(PD).- Vaya por Dios. Para una vez que íbamos a tener la fiesta (nacional) en paz, sin victimismos periféricos ni nihilismos gubernamentales, sin peleas a banderazos y sin la incómoda necesidad de demostrar lo evidente, va Rajoy y se muestra a sí mismo en estado puro ante un micro delator: indolente, cansino y con ese aire de tedio y desgana que tanto le humaniza como persona y tanto le perjudica como candidato.
Como subraya Ignacio Camacho en ABC, es carnaza para sus enemigos -más piadosos, como de costumbre, los de fuera que los de dentro- y leña para la eterna hoguera maldita del 12 de octubre, que no pasa año sin humaredas ni chisporroteos de polémica.
No hay manera, por lo visto, de celebrar con normalidad democrática algo tan simple como la efemérides de una patria; cuando no la estropea Zapatero ofendiendo banderas ajenas, la maltratan los secesionistas agitando agresivamente las propias, o la menoscaba la oposición tomándola como un engorroso fastidio. Estamos gafados; no hay nación en Europa que se discuta tanto a sí misma.
En todo caso, el desliz de Rajoy, además de retratarlo en su esplendor fatigoso y servir de munición inesperada para los profesionales de la agitación, sólo viene a reforzar la idea de que este año íbamos por buen camino: un día de fiesta institucional sin mayor estridencia ni sobresalto que el de los aviones de la Fuerza Aérea volando a baja altura sobre el desfile.
Con los nacionalistas callados y el Gobierno sin armar líos, que ya es insólito tener que felicitarse de que un Gobierno se limite a no crear problemas nuevos. Una jornada discreta, de oficialidad uniformada y ritual, de banderitas y tatachines en la Castellana y besamanos en Palacio; sin estruendos ni alharacas patrióticas pero sin cuestionamientos estúpidos y banales sobre el carácter nacional de la nación.
Una fiesta tranquila en la que ser español no represente un oprobio ni constituya una hazaña; en la que la patria sea sólo la rutina serena y nada apasionante -incluso algo coñazo, que diría Rajoy- de vivir en convivencia bajo el marco pacífico de la libertad.
Como la experiencia aconseja no mostrarse en exceso optimistas -eso queda para la insolvencia adánica del presidente-, quizá quepa atribuir la relativa tranquilidad del ambiente, su ausencia de crispación política, a la existencia de una preocupación mayor que minimiza incluso las pulsiones victimistas del nacionalismo, la tendencia alborotadora de cierta derecha y el empeño deconstructivo del zapaterismo gobernante.
Con la economía en desplome parece que no hay tiempo de ocuparse de pasiones identitarias ni de preguntarse qué somos sin encontrar la desalentadora respuesta de que pronto podemos ser sólo los tristes habitantes de un mismo solar arruinado con una hipoteca sin pagar.
En estas condiciones de pesimismo histórico, puede que hasta los más fanáticos nacionalistas y los relativistas más conspicuos hayan cedido a la tentación de pensar que la verdadera patria del hombre es su dinero. Y está en peligro.