Un Gobierno derrochador y manirroto

(PD).- Un serio escándalo de despilfarro de fondos públicos para usos particulares amenaza la carrera política del primer ministro y la mitad de su equipo de colaboradores y parlamentarios de confianza. En un país azotado por la crisis, las prebendas disfrutadas por la clase dirigente han indignado a la opinión pública y colocado al Gobierno contra las cuerdas.

Pese a tratarse de gastos legales, la publicación en la prensa de las dietas y asignaciones para fines domésticos de buena parte de la nomenclatura ha achicharrado la ya muy abrasada popularidad del gabinete, cuyos miembros se han visto obligados a pedir disculpas y reconocer en medio del bochorno general que el sistema ha dado lugar a abusos inadmisibles.

Por el detalle de las disculpas -como subraya Ignacio Camacho en ABC– habrán adivinado los lectores que no se trata de un asunto español, sino de Gran Bretaña, una nación donde aún existe un cierto respeto por las reglas no escritas de ética democrática.

Sucede, sin embargo, que las cantidades reprochadas a Gordon Brown y sus adláteres apenas son de unos miles de euros, invertidos mediante ciertos trucos de cobertura legal en la decoración y mantenimiento de sus residencias.

Es posible que la totalidad de esos gastos no alcance siquiera a los que algunos de nuestros dirigentes autonómicos derrochan en tunear sus automóviles y sus despachos.

En España los ministros remodelan a su antojo viviendas oficiales y sedes administrativas, mientras el presidente del Gobierno contrata asesores sin tasa y manda instalar sanitarios de alta tecnología en los lavabos.

Las cifras que han causado alboroto nacional en el Reino Unido las consume aquí en protocolo cualquier concejal de una ciudad mediana. Y no es que a nadie se le ocurra ni por asomo excusarse; es que tampoco, en la mayoría de los casos, siente atisbo alguno de presión ciudadana que reclame una explicación y un cambio de conducta.

Ni el Gobierno de la nación ni los de la mayoría de las comunidades autónomas han sentido siquiera el impulso retórico de reducir su organigrama como gesto simbólico de austeridad para con unos administrados asfixiados por las dificultades laborales y financieras.

Si después de este sonrojante episodio el premier británico tuviese la ocurrencia de proponer una subida de impuestos para hacer frente al incremento del gasto público forzado por la recesión, se armaría tal revuelo que sus escasas expectativas quedarían pulverizadas en el acto.

Es posible que esta semana próxima, en España, el presidente Zapatero anuncie en las Cortes un grupo de medidas de mayor presión fiscal. Saque el lector las conclusiones que estime pertinentes, pero la concesión de la nacionalidad británica está sometida a estrictas reglas y controles inaccesibles para la mayoría de nosotros.

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