Lo más parecido que se puede encontrar a la «guerra de Gila», en ese Rastro sociológico llamado España, es la guerra, las guerras de las teles públicas.
Si cada Comunidad Autónoma aspira a ser una fotocopia en miniatura del Estado, no iban a ser menos en el apartado de las televisiones que van incluidas en el pack de los vencedores de unas elecciones. Con las 17 Moncloas, los diecisiete BOES, los 17 megacoches oficiales y los 17 títulos de caudillos temporales de las Españas, los electores otorgan a los elegidos el divino pulgar de césar que decide, apuntando hacia arriba o hacia abajo, si vive o muere el Director General del Ente, el Director de la Televisión, el Director de Informativos o el busto parlante del hombre o la mujer que conduce los telediarios, en los que muchas veces, en las diminutas mentes de los políticos, lo importante no es lo que dicen, sino cómo lo dicen, el gesto, la sonrisilla sutil, el tono de voz que puede otorgar laureles o lograr transformar un éxito en una boñiga informativa.
Así de fino hilan los acomplejados políticos españoles. Siguen convencidos de que les va en ello la carrera profesional y el cocido y, están tan pendientes de la televisión, que los españoles deberían empezar a tener serias dudas de si les queda algún tiempo para estar pendientes de España.
La TV ha quedado obsoleta: se impone la guerra electoral digital
En EE UU, hace ya años que han descartado a la televisión como arma de destrucción masiva electoral. Los candidatos presidenciales se han pasado a la guerra fría, irónica, devastadora, continua, de intervención inmediata, cuerpo a cuerpo, digital. Sólo de vez en cuando se dan un paseo hasta un plató en el que se graba un frívolo magazine de máxima audiencia, hacen un par de payasadas que los convierte en seres de carne y hueso y se meten en el bolsillo al mayor número posible de televidentes.
Los Arriolas yanquis prohíben a sus candidatos hacer la mínima alusión política en sus inesperadas/programadas apariciones televisivas. Les arman con tres o cuatro chistes, les marcan las delgadas líneas rojas de unas cuantas frases ingeniosas y les envían a la peligrosa misión de conquistar televidentes mediante la hipnosis colectiva que les hace creer que no están ante un señor que aspira a ser el hombre más poderosos de la tierra, sino ante un tipo igual de listo, igual de ingenioso o igual de tonto que el propio espectador que devora palomitas o hamburguesas en la destartalada butaca del salón de su casa.
En United States of América, sería imposible un debate nacional sobre un tal Fran Llorente. Allí, a los Urdacis republicanos o los Llorentes demócratas, los conocen sus madres o sus hijos a la hora de comer, cuatro o cinco Anas Pastor o Pepas Bueno de su entorno y algún recomendado que pasa por allí a dejar su currículo.
TVE: ese absurdo y oscuro objeto del deseo
¿Qué pasa en España con las televisiones públicas? ¿Qué pasa con la dichosa TVE? Una de las democracias más jóvenes de occidente, resulta que mantiene vicios propios del jurásico. Los profesionales de la información utilizan salvoconductos físicos o virtuales ideológicos para entrar en el paraíso cuando ganan los suyos. ¡Ah!, pero cuando pierden, aceptan con muy poco faire play que dé la vuelta la tortilla.
El drama que se está haciendo con el «caso Fran Llorente», un profesional que se merece tanto respeto como otros muchos profesionales que han pasado por la tele de todos durante más de cuatro décadas, es un esperpento que deja en ridículo la marca España.
¿De verdad seguimos en guerra civil incruenta social, futbolística, cultural, digital y mediática? El argumento de la objetividad, neutralidad, pluralidad y calidad que se le atribuye al equipo de profesionales que estos días nostálgicos entonan a coro: ¡good bye, Fran!, puede ser compartible, pero es una aberración que se utilice como un diagnóstico excluyente.
Los gritos del silencio de Ana Pastor
Hay cosas que no se dicen, que ni siquiera se pretende insinuar, pero que hieren la sensibilidad de los muchos o pocos españoles que no son ni de estos ni de aquellos, ni de unos y de otros.
El fallo de Ana Pastor, durante la entrega de los premios Iris, no fueron las flores que le lanzó a su Director de Informativos que acaba de pasar a la reserva, sino el silencio, mejor dicho, los gritos del silencio que le dedicó al sucesor, Julio Somoano, al que ni siquiera ofreció el beneficio de la duda.
La primera actitud le honra; la segunda deja en entredicho la objetividad de la que tanto ha presumido en sus Desayunos.
El intento de atribuir la objetividad, la neutralidad y la pluralidad a TVE en los períodos progresistas y dejar la sospecha de todo lo contrario en los períodos conservadores, tiene su público, y crea el desconcierto y la desazón en una derecha acomplejada como la española.
Pero que nadie olvide que, durante un tramo de esa TVE de la que sienten tan orgullosos tantos profesionales, que ahora han puesto ajos en sus mesas de trabajo para ahuyentar malos espíritus Populares, el timón lo llevaba Alberto Oliart, en cuyo pedigrí figura, como paradigmática reconciliación natural de esas dos Españas tan coñazo, su paso por las filas de UCD y su estatus biológico de abuelo de Carmela y Rocío Sabina. La pluralidad y la neutralidad no es patrimonio exclusivo de la izquierda, con sus luces y sus sombras, en una TVE que almacena mucha historia.
A propósito de la objetividad
Por cierto: si algún lector de Periodista Digital conoce a algún periodista objetivo, que tenga la bondad de comunicárnoslo. No es que sea una noticia de la trascendencia que ha supuesto el hallazgo de la «partícula de Dios», pero será la señal inequívoca de que, los japoneses, expertos en robótica, han creado el primer androide que ha pasado inadvertido en la redacción de algún medio de comunicación. Un periodista de carne y hueso y la objetividad, son como las rectas paralelas: sólo pueden encontrarse en el infinito.