Me decían por el barrio que mi prestamista llevaba varios días buscándome. Normal: no hace falta ser un genio de las matemáticas para darse cuenta de que, ganando lo que gano y debiendo lo que debo, es difícil que devuelva lo prestado en un plazo previsible. Por eso debió de ser una sorpresa para don Anselmo cuando me presenté en su trastienda con mi mejor traje y mi más brillante sonrisa -LEA EL TRASGO EN LA GACETA-.
– ¡Caramba, hace falta tenerla de cemento para aparecer con esa pinta en mi tienda! Salvo que te haya tocado la lotería y vengas a devolverme lo que me debes… Le ataje, antes de que se desbocase, que me lo conozco:
– No exactamente, don Anselmo, no exactamente. En realidad he venido a que me adelante unos pocos miles. Con el doble de lo del mes pasado creo que me apaño…
– ¿Y crees que voy a soltar un duro? Lo que voy a hacer es llevarte a los tribunales, caradura…
– Venga, don Anselmo, no se precipite y recuerde su úlcera. Mire, le confieso que, en un momento de desesperación, me decidí a recortar de aquí y allá para, al menos, devolverle una parte de lo que le debo, luego otra y así hasta quedar libre de la deuda.
– ¿Y?
– Que no hay modo. He estado comiendo fatal, he dejado colgado a mis amigos por no gastar en cañas, visto de un modo que nunca… Pero eso no duró. He visto la luz, don Anselmo: la austeridad no lleva a ninguna parte. El otro día tuve que ir al dentista y aún tengo sin pagar la factura. ¡Y se trata de mis dientes, don Anselmo, mis dientes!
– Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo?
– Todo. Pregunte por el barrio. Usted es el que mueve los hilos, el que hace, con su avaricia, que no pueda volver a comer en sitios decente y vestirme en locales de moda. Así que no ponga esa cara, deje de ejercer sobre mí esa intolerable dictadura y suelte la pasta. Hace tiempo que vengo leyendo estudios de perogrullo, obra de sesudos doctores que, con gran aparato de estadísticas, demuestran que si se gasta menos se pasa peor.
El otro día lidié con un ‘estudio’ de doctores británicos y ayer leí en la publicación online InfoLibre ‘Vidas perdidas por la austeridad’, que me explica que “recortar los programas de bienestar social en época de crisis no sale gratis”. Empiezo a pensar que es una retorcida broma. Por supuesto que si no pongo en la cuenta A 25 euros, la cuenta A tendrá 25 euros menos. Por supuesto que lo ideal es que mane una riada infinita de recursos para sanidad, de modo que haya un visualizador de positrones operado por un doctor licenciado en Harvard en la última aldea española; para educación, y que cada estudiante español tenga un ordenador y un iPad y reciba lecciones del mejor en su disciplina en clases de tres alumnos por profesor; para la investigación, y que rabie el CERN viendo nuestros flamantes laboratorios sin reparar en gastos.
El problema -síganme bien aquí, que es la parte difícil- es que no hay dinero. No para todo, ni mucho menos. Debemos hasta la manera de andar y ya nos han subido los impuestos treinta veces en lo que lleva Rajoy al frente del Gobierno, convirtiéndonos en uno de los países con mayor presión fiscal de nuestro entorno. Como no creo ser especialmente inteligente, sospecho que quienes jalean estos artículos saben perfectamente lo que digo, que todos saben que queda poco dinero y poco tiempo antes de que se agote el botín y cada sector grita para que no recorten de lo suyo. Creo que a esto llaman ‘solidaridad’.
En ‘Esa horrible fuerza’, de C.S. Lewis, encargan a uno de los protagonistas, un profesor universitario, que escriba dos editoriales, uno para un periódico ‘popular’ y otro para un diario ‘serio’, justificando un abuso flagrante. El profesor protesta que convencer al lector plebeyo no le parece problema, pero no cree que la clase educada vaya a tragarse la sarta de mentiras que debe escribir. Al contrario, le enseña su mentora: es el público acostumbrado a fiarse diariamente de sus sentidos y su experiencia personal, del sentido común, quien resulta difícil de engañar; el otro, el que suele aprenderlo todo de la palabra escrita, ya está predispuesto al engaño, y basta que las palabras no se deslicen nunca hacia lo sencillo y lo concreto para hacerles creer cualquier cosa.
Siempre me acuerdo de esa escena cuando la obligación me impele a leer, siquiera en diagonal, los plúmbeos y estirados editoriales de El País. No hay problema que no sean capaces de diluir en charquito de frases inanes ni dilema que traten sin huir a lomos de la prosa más blanda y estereotipada. Ayer tocaba corrupción, ‘Les toca a los partidos’, y huelga decir que no propone nada. Nada real, nada eficaz, nada que vaya al fondo del asunto, quiero decir.
Termina así: “El mundo político tiene que dedicar menos esfuerzos a usar la corrupción como arma contra el adversario y muchos más a combatirla. Todo está pendiente, desde la aplicación de controles profesionalizados a las cuentas de los partidos, dándoles la máxima publicidad, hasta la promulgación de una Ley de Transparencia, cuyo proyecto lleva un año a la espera de aprobación parlamentaria”. ¿Reducir el peso del Estado, el intervencionismo? ¡Por favor!