El regreso de Rubalcaba y otros fantasmas

El regreso de Rubalcaba y otros fantasmas

(PD).- Han vuelto. Abotargados y cascarrabias, un poco espectros de sí mismos, han salido de la bruma en que el tiempo y las comparaciones les empezaban a conceder un beneficio de gracia y de olvido. González y Guerra, Felipe y Alfonso, y Rubalcaba, que estuvo y sigue estando.

Como escribe Ignacio Camacho en ABC, durante cuatro años han murmurado en voz baja orgullosas diatribas envenenadas de desprecio -«éste se cree que ha inventado la política»-, pero las encuestas aprietan y en sus corazones de piedra, rocosos por la costra que siempre deja el poder, ha sonado la llamada de la tribu.

Un caso aparte, aunque también viene del pasado es el del ministro del Interior. Alfredo Pérez Rubalcaba, vuelve a protagonizar una campaña electoral del PSOE. El ministro del Interior será el encargado de dirigir el equipo creado por el Partido Socialista para preparar los debates televisivos entre Zapatero y Rajoy. Se esperan, pues, cuchilladas.

Rubalcaba ya fue parte del comité electoral socialista en la campaña de 2004 de donde salió su tristemente famosa frase «los españoles se merecen un Gobierno que no mienta», que supuso todo un giro a los acontecimiento de aquellos trágicos días tras la masacre del 11-M.

Acompañando a Rubalcaba están el sociólogo Ignacio Varela y el periodista Carlos Hernández como especialista en televisión, que es el jefe de Prensa del partido y trabajó durante 14 años en Antena 3.

El equipo que dirige Rubalcaba está concentrado ahora en la elaboración de fichas sobre los diversos asuntos susceptibles de surgir en los dos debates de televisión, previstos para el 25 de febrero y el 3 de marzo.

SALIENDO DEL ARMARIO

Pero no sólo Rubalcaba va a echar toda la carne al asador. También Guerra y el propio Felipe González van a por todas.

«González y Guerra, Felipe y Alfonso; la vieja guardia al rescate de un Zapatero empantanado cuya insolvencia amenaza la causa sagrada del partido».

Si no fuera por el rasgo patético de sus sobreactuadas apariciones -«hay que dramatizar», ha dicho el Hombre de la Ceja en una involuntaria confesión de apuro-, este retorno de los brujos amortizados del felipismo tendría algo de romanticismo crepuscular, de melancolía sentimental, de la nobleza elegíaca y terminal de los viejos pistoleros retirados que descuelgan sus polvorientas cananas en un último duelo al sol de la nostalgia.

Pero han aceptado un papel bronco y pendenciero, desafinado y agreste, que desentona con el perfil sereno en que empezaban a proyectarse sobre los recovecos de la Historia.

Y al volver al primer plano con los brazos en jarras, jactanciosos y camorristas, perdonavidas y filibusteros, componen una parodia de sus mejores tiempos y resucitan por contraste las sombras de las que se habían librado: el GAL, la corrupción, el desempleo, el hermano trincón, la demagogia sans culotte de los descamisados, el cesarismo arrogante, la trifulca sectaria.

Y de algún modo cometen una injusticia contra sí mismos, contra la compostura responsable en que la memoria los situaba ya recortados en esa distancia benévola y prudente que disculpa errores y amplifica virtudes.

Porque habían bastado estos cuatro años erráticos para devolver a su convulsa etapa de poder una pátina de prestancia discreta y responsable, una dignidad comparativa en la que incluso ellos parecían sentirse cómodos, instalados en una lejanía crítica que los convertía en retrospectiva referencia histórica, y que aún es perceptible en la frialdad matizada de sus contados elogios a la gestión que han salido a defender.

Apuntan contra la derecha para evitar implicarse demasiado en el aval a una gobernancia que en el fondo desprecian, para salvar de alguna forma sus reservas al tiempo que echan una mano al partido que acaso sientan más suyo que de quienes ahora lo representan.

Pero al final, lo que cuenta es su regreso ruidoso, inelegante y alborotado, una pizca excesivo de alharacas, que vuelve a enturbiar con brochazos de ambivalente aspereza el retrato juicioso e indulgente en que les estaba enmarcando la inevitable condescendencia del pasado.

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