Ya de perdidos, al río. Este 12 de julio de 2012 de «resacón», de botellones reivindicativos en torno a «la marcha negra», de airadas declaraciones haciendo leña del árbol caído, de millones de hogares españoles en los que se evoca a la señora madre y el señor padre del Presidente del Gobierno que, casualmente, se llama Rajoy, no tiene eso que Felipe González llama baraka y está en el lugar equivocado en el momento más inoportuno, o sea, en La Moncloa, a alguien se le podría ocurrir hacer un experimento.
Porque los experimentos hay que hacerlos con gaseosa, siguiendo las sabias instrucciones de Eugenio D´Ors a un joven camarero que malogró una preciada botella de champán.
Y si alguna vez España ha sido una enorme gaseosa sociológica, agua corriente que se nos escurre entre las manos con burbujas económicas, políticas, culturales y sociales artificiales, es precisamente ahora que hemos empezado a digerir ¡tal como somos!, a practicar la autocrítica sobre ¡tal como creíamos ser!, y a poner, quizá, las primeras piedras de ¡tal como nos gustaría llegar ser!
¿Y si hiciéramos la prueba del algodón?
Con todos los respetos para los fieles devotos de todos los partidos políticos españoles, con cierto recelo hacia los fanáticos, los estómagos agradecidos y los múltiples satélites humanos que sobreviven en las órbitas de las siglas clásicas y las siglas emergentes, este país está en perfectas condiciones de hacer una «prueba del algodón» definitiva.
¿Se imaginan una legislatura de presidentes y gobiernos rotatorios? Que todos esos charlatanes, con los traseros pelados de chupar escaño, vayan pasando uno a uno, con sus respectivos equipos, de practicar el mamoneo de la oposición a poner en práctica sus geniales ideas en el gobierno.
Llamazares, Erkorecas, Rosas Díez, Duranes i Lleidas, Cayo Laras, Jorqueras, izquierdas plurales, amaiures, toda la vasca, de seis en seis meses, imponiendo sus patrones y tomando medidas, en vez de seguir haciendo propuestas, para demostrar a los españoles que una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo.
Incluso, ya puestos, 47 millones de españoles a la desesperada (con las excepciones que confirman la regla), deberíamos arriesgarnos a darle una segunda oportunidad a Rubalcaba, a pesar de su reciente impresentable hoja de servicios en el Olimpo de ZP, y la primera a Cándido Méndez y Fernández Toxo, que llevan años en posesión de la piedra filosofal del crecimiento económico y la creación de empleo, pero deben estar guardando celosamente el secreto, ahora que gobierna el PP y antes que gobernaba el PSOE.
Generaciones perdidas
¡Que pasen todos! Uno detrás de otro/otra, como rotan cada tres meses las presidencias europeas, a ver si los españoles caemos de una vez de la burra y desenmascaramos a una generación de políticos, de toda condición, de toda ideología, de más cuentos que Calleja y unas cuentas en sus partidos que nos pondrían los pelos de punta, y quizá podamos llegar a un diagnóstico certero de la enfermedad política que padece España.
Estas últimas hornadas de políticos de pacotilla, de feriantes, de vendedores de humo, de vividores por cuenta ajena, tiene muchas posibilidades de ser bautizados por los futuros historiadores como «generaciones perdidas»
Pero no con la épica y la poética de la «generación perdida» genuinamente norteamericana, que dejó para la posteridad páginas magistrales de literatura. Se habrán ganado ese título a pulso, con todo merecimiento, porque han ido dejando en las últimas décadas páginas en blanco en la historia que se empezó a escribir cuando España se puso a bailar sobre la tumba de Franco.
¡Pasen, señoras y señores!; ¡pasen y gobiernen! En cuanto fuesen alcanzando su oscuro objeto del deseo de La Moncloa, aunque sólo fuese durante seis meses, colaborarían a la ratificación definitiva del «Principio de Peter».
Hagamos este inverosímil experimento con gaseosa, o sea, con España, y descubramos de una vez por todas con quiénes, de toda condición, de todo sexo, de toda ideología, de todo origen geográfico, nos estamos jugando los cuartos, los sueños, las esperanzas, las expectativas para nuestros hijos y nuestros nietos, la vida.
El problema no es haber padecido dos o tres generaciones perdidas de políticos, sino que han llevado al camino de la perdición a España.
Al denostado Adolfo Suárez, tuvieron que echarle una mano económica discretos y extraordinarios amigos cuando su casa de ex Presidente del Gobierno era una ruina.
A partir de ahí, los sucesivos inquilinos de La Moncloa (Calvo Sotelo es un caso aparte), entraron como sencillos cabezas de ratón de la clase media y salieron como colas de león de la clase alta. Dejemos al criterio de los lectores las conclusiones que puedan o quieran extraer en esta España con resaca.