Comprendo la desazón, el desánimo y el sufrimiento que embarga a muchos españoles a consecuencia del efecto devastador que está generando la crisis que nos toca sufrir.
Y ese sentimiento se acentúa cuando los rectores de la economía española aclaran que el inmediato futuro que tenemos por delante no garantiza que pronto abandonaremos ese estado de postración e incertidumbre.
Los centros oficiales confirman lo que muchos sabemos porque lo sentimos a diario: que la economía no sólo no avanza, sino que retrocede en eso que los economistas llaman recesión. Y muchos que han conseguido superar los tres años de sufrimiento desde que se inició la crisis, se preguntan con temor y perceptible angustia si serán capaces de resistir otro año más, cuando sienten sus fuerzas próximas al agotamiento. lo percibo a diario en nuestro contacto con la vida.
Lo comprendo, pero al tiempo digo a todo el mundo que quiera escucharme que no hay motivos para la rendición, para la entrega, para el abandono. Una cosa es comprender el sufrimiento y otra aceptar que la única salida que tenemos sea la renuncia a nuestro papel, el abandono, el suicidio social. Y no lo digo exclusivamente porque estoy seguro que de este lugar se sale, como reza el título de mi último libro, sino porque, además, tenemos por delante una gran oportunidad de construir un modelo de vida mejor y más humano.
Y cuando esto digo no pretendo convertirme en un dosificador de consuelos o un productor de literatura de autoayuda para superar las angustias individuales o colectivas. Lo digo y escribo porque de ello estoy convencido, y no de hoy sino desde hace mucho tiempo.
Pero añado que este modelo mejor y más humano sólo lo conseguiremos si somos capaces de volver a enfrentarnos con aquella vieja idea que en el lejano y casi mítico 1992 defendí en El Vaticano: establecer un código de valores compartido que constituya el armazón básico del edificio social.
Porque el destrozo de ciertos valores se localiza en la base de nuestros pro- blemas actuales, se entienda o se ignore. Por ejemplo, al lado de cuestiones técnicas de flujos excesivos de capitales y de modelo productivo, la burbuja inmobiliaria que tanto daño nos ha causado –y sigue– no se hubiera podido producir de no ser porque entre nosotros se instaló la avaricia.
Y no sólo en bancos, promotores, constructores y demás integrantes del proceso, sino en la sociedad en su con- junto que aceptó como normal ponerse a especular con un bien primario como la vivienda, convertida así en una suerte de activo financiero. Y, como derivada, los gestores, bancarios y no bancarios, consumían más tiempo en diseñar modelos de crecimientos de sus retribuciones que en solidificar los cimientos de las empresas que dirigen.
Y el valor del esfuerzo, esencial en la economía real, se margina y desplaza por la ingeniería financiera y el cortoplacismo. Podría seguir, pero no es necesario, porque se entiende bien cómo los valores de porte moral tienen consecuencias directas en nuestro modo de vida.
En los relativismos, en el imperio de lo conveniente, en el sacrificio de las convicciones, en el altar de las conveniencias, se ha gestado el desastre que nos toca sufrir. Por eso dije en 1993 estas palabras: “El gran desafío consiste en dotar nuevamente de contenido humanista a nuestros proyectos colectivos. En recuperar al hombre. En recuperar el pensamiento humanista como definidor de la arquitectura de todo modelo social”.
Y aunque algunos quieran negarlo, ignorarlo o despreciarlo, nuestro humanismo tiene una base cristiana, lo que no implica negar la libertad de religión y pensamiento, sino que sólo reclama reconocer- nos en nuestra historia.
Pero no es suficiente el diagnóstico. Es además imprescindible el tratamiento y personalmente lo tengo muy claro: la sociedad civil debe recuperar su protagonismo, convertirse en dueña de su destino, en protagonista directo de su propia historia. Porque hoy no lo es. Llevamos siglos aspirando a ello sin atrevernos a conseguirlo. Hoy nos enfrentamos, en el mundo occidental, con la necesidad, no de cambiar el sistema representativo, pero sí de revitalizarlo.
Revitalizar la representación significa acometer una tarea de reformas a través de las cuales se consiga que la democracia, siendo democracia de partidos, sea, al mismo tiempo y sobre todo, democracia de ciu- dadanos. El Estado debe dar cobijo en los procesos de estudio, preparación y concertación de decisiones públicas, a las representaciones sociales, económicas y culturales que constituyen el entramado más vivo de la comunidad.
Este año 2012, en el que se cumplen doscientos años de aquella Constitución mítica, se presenta como una gigantesca oportunidad para, envueltos en la crisis, volver a un código de valores aceptados y preparar una fase constituyente que nos permita conseguir esa vieja aspiración de siglos: que seamos dueños de nuestros destinos.