¿A qué juega el ex ministro Bono?

(PD).- Lo de José Bono es de aurora boreal. Siempre ha sido un político marrullero, oportunista y rápido. Es un personaje contradictorio, pero siempre se ha manejado bien con los medios de comunicación, aunque su obsesión por seguir en el cadelero y estar en el puesto adecuado por si Zapatero se pega el batacazo en las generales, parece empujarle a hacer, decir y escribir cosas bastante chocantes. Critica a lo que hace ZP y a la vez lo alaba.

Lo último y más notable ha sido un largo y contradictorio artículo en el diario El País, titulado «El PSOE como bandera«, donde subraya que él «también» llamó a Regina Otaola el sábado, y después después de solidarizarse con la alcaldesa popular de Lizartza, telefoneó a Zapatero, instándole a actuar en este caso para proteger a la alcaldesa y perseguir a sus agresores.

«Le dije que la sociedad española estaría enferma si a un gobernante le amenazan de muerte y no pasa nada», asegura Bono que comentó a Zapatero.

«Me alegró escuchar al presidente y encontrarlo en su sitio. Sus palabras fueron alentadoras y gratificantes: «¡Pepe!, ya he llamado al fiscal».

Y añade Bono, que no sabe ya que hacer para nadar y guardar la ropa:

Afortunadamente, el presidente no soporta que se viole la legalidad. La falta de respeto y el desprecio de la legalidad mediante la arrogante vía de los hechos consumados no va a tener al PSOE de cómplice ni de encubridor.

Pues bien, después de ese parrafo, en el que el quien ha sido presidente de la Comunidad de Castilla-La Mancha, ministro de Defensa y aspirante a líder máximo del PSOE, hace la pelota de forma descarada a Zaptero, llegan párrafos como los siguientes, donde pone a caer burro la política autonómica, la política antiterroristas y los pactos estatutarios que promueven sus confrades socialistas:

Esta empobrecedora, rancia y pueblerina política de localismos absurdos y egoístas con marketing propio de lavavajillas, los de Villarriba contra los de Villabajo, descontextualizada de las exigencias reales de la ciudadanía, acaba calando entre los ciudadanos que distraídamente se van alejando de las urnas, en ocasiones por lo atrabiliario de algunas propuestas de los separatistas y, en otras, por nuestra excesiva condescendencia.

La participación en los últimos refrendos estatutarios de Cataluña y Andalucía es una muestra incuestionable; la tendencia a la baja de las últimas municipales, un aviso.

Como socialista me rebelo. Unos sábados más que otros, pero siempre con desasosiego. Es superior a mi inteligencia y a mis convicciones políticas admitir que el futuro, el progreso, la igualdad de oportunidades de los moradores de la octava potencia económica del mundo se escriban con los renglones torcidos de la insolidaridad, la intransigencia, la falta de respeto democrático y la ilegalidad que propugnan y practican ciertos advenedizos de una levedad política lacerante.

La pluralidad que se respira en España a pleno pulmón no exige como contrapartida la asimetría política y centrífuga que reclaman los separatistas.

Ser distintos, como somos los españoles, incluso sin salir de una misma familia, no puede dar derecho a la desigualdad, y si en los predios del socialismo hay compañeros que no lo comprenden es sencillamente porque se han alejado del sentido común o porque se han vendido a un nacionalismo de alquiler con el que compartir un pobre y frío plato de lentejas. Comprendo mucho más a los nacionalistas de toda la vida, a los del PNV o de CiU, que a los socialistas que tratan de ganarlesterreno político y rebasarles en su propio terreno.

Sin embargo, y pese a los empentones y envalentonamientos de los nacionalismos más estrafalarios, pese a los retorcimientos de la ley para ampararse en el privilegio de una nueva oligarquía caciquil, pese a las concesiones y a los pactos que cualquier Gobierno en minoría pueda consentir, tengo la confianza firme en el PSOE como único instrumento para construir una política de Estado sólida, inteligente, integradora, plenamente democrática, eficaz. Una política de altura.

Es al presidente del Gobierno y secretario general de mi partido a quien le corresponderá en los próximos cuatro años capitalizar esa acción política decidida, tan dificultosa como apasionante.

En el empeño de gobernar una gran nación como España va a contar con cientos de miles de socialistas y millones de españoles a los que les interesan los problemas reales de los ciudadanos, residan donde residan y hablen como hablen y canten a quien canten. No podemos fundirles los plomos a los ciudadanos de ninguna ciudad, dejarlos a oscuras, y echarle la culpa a los Reyes Católicos o a Jaume I.

Somos millones de españoles, de aquí y de allá, del norte y del sur, con acento o idioma diferenciado, los que no renunciamos a nuestra patria chica, a nuestro catastro particular, a nuestras raíces más íntimas, pero a los que España y sus símbolos, banderas e himnos, no nos molestan porque multiplican, no nos dividen. Suman, no restan… y, además, nos las hemos dado en una Constitución por la que muchos luchamos desde antes de que hubiera libertad.

Símbolos integradores, democráticos, libertadores, que evocan y defienden la igualdad. Fuera de ese marco de libertad que la Constitución establece sobrevuelan las penumbras del pasado: la trampa, la ilegalidad, el asalto, la dictadura.

Sin la Constitución, todos los nuevos trovadores de la desigualdad estarían en calzones, sin nada, sin siquiera el arpa con la que cantar las bellas estrofas de exaltación del egoísmo y la diferencia con un estribillo recurrente «mi ombligo y yo».

Por eso, afirmo que me gusta mi país y también mi partido, en el que milito desde hace más años que los que disfrutamos de libertad. En él he aprendido a trabajar por las personas que menos tienen y más solidaridad necesitan, sin pensar en la cartilla de identidad o de origen con la que hoy las minorías desenfrenadas tratan de imponer su ley privada, privilegio, a una mayoría de izquierdas y de derechas en demasiadas ocasiones errada, pero no errante.

Somos millones de personas con vocación de universalidad, respetuosos con los museos etnológicos y con las posiciones y anhelos políticos de cada cual por insensato que se nos represente, pero firmemente convencidos de que, por ejemplo, la bandera de España merece al menos tanto respeto que cualquier otra, no por su tela o colorín, sino por los valores de libertad y respeto que encarna.

Algunos son tan contrarios a la igualdad de los españoles como a la España que garantiza esa igualdad. Por eso, los que rompen y queman banderas de España no son ni gudaris ni valientes, sino herederos de los carlistones más analfabetos y trabucaires.

En los peores tiempos de dudas me ha acompañado la convicción profunda de que el PSOE nunca será nacionalista y será el instrumento más eficaz para defender a España y su Constitución, cuya generosidad permite financiar incluso a los que la apedrean. La contestación que el presidente me dio el sábado pasado -«ya he llamado al fiscal»- así lo acredita.

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