Siempre asombrado, un punto incrédulo y constantemente irónico, Miguel Ángel Aguilar rinde cuenta de algunos momentos vividos en silla de pista, como testigo de primera fila y, en ocasiones, como observador participante durante los últimos cincuenta años.
Escribió desde Londres para el diario Madrid y desde Bruselas para Cambio 16. Informó desde Lisboa de las postrimerías del salazarismo y de la aurora de la Revolución de los Claveles. Vivió el eclipse del franquismo, estuvo en las tapias de El Pardo cuando se extinguía la lucecita y en el vestíbulo de la clínica La Paz escuchan – do los partes del equipo médico habitual; anduvo por El Aaiún cuando la Marcha Verde; asistió en Hoyo de Manzanares a los fusilamientos del 75.
Siguió los días y las noches de la Comisión Constitucional. El golpe de Tejero y sus guardias lo sorprendió el 23-F en asiento de tribuna. Pusieron bombas al periódico que dirigía. Le ofrecieron cargos, pero prefirió permanecer a la orilla del acontecimiento.
En silla de pista es un álbum de apuntes tomados del natural, ajeno a solemnidades, que refleja la evolución de unos años en los que se mudaban los inasequibles al desaliento. Cuenta el estreno de las libertades. Rinde homenaje a una prensa que ya no existe, pero que fue decisiva para que cristalizara el Estado democrático de derecho que hoy conocemos.
TITULARES EN LA ENTREVISTA CON PERIODISTA DIGITAL
«A toro pasado, muchos antifranquistas de salón toreaban de maravilla. ¿Te acuerdas Miguel Angel [de la dictadura de Franco]?, me preguntaban. «Yo me acuerdo pero tú no estabas», les respondía. Lanzadas a moro muerto».
«Me captó el Opus Dei con 16 años»
«Publicamos la Operación Galaxia semanas antes que El País, que ni se lo olió»
«Me pusieron en EFE y me echaron de EFE los socialistas»
«No me arrepiento de las veces que estuve cerca de Felipe González, el presidente de Gobierno es una buena fuente de información»
El hombre que siempre estuvo allí
Este libro es para su autor «un album de momentos vividos en primera línea, en silla de pista, en ocasiones como observador participante», -que define también como «apuntes tomados del natural»-, es una especie de memorias selectivas de un periodista veterano que ha vivido el franquismo, la Transición y la democracia, y nos ofrece el relato de su experiencia con un estilo personal e intransferible, hecho de cultura, ironía y elegancia.
Miguel Ángel Aguilar se presenta como «nacido para la astronomía y degenerado hasta el periodismo, enraizado en una familia de derechas de toda la vida, chapada a la antigua, ajena al viva quien vence, con educación y vergüenza sobrada como para apuntarse al botín de ninguna victoria».
Como vástago de tal familia, pasó por el Opus Dei. Cuando abandonó la institución le dijeron que, si él se iba, quién quedaría en la Obra que fuera de izquierdas (algo que, por cierto, él no se consideraba). También dejó su futuro como físico, aunque reconoce: «Nunca he tenido satisfacciones intelectuales comparables a las proporcionadas por la matemática y la física. Por eso puede imaginarse la degradación que suponía abandonar la observación de lo inmutable para prestar atención a la actualidad efímera».
Aquella España, aquella prensa
Las primeras páginas del libro son un impagable retrato de una España que hoy cuesta imaginar. Una España en la que gente moderada, de derechas, por familia, educación, ambiente, lecturas, llegaba a encontrarse inmersa o rozando la clandestinidad. Y en la que un directivo de la Federación de Asociaciones de la Prensa podía poner un pistolón sobre la mesa para saldar una discusión incómoda y acallar al disidente. Una España en la que la prensa era propaganda y a los periodistas les convenía beber porque «completamente sobrio y consciente de todas las consecuencias que pueden derivarse de lo que se escribe, sobreviene el bloqueo para hacerlo».
Escribir era una riesgo para atenuarlo convenía renunciar a la exclusiva y compartir la información. Era mejor no significarse y dar la noticia diciendo «según ha publicado Le Monde…».
En los primeros pasos periodísticos de un Aguilar veinteañero fue esencial el diario Madrid, cuya trayectoria, entre 1966 y 1971, estuvo marcada «por un casi permanente estado de agitación»: veinte expedientes incoados, una suspensión por cuatro meses entre mayo y septiembre del 68, querellas criminales, procesamientos ante el TOP.
«Si bien no se puede considerar que el periódico fuera de oposición al régimen, algo impensable e imposible en aquella época, las sanciones le llovían por la falta de calor en el elogio a Franco».
Mientras que una manifestación de adhesión a Franco se recogía en separatas de 24 páginas en algunos medios, el Madrid la despachaba con una pequeña fotografía en portada. Con un famoso artículo de Rafael Calvo Serer -«Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle»-, ante el que todo el mundo entendió la indirecta, saltaron las alarmas, y el Madrid entró en la fase final que acabaría en su cierre y voladura del edificio.
El régimen que murió matando
Por fin, en 1975 llegó el final del dictador. Que se despidió matando, como había llegado al poder. Miguel Ángel Aguilar fue una vez más el periodista que estaba allí, y las páginas en que cuenta dos meses antes los fusilamientos del 27 de septiembre son estremecedoras y emocionantes: la llegada de los padres de uno de los condenados o de la pareja de otro, embarazada de tres meses, que venía de la cárcel de mujeres a despedirse de su marido; las gestiones a la desesperada para parar las ejecuciones; la entrega a los familiares de los cadáveres, en los que se percibían los orificios de entrada de las balas y que aún goteaban sangre. O el espectáculo de los policías y guardias civiles que habían formado el pelotón del fusilamiento, que, con el fusil aún humeante por los disparos, se mostraban, pese a haberse presentado voluntarios, «incapaces de articular palabra, de encender un cigarrillo, de tragar saliva, de mirarse unos a otros, de suspirar, de confortarse con el tacto».
Franco murió el 20-N menos de dos meses después de aquellos hechos, y su larga agonía convirtió el bulevard que discurre paralelo a las tapias del palacio de El Pardo en una verbena con tenderetes alineados, y la entrada a la Clínica de la Paz en una pasarela donde se prodigaban los políticos deseosos de aparecer en los informativos rindiendo visita al agonizante. Claro que otros viendo la caducidad del Caudillo iniciaron sin demora las oportunas maniobras de travestismo político para situarse mejor en lo que hubiera de venir.
Por aquellos años, Miguel Ángel Aguilar se había casado con Juby Bustamante, una compañera de profesión (fallecida el 10 de Julio de 2014) de la que ofrece este hermoso retrato:
«Siempre supe que no la merecía. Ella se había ganado el respeto y la consideración profesional de los mejores mientras otros asumíamos riesgos en dosis mayores para mejor parecer. Juby era la inteligencia sintiente, el criterio, el consejo, la conversación, el diálogo, las lecturas recomendadas, el descubrimiento de los autores, la naturalidad en todo, sin aspavientos».
La Transición y sus sobresaltos
Tras siete meses de modorra y continuismo con el franquista Carlos Arias Navarro presidiendo el gobierno, el rey designó para el cargo a un imprevisto Adolfo Suárez, carente de linaje de cualquier tipo; «ni había leído tantos libros como Fraga, ni había tenido tantas nanis como Areilza». Pero, igual que don Juan Carlos, «tenía la universidad de la calle y una pituitaria excepcional». «En la distancia corta era irresistible».
Una de sus grandes habilidades era que aquellos que le visitaban en Moncloa en vez de salir sintiéndose privilegiados por la audiencia que habían tenido quedaran convencidos de que haberles recibido a ellos era lo más importante que le podía haber pasado al propio presidente.
En un encuentro con periodistas, Suárez les explicó sus planes de reforma política y, años después, José Oneto escribió algo que recoge y suscribe Aguilar:
«No le creímos, nos parecía imposible que ese calendario [elecciones generales libres en un año a partir de la aprobación de la Ley para la Reforma Política] pudiera cumplirse… Conforme avanzaba en su exposición, menos le creíamos… Pero nos equivocamos. Todo lo que nos anunció Suárez en aquella comida se cumplió».
El camino a la democracia estaba claro pero no expedito. Al Ejército le había confiado Franco la perennidad del régimen y la tarea imprescindible era «reconvertir las Fuerzas Armadas para que dejaran de formar parte de la amenaza y pasaran a formar parte de la defensa». Desde sus inicios en el periodismo, Aguilar tuvo interés por los asuntos de la Defensa y las Fuerzas Armadas, convencido de que Franco había recibido el poder de una Junta Militar y de que, a su muerte, ese poder revertiría de alguna manera en los militares. De modo que se aplicó a recopilar las escalillas donde estaban escalafonados para saber quiénes irían alcanzando las posiciones de mando decisivas y estar muy atento a ascensos y destinos.
«Cuando al producirse algunos nombramientos hube de trazar las biografías de los designados, opté, en ocasiones, por asignar a los agraciados actitudes liberales pensando en que la naturaleza copiaría al arte».
Se especializó en información sobre las Fuerzas Armadas, un terreno abrupto, dado que «los periodistas pensaban que todos los militares eran golpistas, mientras que los militares pensaban que todos los periodistas eran hijos de puta».
De esa dedicación le vino al autor algún procesamiento. Alguna vez, los escoltas que le acompañaban para protegerle de las amenazas de ETA Y EL Grapo, al ir a recogerle a su casa por la mañana, cumplieron la orden de llevarle directamente al juzgado militar a declarar. Eran escoltas de doble uso. En Diario 16, donde trabajaba entonces, les pusieron una bomba, reivindicada con un lenguaje casi caricaturesco por los GRAPO, poco después de que el periódico hubiera publicado una serie biográfica del Superagente Conesa.
Y es que la Transición no fue fácil. «En absoluto es verdad» que fuera un pacto tenebroso, escribe Aguilar. «No fue la suma de todos los miedos, sino de todos los atrevimientos. Hubo cabezas valientes… La gente dio la cara y los riesgos no se esfumaron de repente… Sépase que hubo secuestros, expedientes, consejos de guerra, procesos penales y problemas graves».
«Nada estaba escrito de antemano. La suerte no estaba echada: Todo debió ganarse paso a paso». La pelota estuvo mucho tiempo en el tejado y todavía en 1981 se produjo un intento de golpe de Estado que pudo dar al traste con la democracia naciente.
El 23-F como nunca lo han contado
Testigo directo del frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, Miguel Ángel Aguilar nos lo cuenta desde una perspectiva nueva, distinta y privilegiada. Algo así como la perspectiva que tenía John Wayne la noche en que mataron a Liberty Valance, y que le permitía contar la verdadera historia con total conocimiento de causa.
Así, narra el abandono del Congreso por parte de los periodistas, «sin esperar a repartirse los papeles». Refiere cómo los guardias civiles -en un primer momento, cuando predominaba cierta camaradería y una estricta corrección- pagaron escrupulosamente las consumiciones del bar, mientras que más tarde se entregarían a la rapiña desatada. La preparación de una peligrosa pira hecha de la borra de las sillas para el caso de que se cortara el suministro eléctrico, lo que hubiera podido degenerar en un incendio devastador. La perspicacia del general Manuel Gutiérrez Mellado que vio en la heterogeneidad indumentaria de la tropa asaltante la señal de su recluta improvisada y, por ello, «carente del encuadramiento preciso para resistir en la adversidad».
La hipótesis de Gutiérrez Mellado era que «la intentona sólo podría salir adelante si conseguía imponerse de modo fulminante, de modo que si se producía a toda velocidad estábamos perdidos; pero que en caso de demorarse fracasaría, porque la dificultad quebraría la disciplina y los reclutados de aluvión dejarían de obedecer y optarían por el escaqueo». La inquietante familiaridad de los guardias civiles desplegados fuera del Congreso con los asaltantes: «parecían en trasvase permanente con sus compañeros golpistas del interior del Congreso; había quienes les manifestaban simpatías no disimuladas».
Junto al detallado relato de los hechos, Aguilar desliza sus reflexiones. Como plantear una pregunta que alguien debería responder: ¿por qué se permitió a Tejero entregarse, cuando todo estaba ya terminado, con la grandilocuencia retórica de La rendición de Breda? Su respuesta es que «alguien quería preservar la imagen de Tejero». O su opinión de que, si el rey hubiera reaccionado en caliente, como algunos le reprochaban no haber hecho, habría sido peor. O recordarnos que los obispos, sólo tras constatar el fracaso del golpe, «redactaron un comunicado cauteloso que evitaba condenar a los rebeldes y se limitaba a la mera reprobación de hechos tan graves que dejaban pendientes de calificar».
En su opinión, el golpe falló en la tercera fase de las cuatro que había previstas: toma del Congreso, confirmación de la toma a Milans del Bosch en Valencia, que saca los tanques a la calle; ocupación por la División Acorazada Brunete de los centros oficiales de comunicación en Madrid, y adhesiones al golpe de las regiones militares.
Contribuyó también la actitud del rey, actitud motivada por el hecho de que «los generales son de temporada, pero los reyes buscan permanecer y transmitir la corona a sus sucesores». Al contrario que Felipe González (que cree que le compromete más lo que escucha que lo que habla, por lo que procuraba que nada se dijera en su presencia y prefería hacer un uso bloqueante de la conversación), el rey Juan Carlos «se lo deja decir todo por aquellos a quienes recibe» con «actitud de escuchante activo», de modo que quienes decían algo delante de él «deducían de modo interesado un asentimiento que para nada se había obtenido; confundían escuchar con asentir o, peor aún, escuchar con aprobar».
El periodismo y otras servidumbres
La que ha sido la profesión del autor durante más de cincuenta años es objeto de numerosas reflexiones a lo largo del libro. Sostiene con la mezcla de sabiduría y humor que le caracteriza que los periodistas que concilian la colaboración en medios distintos se parecen a las chicas de servicio que deben atender a los gustos particulares de la señora en cada una de las casas en las que asisten.
El caso de El País fue «un éxito fulminante, sólo deslucido por la arrogancia de la que se imbuyeron algunos de sus promotores desde ese mismo instante».
Dicho periódico «era muy pudoroso en la manifestación de cualquier afecto; la frialdad siberiana con los colaboradores era una de sus características distintivas». «Los columnistas podíamos vivir en la desorientación, porque nunca supimos de efecto alguno causado por nuestros textos, pero esa carencia nos hacía más libres». Ni se nos sugerían temas que abordar, ni se nos indicaban asuntos que eludir.
A propósito de la prensa cubana, ofrece una reflexión con valor general: «cuando entre un periódico y un gobierno existe una sumisión o un idilio permanente, hay que deducir patologías».
La tertulia radiofónica o televisiva le parece «un espacio de libertad, de improvisación, abierto a la insolvencia, donde no tener nada que decir tampoco operaba como razón suficiente para callar… La aparente levedad de las ondas, la idea establecida de que la palabra hablada se la lleva el viento, incita a la irresponsabilidad».
«Engrandece a las instituciones su capacidad para integrar individualidades más allá de los dóciles promedios, con algún grado de rebeldía y excentricidad, que suele acompañar a quienes después a veces destacan».
«A veces estamos tan convencidos de que somos libres que actuamos como si lo fuéramos, sin reparo alguno».
«Me resisto a ser una víctima. Porque ser una víctima supone erigirse en criterio de verdad».
«Sin libertad no hay prensa que merezca ese nombre y sin prensa que cumpla sus deberes la integridad de las libertades y el juego democrático tampoco prevalecen».
EL AUTOR
Miguel Ángel Aguilar (Madrid, 1943), Licenciado en Ciencias Físicas y Graduado en Periodismo. Enrolado en el diario Madrid donde permanece hasta que lo cierra el gobierno el 25 de noviembre del 71. Corresponsal del semanario Cambio 16 en Bruselas y de La Libre Belgique en Madrid. Cronista del semanario Posible. Director de Diario 16 donde se gana un Consejo de Guerra al informar del golpe que gestaba el general Torres Rojas en enero del 80.
Corresponsal político de El País. Director de Información de la agencia EFE. Director del dairo El Sol y luego de los Informativos de fin de semana y del informativo diario Entre hoy y mañana en Tele5. Editor del periódico «Ahora». Columnista del diario La Vanguardia y del semanario El Siglo. Colaborador de los programas Hora 14 y Hora 25 de la cadena SER y de Más Vale Tarde de La Sexta.
Entre sus libros: Las últimas cortes del franquismo, El vértigo de la prensa, Sobre las leyes de la física y la información, España contra pronóstico y ¿Pero qué broma es esta?.