«En las grandes crisis -y en España atravesamos una crisis profunda, que hemos creado los españoles- es cuando se han iniciado los grandes momentos del resurgir de los pueblos; no han sido en momentos normales cuando ha surgido la llama del patriotismo afirmativo, que destruye los gérmenes de la discordia, que crea un patrimonio común, que permite que haya un diccionario ideológico y sentimental con que hablen todos los habitantes de un país, un campo muy extenso en que todos puedan colaborar y que las diferencias queden reducidas a lo que en realidad son, si no nos empeñamos nosotros en agrandarlas artificialmente.»
En la sesión del 5 de noviembre de 1934, Francesc Cambó se dirigía así a unas Cortes que debatían el asalto a las instituciones de la nación provocado por las dos revoluciones de octubre: la de Asturias y la de Cataluña.
Hablaba en nombre del partido catalanista que había obtenido más representantes en las últimas elecciones generales. Y, por tanto, podía llamar a la concordia y el entendimiento de los españoles ante el desafío de una crisis inmensa y el atropello de quienes habían abandonado la legalidad en cuanto perdieron su dominio de las instituciones republicanas.
Pocos días antes, Ventosa, otro representante de la Lliga, había conseguido que diputados de todas las tendencias políticas se levantaran de sus asientos al grito de ¡viva Cataluña! cuando en nombre de los catalanes y de su voluntad de mantener la integridad de la nación española condenó los hechos del infortunado 6 de octubre de 1934. Era la forma que tenían de agradecerle la dura reprobación que, como catalanista precisamente, había dirigido contra la movilización secesionista de elementos incapaces de digerir la derrota de la izquierda en las urnas .
He querido recordar las palabras de estos dos mandamases del más antiguo de los partidos catalanistas para destacar hasta qué punto el actual separatismo catalán vulnera, entre otras muchas cosas, la propia tradición política de la que proclama ser el más leal heredero. Además de quebrantar el orden constitucional, de romper compromisos profundos con la estabilidad institucional de España, de utilizar estructuras del Estado para desafiar el mismo sistema que les permite gobernar, los actuales gestores de la movilización independentista han traicionado al catalanismo.
A millones de ciudadanos les han ofrecido una versión deformada de la historia, incluyendo aquellos acontecimientos que quienes tenemos más edad recordamos con precisión justiciera. No solo han trastornado hasta el ridículo lo sucedido en una disputa dinástica a comienzos del siglo XVIII, sino que han falseado la verdadera trayectoria contemporánea de la sociedad catalana y, en especial, las posiciones políticas, las ideas sobre la cohesión nacional española y el reconocimiento pragmático de una Cataluña plural de buena parte del catalanismo desde sus primeros días.
Poco debería sorprendernos. Porque es hábito y necesidad de cualquier proyecto nacionalista filtrar el pasado real con el cedazo simbólico del apetito de una identidad hambrienta, que nunca podría alimentarse del conocimiento histórico riguroso y desapasionado. Esa forma perversa de religión, que es el nacionalismo, precisa renunciar a la verdad para exaltar una relación emocional con una tradición fabricada a exigencias del secesionismo.
Víctima de sus manejos Cataluña ha dejado de ser, en gran medida, una comunidad política reunida en torno a valores cívicos y, sobre todo, al rechazo a la construcción de una nación basada en el enfrentamiento entre quienes sienten con autenticidad su pertenencia a la patria y los que, huérfanos de esa legitimación afectiva, han quedado reducidos a pasajeros de segunda clase o indeseables polizones en la radiante peregrinación hacia la independencia. Mucho más que el lugar en el que se están vulnerando los acuerdos fundamentales de la Constitución, la Cataluña actual aparece como la región de España en la que los ciudadanos dejan de serlo, para convertirse en individuos separados por un principio de radical desigualdad.
Esta construcción nacional catalana realizada a costa del rigor histórico y la aceptación de su pluralidad real, se ha entregado al saqueo implacable de una tradición que no es propiedad del ideario nacionalista, sino del conjunto de los habitantes de Cataluña y patrimonio, de hecho, de la civilización.
A manos del nacionalismo, precisamente a manos de quienes dicen amar la tradición catalana, de quienes proclaman su esmerada custodia del pasado y de quienes sacan pecho como defensores insobornables de una identidad se está produciendo la expropiación del saber común que ahora serviría para aleccionar sobre el fracaso o el éxito de España al afrontar nuestras discrepancias.
Un ejemplo formidable de responsabilidad histórica fue el catalanismo forjado en la crisis de fines del siglo XIX. Ese catalanismo que compartió las ansias modernizadoras, europeístas y regeneracionistas de una amplia y serena voluntad española. Sobre el desánimo del noventa y ocho, una nueva conciencia nacional exigió el compromiso de aquella sociedad con la construcción de un país moderno, libre y plural.
La afirmación de la unidad no fue un reflejo defensivo, sino un gesto de audacia. El catalanismo siempre se presentó como parte de un gran proyecto español, en el que Cataluña debía cumplir el papel de motor intelectual, social y económico. Eso era, en las palabras de Cambó, el «patriotismo positivo», que no se limitaba a la lealtad institucional, sino que proponía, con la estrategia política más atinada, la regeneración de la comunidad nacional.
Bastaría un simple repaso del siglo XX para observar la fecundidad de estos principios unitarios y el doloroso coste que han tenido las opciones separadoras o separatistas. Unas y otras llevaron nuestros conflictos internos a un antagonismo irresoluble, que solo podía tratarse con la violencia y el rencor, en el peor de los casos, o con la imposición y la aceptación resignada, en el mejor. Las llamadas a la concordia realizadas por el regeneracionismo español, incluido el catalán, a comienzos del siglo pasado, se tradujeron al espléndido mensaje de las movilizaciones de la transición, que siempre entendieron sus demandas como una lucha por la mejor integración de una Cataluña democrática en una España democrática. De una Cataluña estatutaria en una España constitucional. Esa es la auténtica tradición del catalanismo, no la que intentan colarnos los independentistas .
Lo que interesa al separatismo no es la recuperación de esa vitalidad histórica, de ese empuje admirable y centenario. Lo que le interesa es acumular sobre la conciencia de los ciudadanos la idea de un permanente fracaso de nuestra comunidad, el pesimismo atroz fruto de la permanente reinvención de la historia. La débil nacionalización de los españoles, el flaco empeño en construir una conciencia colectiva, ha acabado por entregar ese espacio vacío a quienes, a falta de capacidad para encarar el futuro, tienen sobrada fuerza para falsificar el pasado.