juegan con la ambigüedad.
En primer lugar, dan a entender que la ciencia solo puede financiarse con fondos públicos, lo que está lejos de ser cierto. Al contrario, son mucho más abundantes las patentes derivadas de la financiación del sector privado que del público.
En segundo lugar, pretenden que el dinero inyectado directamente es el único recurso que condiciona el avance científico, otro dato que no confirma la historia. Es muy posible que una sociedad próspera, donde se mueva el dinero, sea más favorable al progreso científico que otra económicamente estancada pero con un gran presupuesto en investigación.
Los incentivos funcionan. Y, en tercer lugar, esa palabra mágica, Ciencia.
Porque cuando dicen, por ejemplo, que “España no fomenta la ciencia”, la traducción más exacta es que el Estado no financia suficientemente a los científicos. Y los científicos, ay, no son algo tan abstracto e imparcial como la ciencia. Son hombres con ambiciones, hipotecas, ideología e intereses propios.