No, no es sólo un fallo de comunicación.

MADRID, 10 (OTR/PRESS)

Cuando se sienten autocríticos, a lo más que llegan nuestros gobernantes -de cualquier clase- es a reconocer fallos en la política de comunicación. Al final, los responsables de la comunicación tienen la culpa, decía el clásico manual norteamericano, hasta de que los autobuses estén mal aparcados. Aquí, cuando la inseguridad jurídica se pasea, campante, por la conciencia de inversores y consumidores, cuando la confusión reina en el ánimo ciudadano en torno a las reformas de pensiones y laboral, cuando la controversia gira, mendaz, acerca de si los impuestos suben o bajan, sobre si las autonomías están o no autorizadas a lanzar sus bonos para endeudarse, no se puede señalar con el dedo censor meramente a los que tienen que comunicar las buenas o malas nuevas. Ojalá bastase con matar al mensajero. La enfermedad es mucho más profunda.

Acaso, por primera vez, pude ver este miércoles a Zapatero francamente irritado en los pasillos del Congreso, desmintiendo que la autorización al presidente de la Generalitat catalana para endeudarse suponga un agravio comparativo para las demás autonomías. Hay que informarse mejor, vino a decir el presidente a los periodistas que le asediábamos, micrófono en mano. Lo malo es que los desinformados habían sido nueve presidentes de otros tantos gobiernos autonómicos, que habían levantado sus voces airadas después de que, a la salida de su entrevista con Zapatero en La Moncloa, Artur Mas anunciase sus ‘logros’ frente al representante máximo del Ejecutivo central. Los medios de comunicación se habían limitado a reproducir el enfado de esos presidentes.

¿Mero fallo de comunicación, porque, tras Mas, ningún representante gubernamental -se pensó inicialmente en el vicepresidente Chaves, pero luego se abandonó la idea, quizá porque el ex presidente andaluz tenía otras preocupaciones en mente- apareció por el atril? Sin duda, algún portavoz autorizado tendría que haber salido a la palestra para explicar si, en el futuro, las comunidades podrán endeudarse, cosa que, por otro lado, me parece perfectamente posible, si es a cambio de un sólido y creíble compromiso de austeridad en el gasto. Pero nadie salió. Nadie llamó a los gobernantes autonómicos. Se favoreció la confusión, que aún persiste. Como persiste en lo referente al alcance de las reformas laboral y de pensiones, por citar solamente dos casos. Como persiste también en otras tantas parcelas de la vida económica, política, social.

No, el culpable de la sensación general de que la inseguridad jurídica se haya instalado en España no es el secretario de Estado de Comunicación. Ni el portavoz Pérez Rubalcaba, cada día más consumido en sus múltiples papeles. Ni la vicepresidenta económica, Elena Salgado, que ofrece una imagen de mucha mayor solidez y firmeza de la que quieren atribuirle los críticos. Incluso me parece que resultaría equivocado culpar en exclusiva de este marco intangible de inseguridad y confusión a los titubeos y virajes de Zapatero, que ha recorrido, forzado, no poco camino en su doctrina desde el pasado mes de mayo.

Culpar solamente a quien encarna el Gobierno central aquí y ahora, en esta sociedad desvertebrada, sería demasiado fácil. Pero creo que el presidente debe ir mucho más allá en su autocrítica: ha debilitado el papel del conjunto del Gobierno, ha nombrado a algunos responsables de carteras ministeriales claramente inadecuados, ha dicho ‘sí’ a todos los que le planteaban cuestiones incompatibles…

Creo que los españoles reclaman mensajes sólidos, inequívocos, firmes. Aunque sean de ‘sangre, sudor y lágrimas’. No quisiera parecer utópico, pero me parece que la ciudadanía es lo suficientemente madura como para aceptar la necesidad de recortes, restricciones y equilibrios en el Estado de bienestar. Pero, queremos, lógicamente, que quien debe hacerlo imprima una dirección clara y razonable que justifique los sacrificios. Y eso, lamentablemente, no se está haciendo. Cada vez menos.

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