Ya no se paran las máquinas. Como en los clásicos despegues de Cabo Cañaveral, contamos marcha atrás los 18 días que quedan para que la televisión, tal como la hemos mamado, pase a la historia.
Los canales nacionales, autonómicos y locales se multiplican hasta un horizonte tecnológico en el que el espectador se siente perdido en su propio salón. Lo que se celebró como un triunfo de la libertad de expresión y de elección se ha convertido en una pesadilla de ordeno y mando a distancia.
A los grandes grupos de comunicación, inmersos en una crisis de caballo, no les va a quedar más remedio que fusionarse: Antena 3 se casa con La Sexta, mientras Berlusconi (Telecinco) se come a Gabilondo (Cuatro).
Una vez juntos, y con ocho canales cada uno, dedicarán alguno al producto especializado (sección de jóvenes, deporte y hogar, como una planta cualquiera de El Corte Inglés) y otros muchos, al refrito de series noventeras y Mamma Chicho, y a la pura bazofia, destilada como un whisky de malta.
Ya decía Umberto Eco que no salir hoy en televisión es un signo de elegancia. Asumido el fracaso económico del invento, las empresas exigirán al Gobierno que deje convertir muchas de esas frecuencias en canales de pago. Y así acabará la teleserie: el sueño de un soplo de aire fresco, transformado en bocanadas de gas butano.
Las teles más modestas, que ven cómo los Goliats caen por el precipicio digital, sólo superarán los primeros pasos de esta encrucijada si se diferencian. Y ya que el panem et circenses del entretenimiento zafio es el pan nuestro de cada día, aquí va una opción: agarrarse a la bandera de la información de calidad, honesta y basada en sólidas convicciones. Apostar por eso que, según Umbral, mantiene a los ciudadanos avisados, a las putas advertidas y al Gobierno inquieto. El periodismo.
Originalmente publicado en La Gaceta.