Había muchos españoles que empezaban a tener sus dudas. Pero Rajoy existe. Este 16 de mayo de 2012 le van a someter sus señorías a una sesión de control en el Congreso de los Diputados. A él, que parecía que había desaparecido en combate, y a su gobierno, que son un grupo de señoras y señores muy listos, muy preparados, muy técnicos, que han caído en la trampa de convertirse en eso que antes se llamaban ministros sin cartera.
Ahora son ministros con tijera. En eso Arriola no está acertando con la puesta en escena de su «cliente», como llama al Presidente del Gobierno ese gurú de Génova al que acaba de radiografiar Graciano Palomo, que es el último mohicano, el último «pura sangre» de esa especie de periodistas en extinción que todavía se plantean el «qué, quién, dónde, cómo y por qué». –«Arriola tiene más poder que cualquier ministro»–
Vayamos por partes, como diría Jack el destripador. Un paciente intuye que más tarde o más temprano, según la disponibilidad de la Sanidad, le van a operar. Le han hecho pruebas, le han explicado los síntomas que aparecen en las radiografías, en el escáner, en el TAC y demás aparatos para analizar indicadores y, al final, se mentaliza para acabar pasando por el quirófano. Pero, ¿alguien se imagina que en su visita previa al cirujano, cuando le va a explicar lo que le van a hacer, los riesgos que corre, los plazos de recuperación, le reciba con un bisturí en la mano?
España está enferma. Su pronóstico es grave. Y la mayoría de los españoles decidieron en las urnas someterse a una amputación en vez de aceptar con resignación cristiana morirse de gangrena. Se probó la política homeópata de Solbes, los remedios placebo de Zapatero y la terapia paliativa de Elena Salgado (pan para hoy, hambre para mañana), que han dejado al país con un pie en el otro barrio. Se nos muere Grecia, agoniza Irlanda, Portugal aguanta con respiración asistida y, con excepciones que confirman la regla, los españoles deben estar dispuestos a poner sus barbas a remojo a medida que contemplan como van afeitando las barbas de sus vecinos.
Pero no es cuestión de que el cirujano jefe, el doctor Rajoy, se pase el día con el bisturí en la mano. Ni que sus ayudantes de quirófano, los Montoro, los De Guindos, las Mato, aprovechen cualquier cámara o cualquier micrófono para recordarles a los españoles lo que les espera. No es cuestión de operar todos los viernes, sin permitir siquiera que cicatricen los recortes del viernes anterior. Precisamente porque hay prisa, existe un sabio refrán que aconseja vestirse despacio.
Lo que pasa es que estos chicos de Génova tienen un mantra. Mintió tanto Zapatero, contó tantas bolas Elena Salgado, que han hecho de la cruda realidad la columna vertebral de su política de gobierno. Ayer mismo, en lugares distintos y distantes, repetían el mantra Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores Cospedal, dale que te pego, mientras los españoles guardaban un minuto de silencio por Grecia, contenían la respiración ante la peligrosa escalada de la prima de riesgo y se acostaban con esa amenaza crónica de ¡la Bolsa o la vida!
Rajoy existe, Rubalcaba no es uno de esos fantasmas que de vez en cuando se cuelan en fotografías y sus señorías, que ocupan los escaños en el Congreso, son de carne y hueso, aunque esas tres conclusiones se puedan poner en duda, por mucho que la televisión nos los muestre hoy a todos juntos, en vivo y en directo, en el Hemiciclo donde los más incautos sueñan que se resuelvan problemas colectivos, los más egoístas, que se resuelvan problemas personales y, los más escépticos, que por lo menos no se jodan todavía un poco más las cosas.
Es terrible reconocer que en este país no se puede exclamar: ¡qué buenos señores para tan buenos vasallos! Pero es que ni siquiera queda el consuelo de poder exclamar ¡qué buenos señores para tan malos vasallos o que buenos vasallos para tan buenos señores! Con honrosas excepciones, también padecemos un insostenible déficit, público y notorio, de buenos señores y de buenos vasallos.