(PD).- ¿Imaginan la que se hubiera armado de haber sido un dirigente del PP quien hubiera salido con las últimas predicciones de Solbes? Lo menos que le hubiesen llamado desde la Factoría Pepiño sería derrotista, agorero, antipatriota. Pues resulta que quien las hizo fue, nada más y nada menos, que el ministro de Economía, el mismo que en el debate con Manuel Pizarro tachó a éste de alarmista por decir algo parecido.
¡Y luego nos reímos de Magdalena Álvarez! Al menos ella es siempre la misma, mientras Solbes dice hoy lo contrario que hace un año.
El Solbes arrogante, displicente, prepotente de entonces se ha convertido en el hombre apocado, encogido, balbuceante de nuestros días. No por humildad, virtud que desconoce el equipo de gobierno, sino porque no tiene otro lugar donde esconderse.
Afirma Ignacio Camacho en ABC que ahora tendría que dimitir, como Ramón Calderón. Y por los mismos motivos: por embustero o por incompetente, por mentir o por no enterarse, por tramposo o por ingenuo, por sus propias culpas o por asumir las ajenas.
Después de tanta retórica sobre una crisis extranjera que importamos obligados, pero que nos afectará menos que a otros por nuestra fortaleza, después de previsiones que, sin reformas, pretendían demorar en el tiempo las responsabilidades del Gobierno ZP, hay que agradecer al vicepresidente Solbes que, atemperándolo con su discurso lento y su voz cansina, nos haya colocado ante la realidad: recesión, incremento dramático del paro, déficit público escalofriante y por encima del tope establecido por la UE.
En ese escenario, los comentarios de los optimistas toman otro cariz, como si estuvieran informados: la recesión se moderará al final de un 2009 que «va a ser muy duro» (Solbes), el paro no llegará a los cuatro millones de desempleados, el déficit lo compartiremos con otros países de la Unión.
Sin embargo, las previsiones más optimistas de crecimiento a medio plazo revelan que se tardará años en llegar al 3% con el que se puede dar por hecho que se crea empleo, las políticas de protección van a ser una sangría de las arcas públicas y la crisis social imponente aunque no se llegue a los cuatro millones de parados y el déficit no es un concurso entre socios de la Unión, sino un nuevo impuesto que, además de hipotecar el futuro, dificultará aún más el volantazo que precisa la economía española.
Después del desolador panorama que pintó Solbes el viernes, tras un año y medio de enconadas negativas de la evidencia -¿hace falta recordar su debate preelectoral con Pizarro, sus engoladas proclamas de que la crisis hipotecaria americana no afectaría a España?-, a Solbes sólo le queda la salida de la renuncia.
Porque si no vio venir la catástrofe no merece seguir al frente de la economía española, y si la ocultó, aunque fuese por mandato de su jefe, tampoco puede permanecer en el Gobierno.
Quizá este abrupto reconocimiento de un horizonte pavoroso de recesión, déficit y paro sea el triste testamento del vicepresidente antes de retirarse o ser desplazado de un cargo cuya renovación no debió aceptar.
Pudo haberse ido con decoro antes de que se hiciera patente el descalabro, cerrando su currículum con una legislatura próspera, y ahora aunque se vaya dejará una hoja de servicios capicúa, abrochada con el mismo horizonte de devastación social que dejó en el último mandato gonzalista.
Con una tasa de desocupación creciente y un déficit casi similar al de entonces, pues no es difícil imaginar que ese 5,8 por 100 que admite para 2009 -el doble del máximo autorizado por el mortecino plan de estabilidad de la UE- acabará disparándose hasta cerca de un 7 si la destrucción de empleo supera las ya demoledoras previsiones finalmente reconocidas.
Probablemente Solbes lo sabía, o lo intuía, porque tiene el conocimiento suficiente para no despreciar los pronósticos unánimes y reiterados que vaticinaban lo que inevitablemente ha ocurrido. Calló acaso por un equívoco sentido de la lealtad política o por una pereza acomodaticia.
Se plegó al optimismo trivial y forzoso del presidente, y aceptó a regañadientes la irresponsabilidad de sus designios dispendiosos: aquellos cuatrocientos euros de regalía inútil que devoraron el superávit, o este reciente maná autonómico de imposible cuadratura.
Resignó su criterio y su función a los de un simple contable que se limita a advertir en privado los riesgos de operaciones temerarias, y ha acabado por apechar con el papel de cenizo obligado a dar cuenta a la nación de la tardía perspectiva de sangre, sudor y lágrimas que jamás asumirá en persona Zapatero.
Por eso ya no le queda más salida que marcharse. Este Solbes finalmente instalado en el lado oscuro ha proclamado una realidad mucho más cruda que aquella por la que otros fueron desaprensivamente tachados de antipatriotas. Que todos fuésemos conscientes del engaño no invalida la voluntad del fraude.
Y aunque se sepa de quién es la responsabilidad de la voluntaria ceguera o del embuste masivo, los tragaculpas que han avalado su estrategia ya no pueden quedarse al margen.
En su doble etapa de Gobierno, el vicepresidente económico pasará a la historia como el tipo al que se le hundió dos veces el país. He aquí un hombre para confiarle los ahorros.