Esperanza Aguirre le ofreció este martes 10 de abril de 2012 al Estado la Sanidad, la Educación, la Justicia, el rosario de su madre y la posibilidad de quedarse con todo lo demás de su Comunidad, en plan María Dolores Pradera de la política.
Tenía pocos frentes abiertos Mariano Rajoy, y Doña Esperanza ha abierto el melón de una reforma del Estado de las Autonomías. Primero, a puerta cerrada, en un vis a vis con su presidente cumpliendo con los protocolos de la cadena de mando.
Pero, luego, tras contrastar discrepancias insalvables con el «el señor de los hilillos», lanzó un manifiesto al estilo alcalde Móstoles: ¡españoles, la patria está en peligro!
Es probable que no toque ahora mismo un ajuste en el Estado de las Autonomías, coincidiendo con tanto ajuste en Sanidad, en Educación, en el IRPF, en el impuesto de sociedades, en el poder adquisitivo de los funcionarios, en los Presupuestos Generales y en cada tornillo suelto en la desvencijada economía del Estado.
Pero la disculpa no puede ser siempre la Constitución. No son los pueblos los que deben estar al servicio de sus Cartas Magnas, sino las Cartas Magnas las que deben estar al servicio de los pueblos. Y la sociedad española y sus circunstancias han sufrido una trepidante metamorfosis en las cuatro últimas décadas de historia.
Más tarde o más temprano, entre gritos en el cielo de los nacionalistas y milongas demagógicas de los progres, los nuevos españoles que no pudieron votar la Constitución del 78 tendrán derecho a dar su opinión sobre asuntos que sus padres convirtieron en dogmas de fe en 1978: si quieren seguir viviendo en un Estado de las Autonomías, si quieren república o monarquía, si se reforma o se elimina en Senado, si quieren que nos metamos la dichosa Ley Electoral por donde nos quepa, y cuestiones de esas que pudieron ser una solución y pueden empezar a ser un problema.
En lo que tiene razón Esperanza Aguirre, al margen de cuales hayan sido sus intenciones, es en sugerir que hay que hacerle un TAC al Estado de las Autonomías. No ha elegido el momento más oportuno, con la que está cayendo en la economía española (que habrá que empezar a llamarla «econosuya», de Bruselas, de los mercados, del BCE, de Ángela Merkel, si queremos ser rigurosos), pero tampoco es como para silbar un blues mirando hacia los cielos, como Rajoy, ni para rasgarse teatralmente las vestiduras, como esa progresía caduca, maniática y egocéntrica, convencida, con aquella estúpida vanidad capitalista de la General Motors, de que lo que es bueno para ella tiene que ser bueno para los españoles, incluidos los jóvenes postconstitucionales.
Es de agradecerle a la señora Aguirre, en estos momentos en los que España está abducida por el irresistible influjo de la crisis y los españoles encallados en la rabiosa, mezquina y urgente actualidad del presente, que haya izado la bandera de la esperanza para poder volver a pensar en el futuro, lo más cercano posible.
Por haches o por bes, por inmovilismos de derechas o inmovilismos de izquierdas, los españoles estamos atrapados entre dos ideologías enfermizamente conservadoras que desprenden un desagradable olor a naftalina.
No hay nada sagrado en democracia, salvo la propia democracia. Todo es susceptible de revisión, de reforma, de cambio, de ratificación o rectificación, si tiene detrás el apoyo de la mayoría. Los dogmas de la derecha y de la izquierda, de los centralistas y los independentistas, de los unos y los otros de toda la vida, sólo son el refugio de los canallas.