No vale apelar con grandes palabras huecas a la importancia de una sentencia de consenso
En un nuevo ejercicio de pueril irresponsabilidad, hasta altas autoridades del Gobierno se dedican últimamente al bonito juego de hacer quinielas con la fecha de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, vaticinando además si será una «sentencia interpretativa» o no.
El presidente y demás miembros del Gobierno sabrán lo que dicen y por qué lo dicen: si no lo saben, son unos inconscientes indignos de ostentar los cargos que ocupan; si lo saben, tendrían que explicar cómo lo han sabido y qué clase de contactos turbios hay con un organismo que necesita vitalmente ser independiente del Ejecutivo so pena de hundirse en el descrédito.
Ahora parece que los últimos rumores señalan un plazo que va desde hoy mismo hasta el 15 de enero. No vamos a entrar en este juego estúpido. Pero creemos que este lamentable asunto contiene algunas enseñanzas que queremos destacar.
Es evidente que tanto los autores del proyecto de Estatuto como los políticos que lo alentaron y los parlamentarios que lo retocaron han sido plenamente conscientes, desde el primer día, de que se trata de un texto plagado de preceptos inconstitucionales, empezando por la idea inspiradora de la totalidad del documento.
De no ser así, carecerían de sentido todas las abiertas presiones y amenazas de los nacionalistas y socialistas de Cataluña, desde el presidente de la Generalidad hasta el último chiquilicuatro de Esquerra Republicana. Todos ellos son los principales responsables de este engendro.
Sentado esto, los propios magistrados del TC, con su presidenta a la cabeza, no están tampoco exentos de responsabilidad, ni mucho menos.
Han incumplido su deber de forma clamorosa, y no sólo por la vulneración de los plazos establecidos por la Ley que regula la Institución, sino por otras razones de más fondo, entre las cuales no es la menor el haber sido tan impúdicamente sensibles a las presiones políticas y mediáticas.
Se suponía que el cargo de magistrado constitucional debería recaer en personas con la entereza personal y moral suficiente para resistir estas presiones; si no son capaces de eso, deberían haberse ido a sus casas cuanto antes.
No vale apelar con grandes palabras huecas a la importancia de una sentencia de consenso o usar cualesquiera otros artificios verbales para escabullirse de su responsabilidad.
Está perfectamente previsto qué hay que hacer si no hay consenso: se vota. Y si hay empate, el presidente tiene voto de calidad. No lo han hecho. Han incumplido su deber. No han querido hacerse responsables de sus actos.
Han querido escurrir el bulto, como gráficamente reza la expresión popular. Unos magistrados así no merecen serlo. Y su presidente, menos que nadie.
El Rey ha pedido respeto a las instituciones. Bien estaría si sus componentes fueran los primeros en dar ejemplo.
Y si tratan de esconderse tras el burladero de la sentencia interpretativa (que es lo mismo que dar luz verde para cualquier cosa, renunciando a establecer lo que es y lo que no es constitucional), a la indignidad moral añadirán la responsabilidad política de propiciar la descomposición de nuestra democracia por la vía de haber reducido la Constitución a puro papel mojado.
Porque no es cierto que esta sentencia sea técnicamente difícil: sólo requiere magistrados a la altura de lo que se esperaba de ellos, gusten o no sus decisiones: capaces de defender sus puntos de vista y de asumir su responsabilidad.