LA TRIBUNA DEL COLUMNISTA

Luis Ventoso se parte la caja con los conocimientos económicos de Pedro Sánchez: «Estudió en la guagua de Nicolás Maduro»

"Francia, por ejemplo, se verá forzada a completar una reforma laboral"

Luis Ventoso se parte la caja con los conocimientos económicos de Pedro Sánchez: "Estudió en la guagua de Nicolás Maduro"
Pedro Sánchez en su escaño. PD

Variadas vienen las columnas de opinión de la prensa de papel este 13 de marzo de 2016. Desde los que desmontan los falaces argumentos del PSOE de Pedro Sánchez respecto de la reforma laboral, a quienes piden a los partidos políticos que se dejen de tanto cotorreo y se pongan a trabajar en pos de conformar un nuevo Gobierno o el eterno problema con los refugiados.

Arrancamos en ABC y lo hacemos con Luis Ventoso quien demuestra con argumentos que la tal manida insistencia de los socialistas de aplicar en España la jornada de 35 horas semanales no es más que una utopía imposible de realizar y que en modo alguno va a propiciar un crecimiento del empleo:

El mundo está lleno de fenómenos. Uno de ellos, del que hoy ya nadie se acuerda, era el adusto dirigente socialista francés Lionel Jospin. Sesudo, de cabello níveo y porte intelectualoide, entre 1997 y 2002 fue el primer ministro de Francia. Jospin, que era un crack, tuvo una iluminación: el país irá mejor si trabajamos menos. Lo cual viene a ser como proclamar que Contador lo tendrá más fácil para ganar el Tour si pedalea más despacio. Dicho y hecho. En 1999, el admirable Lionel aprobó la medida estelar de su programa electoral: la jornada laboral de 35 horas semanales. ¡Voilà! Francia pasaba a ser el país donde menos se curraba de Europa. Los derechos laborales quedaban desde luego bien blindados: su código de trabajo tiene 3.800 páginas.

Los socialistas, con su habitual buen ojo económico, explicaron que la medida iba a disparar el empleo. Su cálculo era sencillo: si los trabajadores van a estar menos horas en sus puestos, los empresarios necesitarán contratar a más gente para hacer la misma tarea. Y es que en los mundos de Yupi de la economía buenista no existe eso que se llama productividad, que permite producir más con igual o hasta con menor personal. Tampoco se cayó en la cuenta de que a la hora elegir un país donde invertir las multinacionales no iban a preferir precisamente aquel que ha optado por un corsé laboral que desincentiva la cultura del esfuerzo.

Recuerda que:

El resultado de tan astutas política socializantes fue que, mientras Londres se iba robusteciendo tras el aperturismo económico que inició Thatcher y siguieron el inteligente socialista Blair y Cameron, París se tumbaba en el diván e iniciaba una dulce decadencia, al principio casi indetectable. Al currar menos, sucedió justamente lo contrario de lo previsto por Jospin y su equipazo: la economía se encogió y aumentó el paro.

Como el agua empieza a entrar en la cocina, ahora otro socialista inteligente a lo Blair, Manuel Valls, ha convencido a su jefe, el gaseoso Hollande, de que hay que ir desarmando el restrictivo tinglado laboral de Jospin. Porque resulta que Francia no es una isla, está incardinada en una competencia global abierta y no puede seguir echando la carrera con un pie atado. La calle, por supuesto, arde en manifas (a los franceses les chiflan de siempre las barricadas). Gran parte de la población gala sigue instalada en un cliché que también arrasa en España: el Estado debe ser el garante de la economía, estimulándola, protegiendo a los trabajadores y fomentando la subcultura de la subvención; mientras que el esfuerzo personal y las empresas son actores secundarios.

Y asegura que:

Al final, de un modo u otro, Francia se verá forzada a completar una reforma laboral (algo similar a lo que llevó a cabo a comienzos de siglo el socialista alemán Schröder para flexibilizar su economía, o a lo que ha hecho Rajoy). Pero en España, ay, nuestro postulante a presidente con 90 escaños, el amiguete de Besteiro, solo tiene una medida económica conocida: cepillarse la reforma laboral del luciferino Mariano y volver a instaurar unas rigideces que todos sus pares socialistas europeos van desmontando. A veces pienso que nuestro Pedro estudió economía en la guagua de Maduro…

Ignacio Camacho ve clarísimo que la actuación de la Unión Europea en relación a la crisis de lo refugiado ha demostrado que es una metedura de pata hasta el corvejón porque no arregla el problema. sino que lo esconde en el cuarto de atrás:

En la fachada principal del Palacio de Comunicaciones, actual sede del Ayuntamiento de Madrid por capricho megalómano de Ruiz-Gallardón, sigue ondeando una pancarta que reza «Refugees Welcome». La mandó poner la alcaldesa Carmena durante la crisis migratoria europea de otoño, cuando la foto del niño Aylan desencadenó una oleada social de sensibilidad humanitaria. Pero los refugiados del cupo fantasmal que España aceptó recibir nunca llegaron: apenas una docena y media, entre otras razones -como la escasa coordinación de aquel acuerdo de reparto- porque los propios migrantes no querían venir. Preferían quedarse en Centroeuropa, a lo sumo en Francia, que veían como tierras de mayores oportunidades. Y sobre todo en Alemania, donde Angela Merkel les abrió los brazos en una decisión que el tiempo ha demostrado precipitada.

Precisa que:

Porque el pueblo alemán, como el español, era partidario abierto de la acogida… hasta que llegaron. La presión de miles de personas sin hogar sobre la vida y los servicios de las ciudades germanas ha provocado en estos meses un giro más que apreciable de la opinión pública; una corriente súbita de rechazo que ha proyectado a los partidos xenófobos. El bochornoso acuerdo de la UE con Turquía, un auténtico contrato de externalización para que los turcos se hagan cargo del inmenso contingente migratorio, es la respuesta con que Merkel trata de corregir su error de cálculo político. Seis mil millones a cambio de sacarse a los refugiados de encima. Y algo más importante y cuestionable: el compromiso moral de aceptar a medio plazo el ingreso otomano en la Unión Europea.

Como ha dicho el ministro español de Exteriores, se trata de un dilema «entre Guatemala y Guatepeor». El éxodo de Siria y de Irak puede disolver las bases comunitarias, y de hecho ya ha triturado la cohesión de los socios, ha puesto a la zarandeada Grecia al borde del caos y, Gran Bretaña mediante -otro acuerdo ominoso-, ha liquidado el acuerdo de Schengen. Pero la aceptación de un país de ochenta millones de musulmanes, con mayoría islamista, simplemente disolvería la Unión, el concepto mismo de la Europa actual. El pacto de esta semana, rechazado por el Congreso español, es un parche a la desesperada en el gravísimo agujero abierto en el continente por la riada de la desesperación. Y representa la constatación de un fracaso.

Y sentencia:

Al final, el coste político de la no intervención en Siria será mucho más alto que el del abstencionismo. La tragedia causada por Daesh no va a arreglarse con cataplasmas ni con el arrendamiento de soluciones provisionales a terceros países. Ante la impotencia manifiesta -y voluntaria- para frenar la guerra y estabilizar un país literalmente desangrado, la aún rica Europa quiere aplacar su mala conciencia tirando de chequera. Meter el problemón en el cuarto de atrás hasta que la puerta reviente. Que reventará. Al tiempo.

Antonio Burgos pone negro sobre blanco lo que está pasando en España desde el pasado 20 de diciembre de 2015, fecha en la que se celebraron las elecciones para dejar un panorama donde no hay Gobierno por el empeño de los perdedores en convertir en victoria lo que fue un trompazo en las urnas. Pide que haya menos cotorreo y más ponerse a la tarea, al lío de Montepío:

Igual que la primavera de hecho ya ha venido, con los naranjos en flor y los primeros vencejos, avisan alarmados en que nadie sabe cómo ha sido que a los parques y jardines de Sevilla han llegado medio millar de cotorras. La cotorra, como la muerte a los hombres, iguala a las ciudades. Si en tu ciudad no hay cotorras, es que vives en una mierda de pueblo, sin plagas de aves invasoras en la birria de jardines que tenéis, ni nada de nada. Y lo de Sevilla con las cotorras, según leo, es nada. En Madrid hay 8.200 cotorras sueltas. Y en Barcelona, 6.800. Ya mismito estoy viendo a Ada Colau largar fiesta contra el centralismo opresor de los españolistas porque, hombre, Barcelona no va a tener menos cotorras que Madrid, ¿cómo va a ser eso, si además la cotorra tiene una facilidad enorme para los idiomas y se aprenderá la lengua de Pompeu Fabra en menos que canta un gallo (e incluso un belmonte)?

Describe que:

La plaga de cotorras en mi tierra no me ha sorprendido en absoluto. Dicen que se estima que en toda España hay más de 20.000 cotorras. ¿Sólo 20.000 cotorras? Pocas me parecen. Para mí que debemos de andar, tirando corto, por los diez o los quince millones. Cotorras de las que me preocupan de verdad y deben preocuparle a usted, a poco patriota que se sienta. Porque no hablo de estas emplumadas cotorras verdosas como mi Betis bueno, que andan por las ramas de los árboles públicos y no le hacen daño a nadie. Hablo de las cotorras dañinas, de la peor especie de cotorras que se conoce: las cotorras políticas y las cotorras mediáticas. Las cotorras que, sin causa justificada ni argumentos conocidos, se pasan el día largando fiesta en cuanto ven un micrófono y no paran de hablar. ¿Han contado las cotorras que hay en las tertulias, en las ejecutivas de los partidos? Es que no paran, liándola cada vez más y poniendo cada día más difícil el futuro de la nación, la prosperidad de la economía y la unidad de la Patria.

Esta plaga peligrosísima de cotorras invasoras del poder y de los medios la padecemos en España desde el pasado 20 de diciembre. Cotorras de derechas y cotorras de izquierda. Cotorras del sistema y cotorras contra el sistema. Cotorras de partidos tradicionales y cotorras de partidos emergentes, ¡arriba el periscopio! Cotorras separatistas y cotorras con sentido constitucional de la Patria. Cotorras progres y cotorras fachas. Todas raja que te raja, grita que te grita. El día que los periódicos, las radios, las televisiones hicieran un pacto y dejaran de dar altavoz a las chorradas de las cotorras, que tan poco tiene que ver con los problemas reales de España y con la práctica paralización de la economía, habría transistores en silencio, páginas en blanco, pantallas fundidas a negro. Una maravilla.

Y recuerda algo esencial:

No sé si están echando las cuentas, pero en todo este lamentable y largo proceso cuya finalidad consiste en que no ganen los que triunfaron y que, por el contrario, venzan los que perdieron (algo así como lo que han manipulado con la Guerra Civil por medio de la Memoria Histórica), las únicas que brillan son las palabras de las cotorras. Los hechos, si existen, no los conocemos. O nos informan de ellos con datos falsos, a fin de que las cotorras de un bando puedan largar contra las del contrario. Viendo el triste espectáculo que estamos dando con los pactos para la investidura me viene a la mente la frase de san Agustín sobre la vanidad, y le doy la vuelta: «Cotorreo de cotorreo y todo cotorreo».

Se acercan los penitenciales días de la Semana Santa y, por muy agnósticas que sean las cotorras y cotorros del cotarro, no vendría nada mal que aprendieran del silencio de alguna primitiva cofradía. ¿Se imaginan qué maravilla sería una semana sin escuchar disparatones y descalificaciones por parte de las cotorras que nos han invadido desde que las urnas dieron lo que dieron el 20-D?

En La Razón, Alfonso Rojo se lleva las manos a la cabeza y con razón. ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que el actual presidente turco, Erdogan, es un radica de los pies a la cabeza? En la Unión Europea parecen estar a por uvas cuando se ofrecen a darle facilidades a Turquía para su integración en el club europeo a cambio de que acepte acoger a los refugiados, una acción que encima a la UE le cuesta 6.000 millones de euros:

¿En manos de quién estamos? Mucho llenarnos la boca de palabras bonitas y a las primeras de cambio, en cuanto un problema se envenena, los altos responsables de esto tan inspirador que es la UE se van por el desagüe. Literalmente, y prueba de ello es lo que está pasando con la crisis de los refugiados. Asustados por el penoso espectáculo de decenas de miles de infelices atrapados en el barro y viendo cómo los socios recién llegados de lo que fue el Bloque Soviético cierran la «Ruta de los Balcanes», mientras Dinamarca bloquea puentes y Suecia anuncia expulsiones, lo primero que se les ocurre es prometer el oro y el moro a Turquía. El acuerdo es infame, porque pone precio a cada cabeza, como si los desesperados que llegan de Siria, Irak, Afganistán y otros pudrideros fueran ganado y no seres humanos, pero es que además incluye concesiones suicidas.

Resalta que:

Hablan ya de eliminar los visados para los turcos que quieran acceder a la linda Europa y de acelerar del proceso de adhesión a la UE, a cambio de que el régimen de Ankara acepte recoger y «procesar» a los miserables que saltan a las islas griegas o sufren atrapados en Macedonia. Turquía es clave. No sólo por su posición –comparte frontera con Grecia, Bulgaria, Georgia, Armenia, Irán, Irak y Siria- o porque con su millón de soldados es numéricamente la segunda fuerza militar de la OTAN, sólo detrás de EE UU. Cuenta también con una economía boyante y en expansión. Todo muy bien, pero ya me dirán ustedes qué pinta dentro de la UE un país musulmán de 80 millones de habitantes, dominado cada día más por los islámicos. Alteraría todos los equilibrios, empezando por los del Parlamento Europeo, y no precisamente en el buen sentido.

Y rememora que:

Antes de ser presidente, el aparente suave Erdogan pasó cuatro meses en la cárcel por incitación al odio religioso. Era por aquel entonces alcalde de Estambul y no tuvo otra ocurrencia que leer una poesía islámica en un mitin en la que decía: «Las mezquitas son nuestros cuarteles, los alminares nuestras bayonetas, las cúpulas nuestros cascos y los creyentes nuestros soldados». ¿Ha cambiado? ¿Se ha moderado? ¿Se ha hecho con el tiempo menos integrista y más tolerante? No, y prueba de ello es que el día que no cierra un periódico, clausura una televisión y el que no reprime a los kurdos, castiga a los tuiteros o contrabandea petróleo del Dáesh. Con gente así, no se construye la Europa de los derechos, la solidaridad y las libertades.

David Jiménez, director de El Mundo, escribe sobre los cambios en el periodismo escrito y como al final, guste o no guste a los nostálgicos del papel, la evolución tecnológica resulta imparable:

La redacción del diario Serambi, en la ciudad de Banda Aceh, había sido arrasada por el gran tsunami del Índico que en 2004 mató a más de 230.000 personas. Los empleados más madrugadores se habían ahogado en la primera planta, la imprenta del periódico yacía hecha añicos en el párking y la mitad de la plantilla había desaparecido. Los supervivientes buscaban a familiares y amigos entre las ruinas de una ciudad fantasma. Entonces ocurrió algo inesperado. Periodistas que lo habían perdido todo empezaron a presentarse en su puesto de trabajo. Localizaron un par de ordenadores que aún servían en la segunda planta. A tres horas de Aceh, en una localidad vecina, se encontró una pequeña imprenta que todavía funcionaba. Alguien consiguió una furgoneta de reparto. Y seis días después de que el tsunami golpeara la redacción, el Serambi volvió a salir a la calle. «Pensamos que en mitad de la tragedia nuestros lectores nos necesitaban más que nunca», me dijo Ajurdin, su director, sobre su empeño en resucitar el periódico.

Dice que:

Pienso a menudo en el Serambi, y en el espíritu de los periodistas que lo sacaron adelante porque, salvando las diferencias, la prensa española ha vivido su particular tsunami en los últimos años. Nos hemos enfrentado a la mayor crisis económica en décadas y a un cambio de modelo que nos ha obligado a buscar la manera de sobrevivir en un nuevo escenario. Y aquí estamos: con nuestras heridas, ninguna más dolorosa que la de ver a compañeros perder sus puestos de trabajo, y preguntándonos por la siguiente historia.

A veces se nos olvida cuánto han cambiado las cosas y a qué velocidad. Cuando cubrí el tsunami para este periódico no existían el iPhone, Twitter o Facebook. La redacción digital de nuestro periódico ocupaba un rincón discreto de la redacción. Internet ya era una realidad, pero la mayoría de los periodistas no veían la revolución digital como una oportunidad, sino como una amenaza. Lo sé, porque yo formaba parte de la resistencia. Consideraba que mi trabajo debía ser el del corresponsal clásico y que el mejor periodismo sólo se podía hacer en el papel.

Hoy existe el convencimiento en las redacciones, incluso en las de los medios más tradicionales, de que la tecnología puede ser nuestra aliada, de que sólo si nos adaptamos en un proceso de innovación continua podremos seguir adelante y que sumarnos a la transformación digital no es una opción. El tren va a pasar, está pasando ya, y al maquinista no le importa quién se sube y quién se queda en el andén.

Apunta que:

Hay compañeros que ven estos cambios con temor y se aferran a la nostalgia como coartada para resistirse a ellos. Me preguntan con preocupación si voy a matar el papel, como si eso fuera algo que pueda decidir un director de periódico desde su despacho y no los lectores. Mientras sigan con nosotros, y decenas de miles de ellos lo están, seguiremos editando nuestra versión impresa con el mayor cuidado, tratando de hacerla mejor cada día. Pero a la vez vamos a apostar por llevar nuestro periodismo a más lectores, en lugares donde todavía no nos leen, convirtiendo nuestra redacción en un centro de innovación y creación de periodismo, buscando nuevas formas de contar las historias y organizando los flujos de trabajo de acuerdo con los tiempos, aprovechando ese matrimonio entre tecnología y periodismo que ya es para toda la vida y que nos ha permitido tener hoy más lectores que nunca.

Mis colegas más escépticos, incluidos algunos periodistas que admiro, creen que en ese viaje que hemos emprendido no podemos dejarnos nada de lo esencial en el camino. Y llevan razón. Mientras incorporamos ingenieros y desarrolladores a nuestras redacciones, tenemos que reforzar nuestros equipos de investigación para seguir cuestionando al poder. Mientras trabajamos en la forma de actualizar más rápido nuestra información, debemos reforzar los controles de edición para que sea lo más justa posible. Mientras buscamos nuevos formatos e innovaciones, tenemos que encontrar el tiempo para hacer autocrítica, eso que tanto nos cuesta a los periodistas. No puede ser que nosotros, que nos dedicamos a criticar lo que hacen políticos, artistas o deportistas, no seamos capaces de cuestionarnos lo que hacemos y por qué. ¿Hemos contrastado lo suficiente nuestra última información sobre corrupción? ¿Justifica la relevancia de una información romper el derecho a la intimidad de los afectados? Cuando nos equivocamos, ¿hacemos lo suficiente por reparar el error?

Y concluye:

El cambio no puede consistir sólo en mejorar nuestra tecnología, desarrollar las mejores apps o tener el mejor diseño, porque como dice la gran maestra de periodistas Rosa María Calaf, los medios no somos tostadoras. Tenemos un compromiso intelectual con la sociedad y debemos reforzarlo o todo lo demás no habrá servido de nada. Mirando atrás, a lo que hemos pasado y dónde estamos, también nosotros podemos sentirnos orgullosos de haber llegado hasta aquí, convencidos, como decía el director del Serambi, de que en un mundo lleno de incertidumbres y no pocas trampas, nuestros lectores todavía nos necesitan.

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Autor

Juan Velarde

Delegado de la filial de Periodista Digital en el Archipiélago, Canarias8. Actualmente es redactor en Madrid en Periodista Digital.

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