Zapatero II: el ausente

(PD).- Hay dos materias propias de la responsabilidad de gobernar que a Zapatero le causan un hastío irreversible: la economía y la política exterior.

Y escribe Ignacio Camacho en ABC que a él, «lo que le gusta, lo que le provoca, lo que le pone, es la ingeniería social y el aventurerismo político, las maniobras institucionales y la táctica de andar por casa, el toma y daca de los asuntos internos».

Los complejos procesos económicos y los escenarios internaciones le aburren porque no le resultan manejables, no se dejan moldear, y eso le provoca un desinterés reactivo.

No le gustan, no le interesan y no los entiende. Es decir, que se desentiende de ellos y los delega con displicencia tan ostensible como irresponsable.

Pero hay momentos y situaciones en que no se puede delegar, ni mucho menos desentenderse. La economía le viene al encuentro de bruces, le guste o no, en forma de miura corniveleto con pitones en punta de crisis, y va a tener que dedicarle algo más de dos tardes y el optimismo autocomplaciente de costumbre.

Y en política exterior le espera dentro de dos años el turno de la presidencia europea. Vale más que aprenda antes algo de idiomas, porque cuando le llegue el momento no se va a poder refugiar en unos papeles para evitar los corrillos de dirigentes.

Entre otras cosas, porque en esos corrillos de listillos le suelen robar la cartera al que se descuide. Literalmente: entre palmadas y sonrisas, los del corro se reparten las subvenciones, los fondos y el liderazgo, y son capaces de birlarle la billetera a un retrato. Sobre todo si el retrato no se da por enterado.

Esa imagen patética del presidente solitario y silencioso, apartado con la cabeza hundida en un memorándum mientras los líderes del mundo hacen risas jaleándose a sus espaldas, es el símbolo y el epítome de una España aislada cuyo Gobierno ha renunciado a integrarse en el concierto de los que mandan en la escena global.

Un gobernante apocado, tímido, incómodo y cohibido ante su responsabilidad representativa, que se pasa las cumbres encerrado en un despacho o departiendo con los periodistas nacionales, que se deja ningunear por los grandes y renuncia a su obligación indelegable de representación exterior.

Un presidente aburrido y ausente, al que se diría que se le hacen largas las horas de las cumbres, que no ve el momento de tomar el avión de regreso a su nido doméstico de fintas parlamentarias y tratillos con los nacionalistas de campanario.

Ahí es donde está a gusto, en el tacticismo casero, en la dialéctica familiar, lejos de la soberbia prepotente de esos mandatarios extranjeros que tienen la costumbre de hablar en otro idioma y no comprenden, además, la grandeza de su autárquico empeño refundacionista.
Es cierto que la política internacional otorga en España muy pocos votos, pero es donde se cuece la posición del país en el reparto de las grandes líneas de influencia que determinan la competitividad en el mundo. Y ésa es una carrera en la que hemos renunciado a competir, por desinterés, por apatía, por complejo, por falta de convicción y por encogimiento de un dirigente ensimismado al que las cumbres se le hacen tan cuesta arriba como un calvario.

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