Este libro cuenta la historia de un hombre con buena suerte. De un periodista con unos inicios nada fáciles, pero que siempre, incluso en las circunstancias más adversas, se ha sentido afortunado. Por la memoria de Mariano Guindal desfilan recuerdos de una infancia muy humilde en un barrio de chabolas de la periferia de Madrid en los años cincuenta.
También una adolescencia en la que tuvo que combinar estudios y trabajo, más un despertar sexual arduo en aquella España nacionalcatólica. Su juventud la marcaron su aprendizaje como reportero en la agencia Colpisa, bajo la batuta de Manu Leguineche, y los últimos estertores de la dictadura, y su madurez, ya como periodista de prestigio, los acontecimientos de la joven democracia española que le tocó vivir, su mujer Mar y sus tres hijos, con los que ha viajado por todo el mundo.
Mezclando ternura, humor e ingenuidad, Mariano Guindal teje en este libro un potente universo en torno a su profesión y su vida. Historias, anécdotas y conversaciones con personajes de primera línea componen un collage de los últimos sesenta años en el que no faltan los grandes temas universales: la amistad, la verdad, el amor, la enfermedad o la muerte. Y la suerte, claro.
PRIMEROS PASOS EN PERIODISMO
«Pisé por primera vez la Facultad de Ciencias de la Información a finales de octubre de 1972, con veintiún años. Ingresé en lo que se denominaba segunda promoción, pese a que allí no había plan de estudios, ni profesores, ni libros, ni edificio, ni nada. La universidad estaba al rojo vivo, hervía contra la dictadura. El periodismo se había puesto de moda porque era fácil. Recalaban allí todos los estudiantes incapaces de aprobar otras carreras. Éramos legión, no sabían dónde meternos.»
«Manu [Leguineche] me recibió en su despacho con cara de pocos amigos. —Yo no tengo trabajo para ti. Si te recibo es exclusivamente por esta persona —dijo mientras miraba la tarjeta de Campoy—, a quien respeto y con quien tengo una deuda de gratitud. Dime, ¿qué pretendes? ¿Qué sabes hacer? —Yo no sé nada —le respondí humilde—, pero puedo aprenderlo todo… Sé hacer facturas a máquina y archivar, y estoy dispuesto a barrer la redacción. Y a lo que sea para llegar a ser periodista. —¿Cuánto quieres ganar? —La mitad de lo que gano ahora como auxiliar administrativo, unas ochocientas pesetas, para pagarme la comida y el billete del autobús. Para mi sorpresa, y pese a su actitud renuente inicial, Manu soltó: —¡Quedas contratado!»
«Paco Umbral me “adoptó” nada más verme. Mi apariencia de desgreñado, solitario, sin recursos y con lagunas intelectuales, pero dispuesto a salir adelante, le provocó ternura. […] Todas las tardes le llevaba a la agencia una Coca-Cola de un bar, que él se bebía con un par de optalidones. Me decía que la mezcla “le ponía” y le facilitaba inspirarse.» «Un buen día, Paco me dijo que si quería triunfar tendría que cambiarme el nombre. —Como Charavarti o como Mariano Garrido no vas a ninguna parte. Tienes que crear tu propio personaje, como he hecho yo, que soy un esnob cheli. Cogió la guía telefónica y buscó mi apellido… La lista de los que comenzaban por Garrido ocupaba decenas de páginas. —¡Cualquiera tiene un Garrido en su nombre! ¿Y tu segundo apellido? ¿Guindal? —Miró de nuevo la guía y, contento con lo que vio, dijo—: Apenas hay media docena. ¡Hala, no se hable más! Así quedé bautizado como “Mariano Guindal” para el resto de mis días.»
CARRERO BLANCO
«En ese momento de desesperación vi salir discretamente a un sacerdote de la iglesia de los jesuitas. Trataba de pasar inadvertido. Corrí hacia él y le supliqué con mi mejor pose dramática: —Padre, ¿puede contarme algo? Es mi primer día de trabajo —mentí— y si me presento ante mi redactor jefe con las manos vacías me van a echar. —Dime, hijo, ¿qué quieres saber? —Todo sobre lo de la explosión de gas. —No ha sido una explosión de gas, ha sido un atentado. —¡Ah, un atentado! ¿Y contra quién? —Contra el presidente del Gobierno. —¡¿Contra Franco?! —No, hijo, contra el almirante Carrero Blanco. —Y usted, ¿cómo lo sabe? —Porque le acabo de dar la extremaunción. —¿Sigue con vida? —Está muy mal. Lo he dejado agonizando. El coche está hecho un amasijo. Los bomberos están intentando cortar los hierros con un soplete para sacarle de allí y llevarlo al hospital. También han muerto el chófer y los escoltas. Mientras el jesuita hablaba, yo tomaba notas como un poseso, sin que se me escapara ni un detalle.»
«Hasta las siete de la tarde Radio Nacional no dio la noticia. Un atentado. A las once de la noche, Radio París confirmó que había sido ETA. Después, la banda terrorista emitió un comunicado asumiendo el magnicidio. Pero ese día no me tocó escribir ni una línea, ni del atentado ni del Proceso 1001. Al filo de la medianoche me fui triste a casa, había sido una jornada muy larga. Las calles estaban vacías. Había miedo. El fantasma de la guerra civil, de las dos Españas, volvía a golpear a las familias.»
«Contra todo pronóstico, Arias Navarro fue un hombre leal al deseo de Franco de convertir al príncipe en rey y que se enfrentó a la camarilla de El Pardo. Según me contó un día Pepe Oneto, fue él quien expulsó al marqués de Villaverde de la habitación del generalísimo en el Hospital La Paz, cuando el ambicioso marido de su hija Carmen intentaba arrancar la firma a un Franco moribundo para un documento en el que se designaba como rey a Alfonso de Borbón. Según Oneto, “para Arias era una opción descabellada que el propio Caudillo había desautorizado cuando estaba en pleno uso de sus facultades”.»
MANU LEGUINECHE
«Manu me enseñó a contar historias, a ser un reportero, a salir a la calle a buscar noticias, a amar el sonido de los teletipos echando chispas y el de las campanillas anunciando las noticias urgentes, a sentir la adrenalina por haber logrado una primicia… “Las scoops son la sal de nuestra profesión”, me decía una y otra vez. Aún me temblaban las piernas recordando cuando le llevé la información de la quiebra de Rumasa, o la de la matanza de los abogados de Atocha: “¡Manu, te lo juro, han sido los del sindicato vertical!”, o la del asesinato de Carrero Blanco: “¡Aunque no lo creas, ha volado por los aires!”.
Como ráfagas, iban pasando por mi memoria sus instrucciones cuando me mandó a cubrir la masacre de los huelguistas de Vitoria; el incendio del Corona de Aragón; el golpe del 23F; el triunfo electoral de Felipe González… Yo iba, buscaba la noticia y la reportaba. Al otro lado del hilo telefónico siempre estaba Manu, sentado frente al teletipo. ¡Un director que hacía de teletipista! Yo le contaba atropelladamente lo que estaba viendo y él picaba la cinta para no perder ni un segundo y que pudiéramos ser los primeros en dar la información. Vivíamos el periodismo de calle escribiendo a cuatro manos.»
«Cuando le dije que me iba a La Vanguardia se levantó y se fue. Al rato volvió, estaba demudado. —Si es por dinero, te duplico el sueldo —me dijo—. Me lo quito yo para dártelo a ti. —Manu, no es por dinero, es porque nuestro proyecto ha fracasado. Aquello le dolió como una puñalada. —Pero ¿por qué? —Económicamente no es viable. No tenemos ningún periódico en Madrid ni en Barcelona. Te has peleado con Godó. Los periódicos de provincias están hartos de pagar a cinco agencias diferentes, están tratando de unificar todas las agencias privadas y te han ofrecido dirigirla, pero lo has rechazado.
—Pero ¿de verdad quieres perder tu libertad? —me contestó, visiblemente enojado—. ¡Que les den por el culo a todos! —Manu… el periodismo de la Transición, el periodismo romántico ha muerto. —Pero ¡qué coño se va a acabar! —Manu, se han acabado los teletipos y la máquina de escribir. Nos hemos hecho mayores, nos tenemos que profesionalizar. Hasta lo de Fax Press, es un nombre que suena ya a viejo. El mundo ha cambiado y nosotros seguimos igual. El tiempo nos va a devorar. —¡Vete! ¡No quiero volver a verte! Recogí mis cosas y me fui sin despedirme, con lágrimas en los ojos. Fueron momentos difíciles para mí. En aquellos meses me divorcié dos veces, profesionalmente de mi maestro y personalmente de mi primera mujer.»