El programa ‘Rojo y Negro’ contó en su ‘Tiempo de Historia’ con el autor Isidro González, un especialista sobre la expulsión de los judíos en España y que ofreció detalles interesantes en su charla con Luis Balcarce, Alejandra Alloza y los escritores Juan Granados y Juan Laborda.
El escritor profundiza en este período de la Historia patria en ‘Los judíos y España después de la expulsión’ y asegura que, contrariamente a la creencia generalizada, él, que además hizo su tesis doctoral sobre esta cuestión, encontró que las relaciones con los judíos no se cortaron tan de raíz y que en sucesivos períodos se requirió de la ayuda de estos para solventar crisis financieras de la Corona Española.
Cuando el 17 de enero de 1986 se establecieron relaciones diplomáticas entre España e Israel el presidente Simón Peres saludó a Felipe González con una frase lapidaria:
«Nos volvemos a encontrar después de quinientos años».
Desde entonces hay toda una trayectoria que arranca desde 1492 y que pudo, en parte quizás, culminar aquel día.
Pero en medio hay cinco siglos de historia de una relación muy especial entre España y los judíos que el doctor en Historia y máximo especialista en esta materia, Isidro González, desmenuza, analiza y recoge en el libro que acaba de publicar la editorial Almuzara titulado ‘Los judíos y España después de la expulsión’.
Una rotunda obra de más de 600 páginas que recoge el conjunto de una investigación de más de treinta años sobre el proceso laberíntico del reencuentro entre los descendientes de los judíos expulsados en 1492 y España, en la que fundamentalmente se utilizan documentos de primera mano, muchos de ellos inéditos, incorporando al mismo tiempo las más recientes investigaciones.
DOLOR Y NOSTALGIA
Ha llovido ya mucho desde que en 1492, pocos meses después de la toma de Granada, los Reyes Católicos publicaron un edicto que daba a los judíos un plazo de cuatro meses para convertirse al cristianismo o abandonar sus reinos.
Pese a la leyenda negra y la fama de intolerancia religiosa que la aplicación de la drástica medida hizo caer sobre España, lo cierto es que no fueron Isabel y Fernando los únicos soberanos europeos que optaron por deshacerse de los judíos. Tampoco el solar ibérico el único que tenía antecedentes de episodios de violencia antisemita. En un mundo, el del tránsito del Medievo a la Edad Moderna, en el que las monarquías tendían a consolidarse sobre los poderes feudales, la homogeneización política y la religiosa iban de la mano y ambas se convirtieron en prioritarias. Como otras minorías, los judíos fueron víctimas de ello. Prueba elocuente es el hecho significativo de que la Inquisición, concebida como poderoso guardián de la ortodoxia, fue la única institución que compartieron las coronas de Castilla y Aragón, que en todo lo demás mantuvieron sus peculiaridades a pesar del enlace real entre sus respectivos monarcas.
En España, no obstante, dada la importancia hebrea en todos los órdenes, el edicto de expulsión tuvo enorme impacto. Con el núcleo mejor situado en la ciudad de Sevilla, los judíos formaban una comunidad próspera en lo económico e influyente en lo político. De hecho, una de las principales vías de financiación de las campañas militares de las tropas cristianas contra el reino musulmán de Granada fue el dinero de los comerciantes y hombres de negocios judíos. Eso no los salvó.
A la disyuntiva de la conversión o el destierro se dieron diferentes respuestas. Según la estimación del hispanista británico John Lynch, de un total de 80.000 judíos, entre 40.000 y 50.000 eligieron marcharse. El resto se bautizaron, pero es dudoso que su conversión fuera sincera, por más que la Inquisición acosara con celo a lo que se denominó como «judaizantes», los conversos que mantuvieron clandestinamente su culto y costumbres judaicas. Fue el inicio de la fiebre por la pureza de sangre. A partir de entonces, tener antepasados judíos, por remotos que fueran, cernía sobre uno la sombra de la sospecha y se convirtió en un estigma que podía vetar el acceso a cargos políticos o a un mejor estatus social.
Los judíos que abandonaron el país formaron una diáspora que se dispersó sobre todo por Francia, el norte de África y el Imperio Otomano. Lynch no duda en asegurar que estos desterrados conservaron paradójicamente «su lengua castellana y un intenso odio hacia España».
Ahora, según las cifras que la prensa israelí ha publicado estos días, los judíos sefarditas forman un grupo de nada menos que tres millones y medio de personas. En la actualidad se asientan mayoritariamente en Israel, el Magreb, Turquía y Estados Unidos. Según explica María Royo, constituyen «un fenómeno único, porque en lugares como Bulgaria te puedes encontrar gente que habla un ladino (castellano medieval) perfecto y que mantiene sus costumbres, tradiciones y hasta los refranes, porque se los han transmitido por vía oral de generación en generación, no porque hayan pisado nunca España».