No se dejen ustedes llevar por los cofrades del perpetuo pesimismo
Podría decirse eso de que si Artur Mas ladra es que el Gobierno de España cabalga. Lo digo por la airada reacción del presidente de la Generalitat cuando la prensa le preguntó el viernes por la reforma de las administraciones públicas aprobada por el Consejo de Ministros.
«¿Qué es lo que han suprimido? Antes de dar lecciones, ¿qué deberes han hecho?», respondió él.
Lo preocupante habría sido que el líder de un Ejecutivo más interesado en mantener sus embajadas para hacer patria por el mundo que en pagar a tiempo las nóminas de sus funcionarios hubiera visto con buenos ojos el proyecto de Mariano Rajoy.
El cual, entre otras cosas, pone a las comunidades autónomas ante el espejo de sus dispendios y duplicidades, ya se llamen Consejo Económico y Social o Tribunal de Cuentas. Para información de la ciudadanía, muchas veces ajena a estas locuras.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la tara, si me permiten el término, con la que nace una reforma que prevé un ahorro de casi 38.000 millones de euros en tres años: que, lo mismo que sucederá con la futura Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno (actualmente en tramitación parlamentaria), no tiene capacidad para imponer nada a las comunidades autónomas, sino que sólo puede recomendar, sugerir. Aunque a veces las recomendaciones dejen en tan mal lugar a quien no las sigue que sean casi órdenes inexorables que cumplir.
No se dejen ustedes llevar por los cofrades del perpetuo pesimismo. Menospreciar las 217 medidas contenidas en la reforma es lo mismo que renunciar a andar sólo porque el médico nos prescriba que no corramos.
Partíamos de cero, y por tanto que el Gobierno vaya a suprimir la tercera parte de sus fundaciones o a negociar con las comunidades el cierre de 90 observatorios estatales y regionales es dar un paso de gigante en pro de una administración más eficaz, eficiente y barata.
Me consta que durante seis meses el equipo capitaneado por Soraya Sáenz de Santamaría, junto a su infatigable mano derecha, María González Pico, ha trabajado duro y a marchas forzadas para hacer una «auténtica ITV» -en palabras de la vicepresidenta- a un camión de tal tonelaje como lo es el de las administraciones españolas.
Y todo ello, sumando: han pedido ideas a los ministerios, han trabajado codo con codo con las consejerías de Presidencia de los gobiernos regionales y con las entidades locales y hasta han viajado en busca de ideas. Por ejemplo, al Reino Unido.
Por eso, los fontaneros anónimos de los distintos ministerios «elegantemente» coordinados por los subsecretarios de Presidencia, Jaime Pérez Renovales, y de Hacienda y Administraciones Públicas, Pilar Platero, los verdaderos «currantes» de la reforma de la Administración, los que además de su trabajo han revisado a fondo las entretelas del Estado, merecen que les pongamos nombre y apellidos: José Ignacio Romero, Alfonso de Senillosa, Félix Acítores Durán, María Fernández Pérez, Elena Martín Córdova, Juan del Alcázar, Jaime Haddad, Adolfo Díaz-Ambrona, Rafael Mendívil, Fabiola Gallego, Irene Domínguez-Alcahud, David Santos, Miguel Temboury, Ignacio Mezquita, Fernando Benzo, José Canal, Pedro Llorente, Pablo Hernández-Lahoz, Pilar Fabregat, Eugenio López, David Mellado, Esther Arizmendi, Angelina Trigo, José María Jover, Luis Aguilera, Juan Antonio Puigserver, Juan Bravo, Mireya Corredor, Marta Crespo, Victor Laquidáin, María Jesús Fraile y Sergio Caravajal.
La comisión podría haberse quedado en lo previsible: en la poda de algunas empresas, fundaciones y demás.
Pero en vez de eso ha ido mucho más lejos, al articular una auténtica revolución en la relación entre la administración y el ciudadano. ¡Ya era hora!
Era una asignatura pendiente después del aggiornamento de los últimos años en infraestructuras, trenes de Alta Velocidad o autovías, lo que sin duda ha colocado a España como país puntero en las comunicaciones viarias.
Pero, en la era de las nuevas tecnologías, cuesta creer que hasta ahora hubiera que hacer largas colas para temas tan sencillos como dar de alta a un hijo en el Registro Civil, solicitar la Tarjeta Sanitaria Europea o acceder a las ofertas de empleo…
La comunicación digital al servicio del ciudadano debe ser un hecho en nuestro país, que nos enganche no ya al futuro sino al presente.
Ello, dejando a un lado otro importante aspecto del asunto: que vivimos ya en un mundo digital tan amplio que desborda cualquier modelo político que deje fuera a los ciudadanos en la definición de las políticas. Eso obliga necesariamente a las administraciones democráticas a dar pasos rápidos que las integren en el siglo XXI si no quieren quedarse obsoletas y perder su legitimidad.
Por todo ello estamos dando un salto cualitativo que sólo alguien tan corto de miras como Artur Mas, y otros que siguen reproduciendo en sus cabezas esquemas propios del retrógrado y viejo caciquismo español, se atreverían a criticar.