DE improvisación en improvisación, el Gobierno no aprobó ayer el anteproyecto que se esperaba para «reducir el aforamiento político al estricto ejercicio de funciones de cargo público» y vino a endosar la tarea al Consejo de Estado.
Nuevo vaivén, en este caso en diferido, en lo que ya supone la más caótica gestión gubernamental que se recuerda, toda vez que el propio presidente había anunciado a bombo y platillo la medida en el acto de autopropaganda y fanfarria que se organizó para celebrar (¿) sus primeros cien días en La Moncloa, bajo el entusiasta lema de «Avanzamos».
Pues no, no avanzamos mucho. Y aunque la única urgencia al anunciarlo de imprevisto era la del propio Sánchez -para intentar opacar quizás el escándalo de sus plagios- el líder socialista aventuró que en dos meses su proyecto sobre los aforamientos podía ver la luz.
Todo ello sin haber sondeado la opinión de la oposición, vital para acometer la reforma de los artículos 71.3 y 102.1 de la Constitución que permitan los cambios que, presuntamente, persigue la ocurrencia del Ejecutivo. Naturalmente, la reforma nace muerta pues el PP no es partidario de abrir ahora el texto del 78 a una revisión, más aún teniendo en cuenta el perfil extremista de los socios parlamentarios de Sánchez.
Y como el Gobierno lo sabe se pone detrás del Consejo de Estado para ganar algo de tiempo, a ver si alumbra otra ocurrencia pirotécnica con la que «entretener» a los españoles, que asisten atónitos a la impresentable gestión de un gabinete a la deriva.
Parece que Sánchez ha estandarizado el procedimiento de que otros le hagan el trabajo.
En su tesis vampirizó trabajos ajenos, los Presupuestos se los hizo Rajoy y ahora es el Consejo de Estado el que ha de sacarle las castañas del fuego. Si no sabe cómo gobernar lo mejor, y lo más ético, es que convoque elecciones.
