Quien en los últimos seis años ha activado el discurso del odio no ha sido el PP precisamente
El Gobierno de Murcia presentará una denuncia ante la Justicia ordinaria contra los autores de los mensajes vertidos estos días contra el agredido consejero de Cultura Pedro Alberto Cruz. Acusa al PSOE regional de haber generado un clima propicio para que ataques como este se produzcan. Ayer, el presidente Valcárcel pidió la dimisión del delegado del Gobierno, que había calificado de «irrelevantes» las protestas del 22 de diciembre y que el PP considera el germen de la agresión.
Puño de hierro, guante de seda. Así, literalmente (el puño de hierro americano contra el rostro del consejero de Cultura de Murcia) ha envenenado la izquierda la convivencia, aprovechando un momento difícil para España, atenazada por una triple crisis: económica, institucional y moral. La maniobra es refinadamente maquiavélica. Consiste en tirar la piedra de la crispación, esconder la mano y endosar la responsabilidad a la víctima.
La película de los hechos habla por sí sola. Primera escena: radicales de izquierda, con la pasividad de Interior y la complicidad y la presencia de la candidata del PSOE a Murcia (Begoña García Retegui), lanzan una campaña contra el Gobierno popular de esa comunidad que se salda con agresiones físicas a un senador del PP y a otro miembro del partido.
En la segunda escena sube el clímax: tres individuos agreden brutalmente en la puerta de su casa a Pedro Alberto Cruz, consejero de Cultura murciano, al grito de «sobrinísimo, hijo de puta», y le dejan a punto de perder un ojo. Detrás, una atmósfera muy concreta de animadversión contra Cruz alimentada y jaleada por el PSOE. Hay una tercera escena, que delata la estrategia de los crispadores: el PSOE recrimina al PP que utilice la agresión como «un arma de lucha política, porque con ello sólo estaríamos dando munición a los intolerantes».
¿De qué están hablando? ¿Munición, intolerantes, arma política? Hasta el momento los únicos intolerantes han sido los radicales de Murcia, y la única munición, los puños de hierro americano
de los que han partido la cara del consejero, y también los puños desnudos de quienes hace unas semanas agredieron a los otros dos políticos populares. O las manos de quienes prendieron la mecha digital del incendio contra el consejero.
Y lo más parecido a «arma de lucha política» es la presencia de la candidata socialista entre los asilvestrados manifestantes. ¿Qué pintaba quien aspira al voto de los murcianos en medio de una jauría disfrazada de manifestación con pancartas con la palabra «fascista» ante la vivienda del presidente autonómico y que no dudaron en poner las manos sobre dos rivales políticos?
Pero ahora resulta que quien enciende la mecha es el PP y por elevación la derecha, una artera acusación que las terminales mediáticas del Gobierno hacen extensible a medios de comunicación críticos como Intereconomía.
Tratan de volver la oración por pasiva: «El discurso del odio envenena la democracia» titula uno de esos medios, metiendo en el mismo saco magnitudes tan heterogéneas como el Tea Party, el crimen de Arizona o las críticas de Aznar al despilfarro del Estado de las autonomías. ¿Qué tendrá que ver? ¿No puede el ex presidente observar lo que, por otra parte, es una obviedad (la desnudez del Rey, esto es, el carácter insostenible del gasto autonómico), sin que tal reproche lleve aparejada automáticamente la etiqueta de antidemocrático?
Cualquier rábano tomado por las hojas es bueno para echar leña al trasnochado fuego del cainismo, identificando derecha con caverna y atribuyéndole el mal químicamente puro sin mezcla de bien alguno. Una actitud que, no se olvide, puede obedecer
al indisimulable nerviosismo del PSOE y sus satélites ante la pérdida de poder que van a suponer las elecciones de mayo (de ahí su interés por presentar al PP como un ogro para el Estado autonómico); y también a la frustración de la izquierda mediática ante la pérdida de influencia en otro test no menos inapelable que el de las urnas: el de los lectores y espectadores.
Pero el que durante los últimos seis años ha activado el discurso del odio y el espectro del radicalismo, enterrado bajo siete llaves desde la Transición, no ha sido l PP precisamente. ¿Quién sacó a pasear el lúgubre fantasma de la Memoria Histórica?
¿Quién revolvió tumbas septuagenarias, aireando demonios cainitas, que no importaban a nadie salvo al nieto de cierto capitán chaquetero? ¿Quién dividió a los ciudadanos, desencadenando un laicismo trasnochado y agresivo, con leyes que ignoraban el carácter mayoritario de la religión católica en España? ¿Qué partido fue cómplice del repunte radical en Cataluña, al compartir tripartito con ERC, pisoteando derechos y libertades fundamentales, y propiciando un clima incendiario (quema de banderas o efigies reales incluida)? ¿Quién negoció
con terroristas que no sólo no dejaron las armas, sino que las han seguido utilizando para añadir nuevas muescas a su cartuchera? ¿Sobre quiénes recaen las sospechas de dar el soplo a los asesinos en el bar Faisán y por qué Interior y la Fiscalía tienen tanto interés en que no se investigue?
La lista podía ser interminable, pero quedaría bien sintetizada por el lema, no tan secreto, del presidente: «Nos conviene que haya tensión». Ahora que le ve las orejas al lobo del batacazo electoral, el PSOE aumenta la dosis y endosa hábilmente la culpa a su rival político. El episodio de Murcia es sintomático.
A falta de esclarecer los hechos, que el PP atribuye a un «clima enrarecido fomentado por la izquierda más retrógrada», cabe apuntar una responsabilidad muy concreta del delegado del Gobierno, que no fue capaz de garantizar la seguridad del consejero ni del presidente Valcárcel ni de la hija de este, atacada en dos ocasiones. Razones por las que debe dimitir.
Una izquierda desnuda de coartada ideológica, tras la caída del Muro, se dedica a jugar frívolamente con fuego, con esa arrogante impunidad que le da el prestigioso carné de progre (y ahí tenemos a Pedro Almodóvar insinuando que el PP estaba detrás de un golpe de Estado). U oficia la ceremonia de la crispación. O propicia climas que empujan a radicales a deslizarse por la espiral sin retorno de la violencia. Un peligroso e irresponsable ejercicio de quienes parecen querer sustituir el puño en alto por el puño en rostro.
Editorial de La Gaceta