La vicepresidenta Salgado aparece como mera ejecutora de órdenes y consignas elaboradas en el reducido laboratorio político de La Moncloa, donde en cambio tiene vara alta un sindicalista de carril como Cándido Méndez
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Con la lucidez que suele otorgar a los políticos el alejamiento del poder, Carlos Solchaga ha retratado el carácter invasivo con que Zapatero aborda la gestión de su propio gabinete, al que ha jibarizado hasta convertirlo en un grupo de secretarios subalternos de su autocomplaciente proyección expansiva.
A medida que avanzaba la crisis, el presidente ha ido asaltando las competencias de sus ministros y ha recabado para sí la dirección política directa de áreas que requieren un conocimiento específico, como Economía o Trabajo.
Escribe Ignacio Camacho en ABC y señala certeramente Solchaga, que esta tendencia acaparadora, que suele acometer a los gobernantes cesáreos, se limita por lo general a las carteras de mayor lucimiento simbólico, como Exteriores, Deportes o Cultura, mientras que ZP ha dado el salto cualitativo de ponerse sin mayor preparación al frente de una estrategia económica que le viene grande como los trajes que le cosía a Paco Camps el fullero sastre de Milano.
En los sucesivos gobiernos de la democracia siempre ha habido ministros de Economía de trazo firme, con personalidad fuerte y definida. Fuentes Quintana, Abril, Boyer, el propio Solchaga, Borrell, Rato o Solbes ejercieron con mayor o menor fortuna una responsabilidad propia.
Con Suárez, González o Aznar existía la impresión sólida de que junto al liderazgo global había al frente de esa delicada y crucial parcela del poder alguien con criterio y competencia, seleccionado entre los mejores por su formación contrastada.
Esa sensación ha desaparecido en el momento más crítico de la recesión, cuando la vicepresidenta Salgado aparece como mera ejecutora de órdenes y consignas elaboradas en el reducido laboratorio político de La Moncloa, donde en cambio tiene vara alta un sindicalista de carril como Cándido Méndez, erigido a la vez en gurú de cabecera y guardia pretoriano de Zapatero.
El diagnóstico de este método de dirigencia conduce a la conclusión de que el país no dispone de una dirección socioeconómica cualificada más allá del osado aventurerismo de un gobernante autista acostumbrado a convertir en certezas sus intuiciones.
La célebre frase presidencial sobre la sencillez de su cometido -«ni te imaginas, Sonsoles, los cientos de miles de españoles que podrían hacer este trabajo»- provoca en este contexto crítico un escalofrío de desesperanza.
El concepto licuado y relativista de la política que caracteriza al zapaterismo ha alcanzado en la crisis su clímax metodológico.
Un Gobierno formado con arreglo a criterios escenográficos tiene que afrontar una descomunal recesión que empequeñece aún más su perfil liviano.
Y si ya de por sí parecía un equipo frágil, inconsistente y falto de pujanza, las proporciones ciclópeas del desafío lo convierten en un manojo de liliputienses encabezado por un outsider iluminado.