ETA y el buenismo de Zapatero

ETA y el buenismo de Zapatero

Es bastante probable que una gran mayoría de españoles crea a Zapatero y Rubalcaba cuando afirman con énfasis que este Gobierno no volverá a negociar con ETA. El problema consiste en que la que no les cree es la propia ETA.

Y no les cree porque de la trayectoria política del presidente los etarras infieren que se trata de un gobernante débil cuya arquitectura moral no resistiría la sacudida de una dura ofensiva sangrienta, de unos años de plomo como los que sufrieron Suárez, Calvo Sotelo, González o Aznar.

Afirma Ignacio Camacho en ABC que de la negociación del pasado mandato, incluida la humillación a las víctimas, el terrorismo parece haber sacado la conclusión de que a Zapatero le horroriza la sangre y no está preparado para la terrible liturgia de muerte, entierros y alarma social que suponen los atentados en cadena.

Y de la propia acción cotidiana del Gobierno, de su propensión a difuminar la cohesión del Estado, de su benevolencia con las reivindicaciones soberanistas, los asesinos concluyen que incluso en el peor de los supuestos pueden sacar una contrapartida política: llegado el caso de una rendición que por ahora no contemplan en su delirio, confían en obtener al menos un acuerdo sobre los presos y sobre Batasuna.

Porque de lo que no duda nadie es de que este Gobierno, que sí está cumpliendo ahora con su obligación de firmeza policial, no cree en la vía del desmantelamiento silencioso ni de la desarticulación progresiva: quiere un final suscrito, una solución oficial que le permita ofrecer la «foto» de un éxito político.

Y sueña con encontrar al japonés -¿Josu Ternera?- que firme la capitulación en la cubierta de un simbólico portaviones.

Para disipar esa esperanza criminal que alienta desde su fundación el imaginario etarra -la de una negociación de iguales producto de su presión violenta sobre el Estado-, Zapatero tendría que ir acaso contra su propia naturaleza personal, contra su tendencia a las soluciones blandas y las políticas indoloras, a las alianzas de civilizaciones y al diálogo con dictadores y chantajistas.

Debería abandonar siquiera por una vez su proclividad al apaciguamiento y al buenismo y apuntarse a un «malismo» inflexible en el que bien podría sacar hasta su peor cara. Nadie le reprocharía a este presidente que fuese malo con los malos para cerrar la puerta a la utopía perversa del terror.

Es más: la sociedad española necesita confiar en la firmeza de su liderazgo para soportar la tentación del desistimiento y mantener la resistencia moral de todos estos años.

Si cundiese, aunque fuese sólo un poco, la idea de que al final puede producirse alguna clase de acuerdo, se irá resquebrajando la resistencia social y se abrirá paso una cierta resignación ante cualquier salida. Ése es el horizonte en el que ETA cree, pero es necesario que no crea nadie más. Absolutamente necesario. Absolutamente nadie.

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