Rafael Torres – Al margen – La burbuja de Pekín


MADRID, 6 (OTR/PRESS)

Un potente ejército de policías y soldados auxiliado por aeronaves y buques de guerra, baterías de misiles tierra-aire y, desde luego, por cientos de miles de «voluntarios» imbuidos de su misión militar, cercan y protegen en Pekín una burbuja, pero no la cercan y la protegen porque contenga en su interior el espíritu olímpico y su siempre frágil llamado a la paz, sino la muelle y grata imagen, a todas luces falsa, que el régimen chino quiere proyectar de sí al exterior.

Ese régimen que ha logrado -con un eclecticismo tan asombroso como perverso- el sueño de todos los totalitarismos instituyendo esa especie de Dictadura del Proletariado Capitalista, bien que sin varir un ápice su proverbial desprecio por la libertad y por la vida, detenta el poder de la segunda superpotencia del mundo, de suerte que la imagen, la propaganda, le son imprescindibles para su homologación comercial y para su supervivencia política.

Usando de su descomunal pujanza económica y de la codicia que en el mercado internacional despiertan sus cientos de millones de consumidores potenciales, consiguió la organización de los Juegos Olímpicos que comienzan mañana, pero el determinante hecho de que carezca de toda condición y de todo aval para celebrarlos no ha arredrado, pues mucho se juega en ello, a los mandarines del Partido Unico: si en lo político ha contado con el silencio cómplice de las democracias, indiferentes a la persecución de las minorías, a la ausencia de libertades cívicas, a la corrupción estatal o a las ejecuciones públicas de presos, en lo estrictamente logístico y ambiental ha contado también con la complicidad de las naciones, ciegas ante el disparatado escenerio pekinés de los Juegos, el menos adecuado que imaginarse pueda.

El aire de Pekín es irrespirable y, pese al cierre de cientos de fábricas (con sus correspondientes despidos masivos), al sellado de millones de calefacciones, a la jubilación de decenas de miles taxis y autobuses contaminantes o a la prohibición de circular a un millón y medio de vehículos particulares, volverá a serlo no bien termine la Olimpiada y volverá a envenenar a sus habitantes.

Bombardear las nubes para provocar la lluvia purificadora, cual tiene previsto hacer el ejército que protege la burbuja, es un dispendio que sólo merecen los visitantes, esto es, los cooperadores necesarios de la colosal campaña publicitaria.

Rafael Torres.

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